31 de octubre de 2011

¿Puede hablarse de un derecho al racismo?

La reunión anterior, tratando de pensar las dinámicas políticas actuales, dimos con la idea de ultracentrismo. Esa noción designaría menos una postura ideológica que  una tendencia de las diferentes manifestaciones y formas políticas a converger en un movimiento centrípeto. Menos un espacio que dependa de la voluntad clara y firme de los grupos en el poder, y más la resultante de una dinámica política que responde a una la necesidad y a una posibilidad de articular una precaria estabilidad, un cierto equilibrio entre una amplia diversidad de actores sociales y económicos.

Aquella dinámica centrípeta funciona, entre otras cosas, en virtud de una amplia retórica de los derechos. Lo que nos preguntamos hoy es por una vía más oscura de aspirar a participar de esta estructura. Por una vía abiertamente reaccionaria que nombramos como “derecho al racismo”. ¿De qué se trata?  

En la trama social contemporánea el racismo toma especial fuerza en ciertos momentos de conflictividad. Ejemplos muy visibles en los traslados de los habitantes de una villa hacia otro barrio o en la convivencia de no pocas escuelas públicas de la ciudad. Llamamos ahora racismo a la operación por la cual se traza una divisoria que distingue en las poblaciones -o territorios- entre deseables e indeseables, propios y ajenos. En el lenguaje político actual distingue a los vecinos (a quienes se adjudica plenos derechos para participar de lo público) de los usurpadores (a quienes se califica como delincuentes, ilegales, peligrosos, narcos, villeros, etc.). Los primeros serán considerados las víctimas a proteger y los otros, la amenaza. 

Para ver cómo funcionan estos mecanismos del discurso racista proponemos reparar en la toma del Parque Indoamericano en diciembre de 2010. El enfrentamiento que se vivió por aquellos días en Villa Soldati, lejos de ser codificado como una guerra de pobres contra pobres (como suelen titular los medios de comunicación), fue tratada como un enfrentamiento entre vecinos y ocupantes. Sobre todo a partir de la identificación de quienes participaron de la toma como extranjeros. Macri habló de una “inmigración descontrolada” (responsable de delitos, del narco, de la violencia), en el marco de una proliferación de discursos xenófobos.  

Los inmigrantes/usurpadores contra los que viven en el barrio. El desalojo del parque fue difundido por el gobierno como una recuperación del espacio para los vecinos. Hay un video de la policía metropolitana donde funcionarios públicos se acercan a izar, junto a los vecinos, una bandera argentina en el predio ya vallado luego de la toma. ¿Cuál es la relación entre el racismo y esta forma de neociudadanía que representa la figura del “vecino”? ¿Bajo qué lógica se expulsa a un otro al que se produce como racial, como no-argentino, como peligroso? ¿Se podría hablar de un derecho al racismo?

Lo que el gobierno produjo en articulación con los vecinos del Parque puede ser pensado como un mecanismo de inclusión vía reconocimiento del derecho al racismo. Como cualquier habitante de Barrio Norte o de Caballito, el vecino de Soldati proclama su derecho a diferenciarse del okupa, del negro, del inmigrante. El racismo podría funcionar como un derecho “llave” para el usufructo de otros derechos. Como un derecho de base, que está siempre ya garantizado para la clases medias y altas. Y que serviría para consolidar toda una serie de otros derechos como es el derecho de propiedad, la seguridad, etc. 

La legitimidad política de tipo liberal supone el valor de la igualdad entre las personas. El racismo aparece, en estas sociedades, como un mecanismo de justificación de segmentos desigualitarios. Es una vía para  fundamentar las jerarquías colectivas sin tener que desconocer la premisa (al menos formal) de la igualdad. El discurso racista procede identificando una categoría social “baja” a ciertos rasgos étnicos-nacionales y, sobre todo, a ciertas conductas y modos de modos de vida. Más que identificar “razas”, el racismo es una práctica de racialización.

En el Indoamericano, la designación racial recaía sobre los ocupantes y podía ser efectuada por los vecinos de origen migrante, o por hijos de migrantes. De hecho no se llama “bolita” a todo inmigrante boliviano, sino a aquel al que se le atribuye el estigma de villero, narco, okupa. Así, por ejemplo, cuando Macri denuncia la “inmigración descontrolada” no se refiere a toda la inmigración, y para probarlo se hace escoltar por representantes de la comunidad boliviana y paraguaya. Hay cierto comportamiento que se permite al inmigrante. El racismo aflora en toda su agresividad cuando la actitud del otro aparece asociada a ciertos modos de vida.

El racismo, una vez que se vuelve discurso público, oficializa el tratamiento diferencial de las poblaciones, trazando los límites del cuerpo social. ¿Podemos decir, entonces, que funciona como una vía de producción/representación de sociedad? Una vía microfascista, de distinción que se activa desde abajo y tiene fuerzas inclusivas, potenciadas por un movimiento de exclusión (del sector racializado).

Estar incluido hoy implica poder participar de ese ultracentro que se tiende entre tres vértices: la retórica de los derechos humanos y sociales, la de la sociedad del conocimiento y las nuevas tecnologías, y el imaginario del modelo productivo de exportación de materias primas. Los sectores históricamente ya incluidos no tienen necesidad de ser activamente racistas. La distinción ya les fue dada y se valen de ella en su hacer cotidiano. Pareciera como si sólo hubiera racismo en los barrios periféricos, donde las prácticas racializantes se condenan, asociándolas con una suerte de barbarie.

Reconocemos, en este tipo de conflicto, al menos dos ideas diferentes de igualdad (y de representar la inclusión): una que se afirma en el sólo hecho de estar vivos, la otra que exige el cumplimiento de ciertos requisitos. Para esta segunda, igual es el que paga los impuestos o los servicios, el que trabaja, el que exige seguridad a partir de la propiedad. En un caso, la igualdad es a priori y su lógica radicaliza la ampliación de derechos, y en el otro proviene de la consolidación de la estructura social.

La toma del Indoamericano (con toda su formidable complejidad) puede ser pensada como un momento de choque o polémica entre modos de producción de igualdad. “Porque estoy vivo, tengo que tener un lugar para vivir”. La respuesta que antepone una serie de condiciones a ese estar vivo dispone un ordenamiento racista. Imprime sobre la igualdad de todos una igualdad del nosotros; actualiza un derecho a la distinción, fija límites y crea derechos exclusivos.

30 de octubre de 2011

“La AUH cambia la relación de las clases populares con el Estado”


Entrevista al sociólogo Denis Merklen
–¿Qué diferencias existen entre las clases populares de los ’70 y las de hoy?
–Hay una gran diferencia. Habría que hacer una separación entre los principios de los años ’70 y el final del gobierno de De la Rúa. Durante ese período ocurrieron cosas que les dieron otra fisonomía a las clases populares. En primer lugar, se empobrecieron considerablemente y se volvieron más vulnerables. Sus vidas cotidianas se volvieron más inestables porque las protecciones sociales se debilitaron, la pobreza aumentó y la relación con el trabajo fue mucho más precaria. En segundo lugar, como respuesta a esa precarización, se dio una inscripción territorial que les permitió replegarse a nivel del barrio. De ese modo, la dimensión barrial adquirió más importancia. Esto puede verse a partir de la importancia que fue cobrando en el espacio público la palabra “conurbano” o “barrio”, para designar a un sector de las clases populares.

–¿Qué otros aspectos las distinguen?
–La ciudadanía se afirma a partir del ’83 con una dimensión fundamental de la identidad popular. Uno puede decir que, hasta los años ’70, las clases populares estuvieron mucho más cerca de la figura del trabajador, no sólo como sujeto social sino también desde el punto de vista político; la presencia política de las clases populares en la sociedad argentina pasa mucho por el trabajo. Por eso, en ese momento, el sindicalismo tuvo un gran peso y el espacio ocupado por el peronismo estuvo muy cercano a la identidad del trabajo. El trabajador peronista representa la figura que uno imagina para pensar los años ’70. En los años ’80 y ’90, la situación cambió; no se puede pensar ya a las clases populares –o a una fracción importante, al menos– como trabajadores peronistas. Son ciudadanos, habitantes de los barrios, gente que ocupa tierras, piqueteros. Mucho de los que hacen, a través de organizaciones, lo pueden hacer porque se piensan a sí mismos como ciudadanos y porque han construido importantes redes de solidaridad, puntos de apoyo para la protesta y la movilización.

–¿Qué rasgos le imprimen los aspectos que usted menciona a la presencia política de las clases populares?
–En términos de relación con el espacio político, son derechos dados por su inscripción política más que por su inscripción social. El trabajador lucha por sus derechos, en tanto trabajador. Eso tiene una gran importancia porque contribuye al bien común con su trabajo y exige, a cambio, ciertos derechos sociales, como el derecho a la vivienda. En cambio, el ciudadano sólo “puede” apoyarse en su reclamo en tanto miembro de la Nación: “Soy un ciudadano y tengo derecho al techo”. Pero su presencia en la sociedad se debilita mucho porque no puede demostrar que contribuye al bien común. Cada vez que pide algo, pesa sobre él la sospecha de que pide asistencia. Este problema se ve hoy incluso cuando se escuchan frases como “planes Descansar” para referirse a planes Trabajar.
–¿Por qué cree que existe esa sospecha?
–El aumento del desempleo acrecienta la sospecha, sobre todo de las pequeñas clases medias y de sectores de las clases populares con trabajo, de que aquellos que piden cosas lo hacen porque son “vagos”. Políticamente cambia el modo en que el Estado se relaciona con las clases populares. El hecho de que el Estado lleve adelante políticas sociales focalizadas alrededor de proyectos hace que las clases populares deban movilizarse permanentemente para poder obtener esos recursos puntuales, que tienen una duración limitada en el tiempo y un alcance, respecto al mundo potencial, que es vencido. Hay una gran competencia dentro de las clases populares. La presencia institucional del Estado bajo una forma muy desorganizada provoca una movilización continua de las clases populares.
–¿Cree que las clases populares han internalizado esta relación con un Estado que responde a sus demandas con políticas puntuales?
–No. No diría que internalizan nada. Saben, son conscientes y no dejan de reclamar cosas. Mucho de lo que las clases populares hacen –y de lo que les hemos visto hacer en los años ’80, ’90 y 2000– tiene que ver con tratar de estabilizar su situación, conseguir puntos de apoyo, bases sólidas sobre las que pararse para poder seguir avanzando. Pero son perfectamente conscientes de que esas bases sólidas son muy difíciles de alcanzar. Un ejemplo de ello son los piqueteros, que decían: “Nosotros queremos trabajar”. Les daban planes Trabajar y se contentaban con eso, porque es lo que estaba al alcance de su capacidad de movilización y la respuesta que el Estado podía dar a semejante crisis. Entonces no es que internalizaron una nueva cultura política sino que aprendieron y conocen las coyunturas en las que se mueven. Ellos dicen: “Nosotros queremos trabajo, queremos empleo, pero, bueno, si me dan chapas para las casas del barrio, mejor pájaro en mano que cien volando”. Esto comienza a tener una inflexión en el año 2003. Las cosas no están igual que en los ’90 o que a principios de los años 2000.
–¿Cuáles son las diferencias que nota hoy?
–Se me ocurren dos factores. Primero, la recuperación económica de la Argentina y del mercado interno. Uno tiene la sensación de que se recupera el trabajo –lo que no significa que haya más empleo–, lo que debilita una de las razones que llevaron al repliegue en los barrios. Por otro lado, el Estado, a principios de los años 2000, no cambió su relación con las clases populares. Sigue haciendo más, tal vez mejor, de lo mismo: políticas puntuales, más ayuda, pero sin cambiar el modo de relación. Más recientemente, algunas medidas –ciertamente limitadas– dan la señal de un cambio de orientación, como la Asignación Universal por Hijo o la reestatización de las jubilaciones.
–¿Cómo entran las cooperativas de trabajo en su análisis?
–Las cooperativas de trabajo son exactamente lo mismo que se hacía antes. Son cosas puntuales que necesitan una movilización permanente de parte de los beneficiarios y no tienen un alcance universal. No representan un cambio de orientación: tienen un impacto redistributivo, pero no cambia el tipo de relación que el Estado tiene con las clases populares. En cambio, la Asignación Universal por Hijo cambia las cosas. La persona no tiene que movilizarse para obtenerla, sabe que la tiene hoy, mañana y pasado. Constituye un punto de apoyo que le permite destinar esa energía a otra cosa; se ingresa en una estabilidad significativamente mayor que aquella que da un subsidio puntual.
–Y está en sintonía con la idea de ciudadano que usted mencionaba...
–Efectivamente, refuerza la imagen de la ciudadanía. Esto indica un cambio en la relación del Estado, pero no significa necesariamente una vuelta atrás, porque esos derechos –la Asignación Universal por Hijo sobre todo– no son derechos del trabajador sino derechos del ciudadano. No están asociados al trabajo; se les ofrece a aquellos que no tienen empleo.
–¿En qué se diferencia el trabajo del empleo?
–En la Argentina no hay un déficit mayor de trabajo. Los cartoneros trabajan, la gente que se moviliza en los barrios alrededor de la actividad política trabaja, son actividades que permiten ganarse la vida, pero ninguna de ellas constituye un empleo.
–En el tipo de relación entre el Estado y las clases populares que describe, ¿cómo define al clientelismo?
–No hay que dar por hecho el clientelismo. Este tipo de relación del Estado y las clases populares necesita de intermediarios en el sistema político, como organizaciones sociales, partidos políticos, punteros, ONG, gente que intercede entre la persona, el individuo, la familia y los recursos que son controlados por el Estado. En el sistema político argentino, particularmente, la función de esos intermediarios es, por un lado, identificar quiénes necesitan la ayuda con mayor o menor urgencia y decidir a quién se le da y a quién no. Es un problema estructural que forma parte de las instituciones del sistema político argentino. Son relaciones entre quienes necesitan de los recursos que controla el otro y entre quienes, al mismo tiempo, tienen para dar su acción política. Poseen un capital porque son ciudadanos. Esa decisión política nunca puede ser “comprada” definitivamente. Es un proceso continuo de negociación, conflicto, divisiones, que le da a la relación de las clases populares con la política, y a la relación del Estado con las clases populares, una forma muy distinta de aquella que da la idea de derecho social y de instituciones que no se sirven de mediadores sino que simplemente piensan al otro como un ciudadano y dicen: “Esta persona tiene derecho a esto y punto”. Y alcanza con que la mujer embarazada presente su test de embarazo para tener derecho a su licencia por maternidad.
–El uso que se da al término clientelismo suele derivar en una subestimación de las clases populares...
–Se subestima a las clases populares y se cree que quienes dominan están por fuera de las clases populares, cuando en realidad son otros miembros de los mismos barrios que ocupan una posición distinta porque tienen la posibilidad de decidir sobre esos recursos y hacen de la actividad política su medio de vida; pero no son los ricos que gobiernan a los pobres. Es un modo de relación con el Estado que implica una sumisión para el más débil y obliga a una negociación. El derecho social le permite liberarse de esa negociación permanente. Muchas veces lo libera de las mismas organizaciones sociales que él mismo crea para representarlo. Por ejemplo, la Asignación Universal por Hijo libera a la gente de los barrios de tener que estar negociando con las organizaciones piqueteras para que los incluyan en las listas para poder cobrar un subsidio. El Estado los libera de sus prójimos.
–¿Con qué consecuencias?
–Una mejora en la calidad política y en la calidad de vida.
–Por ser anterior al cambio que usted ubica en los años ’70, ¿le parece que esta intermediación es estructural?
–No, allí hay un error. Es cierto que en el país hay punteros –o una figura equivalente– desde finales del siglo XIX o principios del siglo XX, pero no siempre tuvieron la importancia de ahora. Los barrios y las villas siempre han tenido una importancia entre las clases populares de la Argentina, pero no era la misma en los ’60 que en los ’90. Estas variaciones de importancia y cantidad modifican también su peso. Esto es algo que está muy presente, no en la cúspide del Estado y la clase política sino abajo y a la izquierda, porque está muy fuertemente arraigada la idea de que las organizaciones populares deben administrar los recursos del pueblo. Los sindicatos y las organizaciones barriales y sociales son conscientes de que si el Estado institucionaliza un derecho y construye un vínculo directo con el individuo, la organización se debilita, pasa a su fin, no porque perdió el combate sino porque lo ganó. Pero es muy difícil para las organizaciones renunciar a ese derecho. Es muy distinto si la seguridad social la garantiza el Estado que si las obras sociales están bajo control de los sindicatos.
–En el caso puntual de la vivienda, ¿cómo evalúa la discusión entre quienes plantean que es el Estado el que debe proveerla y quienes sostienen que esos planes se pueden implementar a través las organizaciones sociales?
–No veo inconvenientes ni en una cosa ni en la otra. Con el problema de la vivienda en la Argentina no salimos de la situación en la que nos dejó la dictadura, porque las clases populares muy tempranamente construyen mecanismos de acceso a la vivienda. Alrededor de 1910 se institucionalizaron mecanismos de acceso a la vivienda: el loteo y la autoconstrucción fueron durante muchísimo tiempo el mecanismo privilegiado. El Estado nunca fue un gran constructor ni un gran proveedor de vivienda. El acceso a través del lote tuvo vaivenes y grandes evoluciones. En los años ’50, ’60 y ’70, las grandes inmobiliarias que compraban tierras al por mayor las fraccionaban y las vendían, y se constituyeron en un actor importante junto a otras instituciones, como el Banco Hipotecario, que financiaban la posibilidad de la autoconstrucción. La desestabilización del asalariado, que impide a la gente acceder a un financiamiento a largo plazo, la inflación –muy anterior al liberalismo– y el debilitamiento del Estado, liquidaron este mecanismo de acceso para amplios sectores de la población. Es ahí donde se multiplica la ocupación de tierras como estrategia habitacional. Lo que no tenemos ahora es la institucionalización de un mecanismo –ni privado, ni público, ni semipúblico, ni de ningún tipo– que les permita a distintos sectores sociales acceder a la vivienda. En Uruguay hay un formidable mecanismo de acceso a la vivienda que pasa por cooperativas, que tiene 40 o 50 años de existencia. Ha permitido a amplios sectores de las clases populares, no las franjas más pobres, pero sí las franjas de trabajadores integrados o pequeñas clases medias, acceder a la vivienda. Es un mecanismo con una organización que intercede entre el Estado y las personas.
–¿Cómo es, en cambio, la relación de las clases medias y altas con el Estado?
–Cuando uno habla en términos de clases populares, produce indudablemente un corte arbitrario; dónde empiezan las clases medias es un recorte bastante abstracto y de tipo cuasi caricatural que nos ayuda a pensar. Es indudable que muchas de estas cosas que mencioné atraviesan también a amplios sectores de las clases medias, sobre todo a las pequeñas clases medias. Una de las cuestiones que permite la gradación es ver cuántos son los que pueden vivir de su trabajo y satisfacer el horizonte de expectativas a través del trabajo, y en qué medida depende de la actividad política o del Estado para ello. Pero las clases medias en la Argentina sufren esta inestabilidad en la relación con el empleo, que no es un problema sólo de los más pobres sino también de los sectores medios. Lo que pasa es que la movilización que esto provoca en los sectores medios tal vez no tome el aspecto de una actividad netamente política, porque el Estado destina menos recursos de ese tipo a las clases medias que a las clases populares.
–En relación con la investigación que está desarrollando en Francia sobre la quema de bibliotecas populares que hubo en algunos barrios populares, ¿cómo analiza la inserción de una biblioteca popular en un territorio con esas características?
–Las bibliotecas barriales en Francia son muy importantes; hay una gran cantidad y disponen de muchos recursos. Son el producto de una larga tradición de bibliotecas populares. En su inmensa mayoría, estas bibliotecas se han municipalizado: donde antes había bibliotecas populares independientes, muchas veces promovidas por distintas formas del catolicismo, el Partido Comunista o el sindicalismo, progresivamente fueron municipalizadas en la primera mitad del siglo XX. Actualmente no son bibliotecas populares y nadie las piensa como tales, son bibliotecas municipales. Esa es una de las principales características. Hay problemas en la relación con lo popular: la biblioteca se convirtió en un servicio público.
–¿Qué las diferencia de las bibliotecas populares?
–La escuela y la biblioteca se perciben como instituciones del Estado, las nuevas generaciones no las ven como algo que “nosotros conquistamos y de lo que nos beneficiamos”. Entonces se vuelven un blanco posible de las protestas contra el Estado. Al pasar a la órbita del Estado, casi inevitablemente se produce una alienación política porque los vecinos de los barrios no están en condiciones de decidir prácticamente nada en relación con las bibliotecas. Esto se entiende muy bien si uno piensa en los bibliotecarios.
–¿Por qué?
–Los bibliotecarios de las bibliotecas populares son militantes de la lectura, militantes culturales y políticos. Los bibliotecarios de hoy son profesionales del libro que se formaron para poder tener su trabajo, pasaron un concurso, etcétera. Indudablemente tienen una relación con la biblioteca que pasa muchísimo por la tecnicidad de su trabajo, los criterios por los cuales se decide qué tipo de libros, medios, revistas y videos, o el acceso a Internet, deben estar en una biblioteca popular y cuáles no. Cuando es un partido político como el PC, la lógica que domina ese tipo de problemas, que son los problemas sustanciales de una biblioteca, tiene que ver con qué es lo que hay que darle a leer al pueblo para que tome conciencia de su poder de lucha contra el capitalismo, la burguesía o el Estado. Cuando son profesionales, los criterios de qué es lo que se le debe a dar al pueblo cambian, pero de ningún modo pueden ser políticos, en el sentido de partidarios, porque es un servicio público.
–¿Cómo perciben los miembros del barrio esa distancia que los separa de la erudición de los bibliotecarios, en relación con el acceso a los recursos de la biblioteca?
–Hay una dimensión suplementaria, que es la importancia de la escuela en la relación de las clases populares con el Estado en Francia. La escuela es una institución fundamental en el sentido de que en su interior se juega una buena parte del destino social de cada persona, mucho más que en la Argentina. Para franjas importantes de las clases populares, la escuela es la tabla de la salvación que va a permitir deslizarse hacia una mayor integración social y mejores posibilidades de futuro. Pero para otros sectores de esas mismas clases populares es la misma puerta que el Estado les cierra en las narices, obligándolos a estar en una situación de precariedad social permanente, con trabajos de mala calidad y poco acceso al empleo. Entonces, los maestros aparecen como aliados del Estado, agentes del Estado que sancionan y excluyen.
–¿Las bibliotecas quedan emparentadas a una escuela excluyente?
–Sí, entran en ese campo de percepción, forman parte de la cultura del otro, aquel universo controlado por el otro al cual yo no tengo acceso. La biblioteca es el eslabón más débil de esa fuerte cadena y por eso recibe muchos de los ataques. Al mismo tiempo, la biblioteca es también un espacio de oportunidades.
–¿Por ejemplo?
–Las adolescentes mujeres son grandes usuarias de las bibliotecas y esto tiene un valor enorme para ellas porque les permite escapar del machismo de sus familias, individualizarse, relacionarse consigo mismas, resolver problemas vinculados con la condición femenina o su condición social sin necesidad de tener que hablarlo en el medio familiar. Pero para muchos otros, la presencia de las bibliotecas es vista como la presencia de un cuerpo extraño en mi territorio: “Yo no soy de esta biblioteca, no hay nada ahí que me interese, y lo que me interesa no sé por qué lo deciden ellos y además, para hincharles las pelotas, se las voy a quemar. Es aquello de lo que ellos viven y es lo que ellos quieren que yo haga sin darme los medios para que lo haga, porque me va mal en la escuela”. Entonces, “entrar a la biblioteca es como entrar a jugar en el territorio del otro donde yo siempre salgo perdiendo, porque no sé leer, no conozco la oferta, me siento disminuido ocupando siempre una posición subalterna, los consumos culturales que se me proponen no son aquellos con los cuales me identifico”. Se trata de un problema social y político, de la relación del Estado con las clases populares.
Por Natalia Aruguete y Bárbara Schijman
Fuente: Página 12 / 31 de octubre de 2011

22 de octubre de 2011

Una respuesta al documento del ERP

Carlos Olmedo, 1971.

La contestación al documento girado por los compañeros del ERP en el que responden a algunas afirmaciones hechas en el reportaje y añaden abundantes concepciones de su propia cosecha, presenta al menos dos formas en que puede ser encarada. Una consistiría en rebatir punto por punto el docu­mento en base a nuestras propias ideas, hasta agotar su contenido, respetando el ordenamiento seguido por los compañeros. Pero esto presenta el inconve­niente de que, como son tantos y tan variados los temas que allí se encaran, yendo desde los de política doméstica hasta los más disímiles de política in­ternacional, el resultado seria un documento-enciclopedia, tan caótico y cos­mopolita como el que ponemos ahora a nuestra consideración. Creo que se im­pone un intento para superar el plano de lo meramente polémico, y realizar entonces el análisis del documento a través del análisis de la concepción que lo inspira. De esta manera se podrían ir delineando los temas centrales que están en discusión y que de otro modo se perderían entre el fárrago de palabras y de ejemplos.
Se impone la realización de un esfuerzo sostenido en el sentido de lograr una clarificación sobre las concepciones políticas básicas que nos separan de los compañeros. Así saldrían ganando ellos y nosotros.
Para leer toda la polémica FAR-ERP.

21 de octubre de 2011

A la Conducción Nacional de Montoneros

Rodolfo Walsh

 

a. Asunto: observaciones sobre el documento del Consejo del 11/11/76

23 de noviembre de 1976
De: Base AS-P A: 82
Estas observaciones son complementarias de las formuladas en nuestro punto Ideologismo y Política del 3/1/76.
Respecto de las críticas que allí formulamos, buena parte de ellas coinciden parcialmente con las rectificaciones del Consejo, y en ese sentido entendemos que el documento es un avance significativo para el conjunto.
Sin embargo pensamos que las rectificaciones son sólo parcifiles, porque no corresponden a una autocrítica profunda sobre los errores que nos condujeron a la actual situación, sino que tienden a corregirlos de facto ante la evidencia del mal resultado obtenido. Con este método el acierto o el error son azarosos y empíricos. A nuestro juicio lo principal son las razones políticas. Si son correctas, en apenas tres años un puñado de muchachos crecen hasta conducir una organización gigantesca y poderosa. Si son incorrectas, esa misma organización se desinfla y puede desaparecer.
Este ejemplo está tomado de nuestra propia historia y creemos que este momento de desánimo debe tenerse en cuenta. Si corregimos nuestros errores volveremos a convertirnos en una alternativa de poder. Por lo tanto son falsas todas las visiones alarmistas sobre si tenemos tiempo o no. Tenemos todo el tiempo necesario, si lo sabemos usar.
1. Definiciones políticas
En nuestro país es el Movimiento el que genera la Vanguardia, y no a la inversa, como en los ejemplos clásicos del marxismo. Por eso, si la vanguardia niega al movimiento, desconoce su propia historia y asienta las bases para cualquier desviación. Esa es la nota distintiva de la lucha de la liberación en nuestro país, que debemos tener siempre presente. La vanguardia -Montoneros- generada por el Movimiento -el peronismo- debe conducirlo hacia su transformación en el curso de la lucha por el poder y el socialismo. Esos son los elementos básicos a los que debemos atenernos, lo que existe en la realidad y no en los libros. Montoneros y el movimiento peronista, al que aspira conducir.
Si eso no se tiene en cuenta, la literatura china o vietnamita no nos sirve, porque tiende a confundir nuestra lucha social con una guerra colonial, en la que la organización en Movimiento, Frente, Partido y Ejército tiene sentido porque se presupone la unidad del pueblo detrás de su conducción y contra el invasor extranjero. Nosotros en cambio tenemos que empezar por ganar la representación de nuestro pueblo a partir de los elementos con que contamos.
Hasta el 24 de marzo del 76 planteábamos correctamente la lucha interna por la conducción del peronismo. Después del 24 de marzo del 76, cuando las condiciones eran inmejorables para esa lucha, desistimos de ella y en vez de hacer política, de hablar con todo el mundo, en todos los niveles en nombre del peronismo, decidimos que las armas principales del enfrentamiento eran militares y dedicamos nuestra atención a profundizar acuerdos ideológicos con la ultraizquierda.
Las rectificaciones del Consejo apuntan a esta problemática, pero la insistencia en la creación del Movimiento Montonero con sus ramas nos parece indicar una insuficiente comprensión. Nuestras formas organizativas deben ser la organización o el Partido Montonero -que incluye a todo lo que genéricamente llamamos fuerza propia- y el Movimiento Peronista. Eso es lo que existe y a partir de ahí debemos construir. De otro modo invertimos enormes esfuerzos poniendo todo el Partido a la tarea de inventar el Movimiento Montonero, que no tendrá existencia real.
En esa idea de que podemos inventar una forma organizativa y una identidad características del enfrentamiento en nuestro país, queremos generar las condiciones para que sea distinto y entonces podamos aplicar las fórmulas clásicas de otros países. Y nos parece tiempo perdido tratar de convertir este enfrentamiento social en una guerra nacional.
2. Militarismo
El documento del Consejo critica el militarismo, pero en términos militaristas. Todo el documento es como una clase de estrategia sobre la mesa de arena y nuestra realidad no tiene nada que ver con ese enfoque. Para hacer política, hay que empezar por pensar en términos políticos, y expresados con sencillez y claridad.
3. Triunfalismo
A pesar de los golpes recibidos y de las rectificaciones del documento, seguimos triunfales. Decidimos el fracaso total de los planes del enemigo y seguimos subestimándolo. Esto es muy grave y pensamos que en el fondo obedece a la incomprensión sobre nuestra propia historia. Trataremos de ejemplificarlo: al no reflexionar sobre las causas de nuestro crecimiento espectacular y nuestra representatividad popular en los años que van de 1970 a 1974-75, llegamos a pensar que no obedece a que actuamos correctamente, y con propuestas comprendidas y aceptadas por el pueblo, sino a que nosotros somos geniales, y si somos geniales es accesorio que acertemos o nos equivoquemos. Todo lo que hagamos estará bien. Esto lo notamos en documentos como el último Montonero de 1975 y en la persistente ausencia de autocrítica.
4. Desmedida ambición de poder
Todo lo hacemos y lo pensamos a lo grande. Nuestra lucha es una guerra. Nuestra propaganda tiene que llegar a cuatro millones. Aunque criticamos el militarismo, todo el documento parece la receta para que un Ejército rompa el cerco de otro y luego lo derrote. Hay que ser más modesto. Nosotros tenemos que resistir junto con el pueblo a la dictadura. Necesitamos mucha propaganda. Tenemos que irnos organizando en la lucha sin delirios de grandeza y pensando en plazos largos. Ésta es la síntesis de nuestras apreciaciones generales. Ahora pasamos a nuestras observaciones punto por punto.
1.2. 1. Situación frente al enemigo
No es cierto que haya fracasado el aperturismo. Ejemplos: el PC no participa en los conflictos, mientras negocia con el gobierno a través del Partido Intransigente y les paga viajes a Lázara y García Costa para que vayan al Congreso de la Internacional Socialista a defender a Videla; la UCR no rompe a pesar de todos los agravios, incluidos Solari Irigoyen y Amaya; la reacción de la Iglesia es tibia comparada con todo lo que han hecho y con los episcopados de Chile y Brasil, donde por mucho menos se enfrentan abiertamente con las dictaduras.
1. 2.2. De las fuerzas populares
No es cierta la desaparición casi total de la izquierda no peronista, armada o no armada. Estos son bandazos que nos alarman. Hace unos meses el proyecto de vanguardia pasaba por el debate ideológico en la OLA, ahora no existen más. Existen y actúan. El ERP pinta (más que nosotros). edita regularmente sus revistas, que llegan a las fábricas puntualmente a pesar de todos los golpes que sufrieron, toman un canal de televisión, tienen una radio clandestina, operan en el litoral. Hacen operaciones militares. El PC, los distintos partidos socialistas, también existen. Que sean una bosta es otra cosa. Con ese criterio nosotros tampoco existimos.
1.3.1. Situación internacional
Hay un notable exceso de optimismo. Al enemigo la situación internacional lo mejora. Consigue créditos para su objetivo inmediato de refinanciar la deuda y mantiene excelente relación con el bloque soviético que con su importancia los salva en el sector externo. La exposición soviética en Buenos Aires muestra que no se trata de coletazos de la relación con Gelbard, sino de una política que se mantiene con el actual gobierno.
1.3.2. Situación militar de nuestras fuerzas
Sugerimos repensar la especialización militar. Al cambiar nuestra hipótesis de guerra ¿no deberíamos también cambiar la metodología de construcción de nuestro Ejército? Tememos que al producirse situaciones insurreccionales, de seguir con la división actual, los oficiales políticos no sepan su nivel de violencia, o los oficiales militares no sepan sobre qué blanco operar. No sabemos si la solución es alguna nueva forma de integralidad, o la subordinación de la estructura militar a la política o alguna otra que no se nos ocurre. Pero vemos que aquí hay un problema grueso.
2. 1.1. La estrategia del enemigo. Espacio
No es cierto que haya "ausencia de identificación de nuestras fuerzas". Con la delación, el enemigo superó esa "debilidad congénita" del cerco. Al ser falso esto, es falso que el espacio principal sea el político. Es el militar, y éste es el gran triunfo que el enemigo consiguió sobre nosotros.
Esta línea de error sigue. Para nosotros el retorno a las masas es el retorno al espacio donde están las masas; en vez de librar el combate en la conciencia de la gente lo libramos en el espacio físico, lo cual es un error, coherente con el ideológico.
Al no corregir el ideologismo, no convocamos políticamente. Así, nuestra respuesta de volver a los barrios es elemental y peligrosísima. Nos van a golpear más duro todavía.
2.1.2. Tiempo
La contradicción entre guerra corta y naturaleza social del enfrentamiento valdría si se tratara de un enfrentamiento contra el conjunto del pueblo, pero lamentablemente lo que hay es una lucha militar contra nosotros.
Tenemos que ser más autocríticos y realistas. Por supuesto que hay lucha de clases; siempre la hubo y la seguirá habiendo. Pero uno de los grandes éxitos del enemigo fue estar en guerra con nosotros y no con el conjunto del pueblo. Y esto en buena medida por errores nuestros, que nos auto aislamos con el ideologismo y nuestra falta de propuestas políticas para la gente real.
2.1.3. Armas
Nuestras armas también son violatorias de las convenciones internacionales. Ellos se autoaislan, pero nosotros también, y en ese trueque ganan ellos, porque nosotros teníamos con qué impedirlo y ellos no. Es un cambio de peón por alfil; ellos ya estaban aislados y consiguieron aislarnos a nosotros, planteando una lucha de aparatos, que nosotros no podemos bancar.
Nos parece espléndido que finalmente se comprenda la importancia de la censura de prensa.
No es cierto que no tengan armas políticas. Hacen toda clase de esfuerzos para no enajenarse a los partidos y a la burocracia sindical y logran resultados. La burocracia los ayuda a pasar la prueba de la OIT. Osella Muñoz y Vanoli se niegan a declarar por los derechos humanos en Estados Unidos. Los gremialistas los felicitan por la libertad de Pita.
Los radicales tienen varios embajadores, y un íntimo de Balbín (Ricardo Jofre, número 2 de Mor Roig en el plan político) es ahora número 2 de Villareal en la Secretaría de la Presidencia, a través de la cual hay un dialogo muy amplio y muy inteligente. Ellos hablan con todos, los que nosotros dejamos de lado para imos a discutir con el ERP y el PC. Además no es cierto que no hayan establecido el cerco político. Lo que pasa es que lo establecieron con armas principalmente militares, por el terror, pero también secundariamente con armas políticas, que las tienen y las manejan muy bien. En todo este análisis vemos el triunfalismo que criticamos. Los subestimamos mucho, y esto está mal porque nos equivocamos.
2.2. 1. Nuestra estrategia. Espacio
Es mecanicista no explicar las razones del mecanismo en el salto cualitativo. Acá el problema es político y el lenguaje militarista no sirve. Es un grave error olvidar que ésta es una lucha política y que para la construcción organizativa las operaciones militares deben servirnos ante todo para hacer política, y no para construir un ejército cuando todavía no tenemos ganada la representatividad de nuestro pueblo. Lo que nosotros tenemos es una lucha de clases, con niveles crecientes de violencia, que debemos masificar, no es una guerra todavía. Además, siguen los bandazos, porque ahora que descubrimos que las contradicciones en el seno de la clase obrera no son antagónicas, parece que nos olvidamos que igual son contradicciones y nos olvidamos de nuestras definiciones de la necesidad de damos una política para los sectores más dinámicos y de mayor nivel de conciencia. Es como si no pudiéramos tener dos ideas en la cabeza al mismo tiempo: si hay contradicciones, las consideramos antagónicas, cuando nos damos cuenta que no son antagónicas, nos olvidamos de que existen. Esto es reaccionario: anular con una opinión hechos de la realidad.

20 de octubre de 2011

Marechal y el peronismo

Cuando se produjo el 17 de octubre de 1945 Leopoldo Marechal estaba cuidando a su mujer en su larga agonía. Se encontraba en su departamento de la calle Rivadavia cuando de repente le llegó un rumor que crecía, luego pudo escuchar con claridad: “Yo te daré/te daré Patria hermosa / Te daré una cosa/ una cosa que empieza con P/ Perón”.

Se vistió apresuradamente y bajó a la calle, sumándose a la multitud que se dirigía a la Plaza de Mayo: “Vi, reconocí, y amé a los miles de rostros que la integraban: no había rencor en ellos, sino la alegría de salir a la visibilidad en reclamo de su líder. Era la Argentina “invisible” que algunos habían anunciado literariamente, sin conocer ni amar sus millones de caras concretas, y que no bien las conocieron les dieron la espalda. Desde aquellas horas me hice peronista”.
 
Marechal reconocía que no era hombre de acción sino de contemplación y meditación no tenía condiciones de político militante pero decidió con sus hechos y palabras declarar públicamente su adhesión al movimiento, y respaldarlo con su prestigio intelectual que por aquellos años era mucho. Eso le valió el repudio de los intelectuales que no lo hicieron y que decretaron su “proscripción intelectual”.
 
Participó activamente en la campaña electoral que llevó a Perón por primera vez a la presidencia. La campaña se realizó con escasos recursos, con carbonilla para escribir en las paredes, con concentraciones populares y algunos espacios en radio para los cuales Marechal escribió unos veinte monólogos humorísticos.
 
Su segunda función consistió intervenir en cuanto pudo y le pidieron en la formulación teórica del peronismo. Este movimiento actuó en primera instancia y realizó después su formulación doctrinaria: “Porque una revolución que no defiende y enseña su doctrina comete un acto de suicidio”, según expresaba Marechal.
 
El texto pronunciado por Perón en su discurso al cierre del Primer Congreso de Filosofía celebrado en Mendoza en 1949 lleva el sello del pensamiento de Marechal, presentación que luego fue publicada en un libro que se tituló “La Comunidad Organizada”.
 
Nunca, ni aún en los años más duros ocultó su adhesión política: “Como sistema político económico social, yo diría que el justicialismo es perfecto: se basa en una doctrina de “tercera posición”, ubicada entre un “capitalismo” agonizante y un “socialismo” extremo que lucha todavía, creo que inútilmente, por adaptare al rigor abstracto de las teorías a la contingencias de un mundo real y concreto, y que se desdice y agota en esa lucha estéril. Por el contrario, el “justicialismo”, lejos de fomentar una “lucha de clases” en verdad suicida, trata de armonizar y jerarquizar las “clases” entre sí, para que cada una cumpla la “función” que le es propia en el organismo social, porque cada “clase social” no es un conjunto de hombres agrupados arbitrariamente, sino una función necesaria e inalienable que debe jugar con las otras en armonía y sólo teniendo en cuenta la salud del organismo social”
 
Y se entusiasmaba al afirmar: “En el caso del “justicialismo, con abstracción de sus muchos aciertos y sus muchos errores, se logró lo más grande que podía conseguirse entonces: el esclarecimiento y puesta en obra de una “conciencia nacional y popular”. Se logró, en suma, convertir una “masa numeral” en un “pueblo esencial”, hecho que tuvo, tiene y tendrá consecuencias muy previsibles. Fácil es advertir que desde 1955, con ausencia del justicialismo, esta nación es ingobernable como no sea por la policía o la “metapolicía”, término que acabo de inventar…”
 
Pero Marechal siempre estuvo abierto a un espíritu crítico que también aplicaba al Movimiento al que adhería, no eludía señalar errores: “Entre los errores del justicialismo en su primera encarnación, no pocos se redujeron a “exteriorizaciones irritantes” que se debieron y pudieron evitar. Su mayor error a mi juicio, fue el de haber realizado una revolución “a medias”: una revolución debe ser integral, porque, si se hace a medias, en la otra mitad no tocada subsisten anticuerpos que la derrotarán al final. Y lo comprobamos en 1955”
 
En otro reportaje decía: “El movimiento me ignoró. Y lo justifico, porque estaba sobre todo preocupado por solucionar problemas económicos más perentorios. No creo, desde luego, que se deba hacer eso; una resolución debe solucionar todos los problemas paralelamente. Y se produjo un hecho muy curioso: la intelectualidad argentina, antiperonista en su mayoría, y que me conocía bien, personalmente, me excluyó de su seno. Por otro lado, los peronistas prácticamente ignoraron mi existencia: ponía el acento sobre los aspectos populistas de la cultura”
 
Marechal cuestionó que se usara a la orquesta del Colon para tocar tangos o el escenario del Colón para representar el Conventillo de la Paloma.
 
En tanto el 21 de octubre de 1965 en Confirmado decía: “Soy peronista. El peronismo, que fue cristiano, digan lo que digan, transformó una masa numeral en un pueblo esencial. Hay un vieja y pequeña Argentina, representada por la oligarquía, que se obstina en no terminar de morir. Pero todo mejoramiento social que no se funde en la caridad crística ni puede crear una felicidad trascendente.”
 
En el mismo número de la revista afirmaba: “A mi me interesa todo movimiento de liberación social. En concreto, como latinoamericano me interesa la liberación de las trabas que nos impone el imperialismo yanqui. Pero la verdadera trascendencia la visualizo como metafísica y sólo viable mediante Cristo”
 
En 1967 decía en un reportaje realizado por Francisco Urondo: “…yo no era un político; era un adherente y un combatiente. Fui, soy y seré peronista. Me sigo sintiendo peronista. Para mi el justicialismo es la única solución para la Argentina. Incluso los países socialista están encontrando su solución en la tercera posición que siempre alentó el justicialismo”.

Fuente: El Forjista

19 de octubre de 2011

Violencia y poder en el posneoliberalismo


Pablo Dávalos
Los movimientos sociales latinoamericanos confrontaron al neoliberalismo, en las vertientes del ajuste estructural del FMI, así como aquella de privatización y reforma del Estado por parte del Banco Mundial, durante las décadas de 1980 y 1990-2000, con movilizaciones, propuestas y discursos que, por decirlo de alguna manera, cambiaron el focus de la política y abrieron el horizonte emancipatorio a nuevas ideas y lograron poner al neoliberalismo a la defensiva.
Fueron esas movilizaciones las que crearon las condiciones de posibilidad para la emergencia de gobiernos críticos al neoliberalismo y que, en primera instancia, dijeron adscribir a aquellas tesis, propuestas y discursos de los movimientos sociales del continente. Fue esta adscripción y esta referencia a los movimientos sociales la que produjo la sensación de que en América Latina se vivía una “primavera política” con gobiernos progresistas, democráticos y anclados en las demandas populares. Empero, el tiempo habría de demostrar que la “primavera política” era más un espejismo que una realidad. Los gobiernos que emergían del neoliberalismo y que se autocalificaban como progresistas o socialistas para desmarcarse de los regímenes neoliberales, en realidad, representaban una continuación del neoliberalismo por otros medios. Para los movimientos sociales de la región, esta constatación tenía un sabor amargo que tuvo consecuencias importantes. Muchos intelectuales, líderes y estructuras organizativas han sido coopatadas en el aparato gubernamental, y los espacios políticos en los cuales situar una crítica han sido reducidos de manera significativa.
Ahora bien, hay un hilo conductor entre todos los gobiernos de la región y de alguna manera se inscribe en una especie de modelo de dominación política común a todos ellos. En el presente texto se esboza la hipótesis de que América Latina está entrando en un momento de la acumulación capitalista que se caracteriza por el despojo territorial, el control social, la criminalización a la resistencia política, la conversión de la política en espectáculo y la concesión de la soberanía política tanto a los inversionistas cuanto al crimen organizado, en un contexto de globalización financiera y especulativa que ha generado un cambio importante en los patrones de la dominación política. Todos estos fenómenos remiten, en consecuencia, a las nuevas formas que asume la política, la hegemonía y la violencia de la lucha de clases en la región. Ese momento de la historia que continúa al neoliberalismo pero desde una visión diferente de la violencia, lo denomino como “posneoliberalismo”[1]. La violencia del capitalismo tardío, en América Latina, en consecuencia, se ha transformado en una violencia posneoliberal.
Los modelos de dominación política y la violencia
Durante la democracia neoliberal la violencia y el uso estratégico del miedo siempre estuvieron inscritos en la trama del mercado, la economía y el uso disciplinario del discurso de la crisis. El Estado era el soporte que legitimaba esta violencia, pero las políticas de ajuste del FMI y las políticas de privatización del Estado, eran en sí mismas violencia que desgarraba al tejido social a nombre de la economía y sus prioridades. La represión, la persecución, el control, el autoritarismo gubernamental, siempre acompañaron a la lógica del ajuste económico y del mercado, y no suplantaban a la violencia de los mecanismos automáticos de los mercados, ni los impostaban, más bien los reforzaban.
Sin embargo, a partir de la transición hacia los gobiernos posneoliberales la violencia deja el territorio de la economía y el uso estratégico del discurso de la crisis, para asumir un ropaje directamente jurídico-político. Esa transición de los mecanismos y dispositivos de la violencia y el miedo forman parte de los procesos de acumulación por desposesión y del cambio institucional del posneoliberalismo y de sus necesidades de dominar desde el consenso, es decir, la hegemonía. Esta imposición solamente se logra articulando la violencia dentro de un marco de legitimidad. Esta articulación de la violencia al interior de la legitimidad y el reconocimiento social caracteriza a los actuales modelos de dominación política en los países latinoamericanos.
El neoliberalismo, al desarticular y privatizar al Estado y trasladar hacia el mercado la regulación social, tiene que hacer del mercado un espacio de violencia legítima y natural. Las personas tienen que reconocer la violencia del mercado como violencia natural. En el mercado no hay solidaridades, no hay reciprocidades, no hay afectos, no hay lazos que no sean aquellos estratégicos del costo-beneficio. Esa violencia del costo-beneficio, en el neoliberalismo, se convierte en violencia histórica y en fundamento social. En cambio, en el momento posneoliberal puede apreciarse que la violencia retorna nuevamente al Estado. ¿Qué consecuencias tiene este proceso? ¿Qué significa el hecho de que la violencia “regrese” al Estado cuando el Estado siempre fue el locus de la violencia legítima? Ahora bien, quizá sea necesaria una reflexión previa para comprender el alcance y magnitud del retorno de la violencia a su matriz jurídico-política durante la transición posneoliberal y la conformación de aquello que puede denominarse como los nuevos modelos de dominación política en América Latina.
Las “democracias restringidas” del neoliberalismo
El neoliberalismo se impuso en América Latina por la vía de las dictaduras militares de los años setenta que utilizaron el terrorismo de Estado para provocar las transformaciones neoliberales. Este terrorismo estatal condujo a verdaderos genocidios y guerras en contra de la población, en especial durante la década de los setentas e inicios de la década de los ochentas, como fueron los casos de la “guerra sucia” en Argentina, en Chile, en Brasil, en Uruguay, en Paraguay, en Guatemala, y las guerras civiles de Nicaragua y El Salvador. En ese entonces se acuñó la frase de “guerras de baja intensidad” para la represión en contra de la población a nombre de la cruzada neoliberal. Así, neoliberalismo y terrorismo de Estado conjugaron una misma prosa y procedían desde una misma lógica. Las prioridades del mercado implicaron, en eso casos, el recurso al genocidio, en el sentido más real del término.
Las sociedades latinoamericanas resintieron de esta violencia y, de alguna manera, trataron de confrontarla, neutralizarla y resolverla. La transición a la democracia en América Latina, que se produjo en la década de los ochenta y noventa, en ese sentido, fue algo más que un proceso político de reinstitucionalización jurídica, significó un largo camino de recuperación de la paz social. Sin embargo, las dictaduras latinoamericanas crearon una heurística del miedo que contribuía a paralizar a las sociedades incluso en el proceso de transición a la democracia.
El retorno a la democracia se hizo en un contexto de crisis económica y de imposiciones de duros programas de ajuste económico impuestos desde el FMI y con el contubernio de las elites locales. El FMI no tenía ningún escrúpulo social ni ético para imponer sus duras recomendaciones. El FMI provocaba de forma intencional recesión, pobreza y concentración del ingreso, y para conseguirlo también procedió de la misma forma de las dictaduras militares: apelando al terrorismo económico[2]. Ese terrorismo económico se sustentaba en el uso estratégico del miedo y éste, a su vez, se definía, estructuraba y expandía desde la lógica de la crisis y la incertidumbre económica. El FMI situó sus prescripciones económicas sobre un tejido social que había sido profundamente desgarrado por la violencia genocida de las dictaduras militares.
La violencia del terrorismo de Estado y la violencia del terrorismo económico fracturaron a las sociedades de forma radical. Generaron un miedo permanente que obligaba a las sociedades a recluirse en sí mismas. Asumieron como prioridad la ruptura de todos los  lazos de solidaridad social como recurso de sobrevivencia individual. Fue sobre ese miedo que pudo operar la lógica monetaria del FMI. El miedo provocado desde la economía fracturaba cualquier referente de futuro. Cuando se miraba hacia delante los pronósticos eran sombríos. El FMI se había encargado de inscribir sobre el futuro de las sociedades aquella inscripción que encontró Virgilio a la puerta del infierno: Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza. El discurso de la crisis económica del FMI era apocalíptico. Sus razones eran falaces pero el miedo que provocaron era real, demasiado real.
El miedo era la materia prima de la violencia neoliberal. Pero se trataba de un miedo difuso. A diferencia del miedo provocado desde las dictaduras militares y de su terrorismo de Estado que siempre fue focalizado, el miedo que se creaba desde la economía neoliberal era una situación que atravesaba toda la conciencia social  y se instalaba de modo permanente en todos sus resquicios. Que contaminaba todos los lazos sociales. Que corroía las solidaridades. Que desmovilizaba y atomizaba. Mientras que en el terrorismo de Estado de las dictaduras militares, el locus del miedo radicaba fuera de la sociedad y podía ser señalado, adscrito y responsabilizado con nombres y apellidos (Pinochet, Videla, Ríos Mont, etc.), en cambio, con el mercado y sus mecanismos automáticos de precios, el miedo se interioriza en toda la sociedad. Nadie está libre de sus prescripciones y admoniciones. El miedo ingresa en la subjetividad de cada persona y tiene como propósito fracturar toda esperanza por fuera del mercado y la economía. Para triunfar desde la lógica del mercado no existe el “nosotros”, porque el éxito nunca es colectivo, porque el tiempo personal imposta y fractura al tiempo social. Con ese miedo interno, cada persona se convierte en un naúfrago que tiene que buscar la forma de sobrevivir pero a costa de los demás. Para el neoliberalismo y su ideología del éxito los demás siempre son una amenaza. El neoliberalismo convierte a los seres humanos en sobrevivientes. No hay solidaridades. No hay futuro. Entre el triunfo y el fracaso no hay términos medios. El miedo al fracaso se graba con fuego en la subjetividad de las personas. Solo pueden triunfar los más aptos, los más eficaces. El miedo en el neoliberalismo es la apelación al darwinismo más radical y aparece como determinismo de las fuerzas ocultas del mercado ante las cuales nada ni nadie puede cambiarlas. Si no se puede cambiar al mundo entonces, dice el ethos neoliberal, hay que adaptarse a él.  Con ese miedo difuso y extendido, la represión desde el Estado podía asumir formas homeopáticas. El miedo destruía la capacidad social de respuesta y confrontación a la lógica neoliberal de la crisis. El miedo hacía que cada quien busque cómo salvarse por sí mismo sin jamás detenerse a pensar en los demás. En la ideología de la eficacia que propugnaba el neoliberalismo nunca existió el concepto de sociedad, peor aún el de solidaridad. Los demás eran para ser manipulados en beneficio propio. Eran un recurso estratégico que tenía que ser utilizado de forma eficaz. El neoliberalismo desgarraba las solidaridades sociales y hacía de las sociedades islas de muchedumbres de individuos egoístas y estratégicos. Hombres y mujeres que luchaban por su sobrevivencia y que habían roto toda solidaridad e identificación con su propia sociedad. De ahí que la sociedad resienta del Estado, porque ese miedo se generaba desde la matriz estatal y su violencia legítima. Las políticas de ajuste estructural eran violencia pura y dura, pero la sociedad no vio detrás de esta violencia al FMI sino al Estado. El responsable de la crisis no era el FMI ni las relaciones de poder que emergían de la globalización y la acumulación del capital, sino el gobierno que generaba déficit fiscal por un gasto irresponsable. Tal fue la ideología inherente a la estrategia del miedo por parte del neoliberalismo monetario del FMI.
Precisamente por ello, la lógica del ajuste económico del FMI acudía al expediente de las cifras macroeconómicas y de un discurso incomprensibles para la mayoría de la población e inscrito en un metalenguaje de conceptos abstrusos, que tenían el propósito de crear confusión e incertidumbre. El FMI nunca le dijo a la sociedad que sus prescripciones eran para salvar la moneda, a los bancos y al capital financiero, y posibilitar la transferencia neta de capitales por la vía del pago de la deuda externa. Empero, la sociedad consideraba que las razones tecnocráticas del FMI para resolver la crisis eran preferibles al terrorismo de Estado de las dictaduras militares. De esta forma, el miedo contaminó a la democracia naciente y la paralizó como posibilidad de memoria e historia. La convirtió en escenario puro, en una entelequia que no alteraba para nada los centros reales del poder. En rehén de las necesidades del mercado. La democracia se revelaba impotente para conjurar las imposiciones neoliberales del FMI. Las prescripciones del FMI no eran solo monetarias, en realidad eran políticas y apuntaban al desmantelamiento de la misma sociedad por la vía de la destrucción del Estado como sentido de lo público y lo social. El FMI alteraba no solo el sentido de la acumulación del capital sino también los mecanismos de la dominación política.
De este modo, la democracia del neoliberalismo tenía el propósito real de crear los marcos jurídicos e institucionales que permitan la imposición del ajuste económico y, además, procesar su aceptación y reconocimiento por parte de las sociedades, de ahí sus constantes apelaciones a la gobernabilidad del sistema como recurso de disciplina, orden y obediencia a los designios naturales del mercado. Por ello, una de las características de las democracias del ajuste económico era la de crear distancias con la violencia genocida de las dictaduras militares de los años precedentes para procesar, justamente, las nuevas formas de violencia que ahora asumían la forma de la gobernabilidad del sistema, es decir, la administración de los consensos y los disensos desde una lógica explícitamente disciplinaria en la cual la violencia del mercado era el locus del miedo y la disciplina. La democracia liberal se convirtió, de esta forma, en dispositivo de disciplinarización social.
El terrorismo económico del FMI de alguna manera prometía una salida al final del túnel si se hacían las cosas de acuerdo a sus prescripciones y, luego del retorno a la democracia, en un contexto de derechos y elecciones. Para las nacientes democracias latinoamericanas la violencia de Estado, tal como funcionó durante las dictaduras, era inaplicable. Se aceptaba la violencia económica porque el discurso de la crisis la hacía aparecer como algo fuera de la sociedad y que obedecía a causas imponderables y casi naturales[3]. La apelación al darwinismo económico, implícito en la lógica del mercado y que tiene en el discurso ideológico de la “eficiencia” uno de sus momentos más importantes, fracturaba cualquier posibilidad de que la sociedad pueda atenuar y controlar la violencia del mercado. Por la apelación a un orden natural y fuera de toda referencia social, la violencia económica del mercado, durante la era neoliberal, siempre fue biopolítica.
Sin embargo, las democracias latinoamericanas fueron poco a poco recuperando espacios e imponiendo un discurso de derechos humanos como políticas de Estado, de forma independiente a la conducción de la economía. Mientras más hablaban de derechos humanos más legitimidad tenían esas democracias, pero no les servía para nada cuando se enfrentaban a la lógica implacable del ajuste económico del FMI. El discurso de los derechos humanos se convirtió en un discurso movilizador y legitimante del modelo de dominación política que se estaba poniendo en marcha en la región. Mientras más se avanzaba en materia de derechos humanos más se perdía de vista el rol de la violencia del mercado como regulador social. De esta manera se producían fracturas radicales entre el discurso político que convergía hacia un enfoque de derechos humanos y la economía que trasladaba las decisiones de soberanía política y territorial hacia los inversionistas y sus inversiones. No hay texto Constitucional en América Latina que no conjugue la prosa de los derechos humanos. De hecho, el mismo sistema de Naciones Unidas (el PNUD entre ellos), ha logrado la convergencia entre la gobernabilidad (como mecanismo de disciplina social) y los derechos humanos en casi todos los gobiernos de la región. Todos los gobiernos de América Latina, de hecho, suscribieron entusiastas ese enfoque de derechos humanos alejado de toda conflictividad política cuando aprobaron a inicios de la década del 2000, los Objetivos de Desarrollo del Milenio propuestos, entre otros, por el Banco Mundial y el PNUD.
De ahí que podría aparecer como una relativa sorpresa la criminalización a la protesta y movilización social bajo la figura del “terrorismo organizado” y “sabotaje”, a todas las formas de movilización y resistencia social en América Latina, algo que no se había visto ni en los momentos más radicales del neoliberalismo y que se produce en el contexto de sistemas políticos que adscriben a los derechos humanos en todas sus formas. En realidad, esas acusaciones de sabotaje y terrorismo para las organizaciones sociales dan cuenta que el tiempo político de la violencia neoliberal de mercado había llegado a su fin. Evidenciaban que sistemas políticos con enfoques de derechos humanos y acumulación de capital con criminalización social son dinámicas congruentes y coherentes entre sí. Generalmente, a más derechos humanos, más violencia de la acumulación de capital. Demostraban también que ese formato del miedo en su escenario de crisis económica e incertidumbre, que nacían desde la lógica del mercado, habían quedado atrás. Que la sociedad estaba, de alguna manera, inmunizada al terrorismo económico en la versión del ajuste neoliberal y que éste había perdido sus espacios de maniobra por lo que la dominación política necesitaba de forma urgente una recomposición.
El evento clave que lo explica está en la resistencia y movilización social y en la dureza de la violencia neoliberal en su formato de políticas de ajuste macrofiscal y privatización del Estado que se impuso en América Latina. En efecto, la violencia económica de esta crisis provocó un vacío social y de credibilidad al sistema político y a sus dispositivos de dominación. Las sociedades y las organizaciones se movilizaron en toda latinoamérica en contra de la dureza del ajuste económico, lo resistieron y, finalmente, lo derrotaron, de ahí la emergencia de los autodenominados gobiernos progresistas de la primera década del 2000 en América Latina y la presencia de fuertes movimientos sociales en casi toda la región. Las sociedades ya no estaban dispuestas a confrontar sin resistencias al discurso de la crisis, el ajuste fiscal y la privatización, sobre todo cuando habían visto la forma por la cual el sistema político protegió a los responsables directos de la crisis (generalmente el capital bancario y financiero) y, en una actitud de claro cinismo político, se encargó de que los costos de esa crisis sean socializados al conjunto de la población.
Los gobiernos posneoliberales saben que esa apelación al discurso de la crisis económica para imponer medidas y salvaguardar los equilibrios económicos ahora son imposibles, porque representan un recurso gastado del poder que pondría a la sociedad en su contra, lo que implicaría, para ellos y en sus cálculos más inmediatos, perder las elecciones futuras. Por eso, casi todos los gobiernos de la región han abandonado toda referencia a la economía como discurso político, en especial el discurso de la estabilidad macroeconómica, de la disciplina fiscal, entre otros, y han optado por inscribir de lleno sus posibilidades en el discurso político y en la utilización estratégica del gasto fiscal, con ello, han provocado un cambio en el formato de la dominación política y en sus dispositivos de violencia. Este modelo necesita crear las convergencias necesarias de grado o por fuerza. Necesita también administrar los consensos y los disensos dentro de los límites del sistema político liberal.
Los que consienten y asienten pueden ser disciplinados al interior de las coordenadas liberales de las instituciones y las elecciones. Los que disienten deben aprender del peso de la ley y el orden. Dayuma  en Ecuador, Atenco en México, el TIPNIS en Bolivia, Bagua en Perú, entre otros eventos de movilización social, represión y criminalización, tenían el objetivo de crear un efecto demostración para aquellos que disienten. La represión tenía un mensaje explícito: los próximos seréis vosotros.
Por ello puede decirse que el agotamiento del discurso neoliberal de la crisis produce la transición del locus de la violencia. Si la violencia ya no cumple su rol disciplinario en el mercado entonces tiene que retornar al Estado. La economía se subsume al Estado (es decir, a la política) y desde esa dinámica la sociedad ya no puede ni debe existir por fuera del Estado. Es este proceso de transición de la violencia de los mecanismos automáticos del mercado hacia los dispositivos centralizadores del Estado que caracteriza al posneoliberalismo como un momento diferente del neoliberalismo, porque quien confronte y resista la violencia política de la acumulación capitalista (es decir, la lucha de clases) ahora se confronta de manera directa con la violencia del Estado. En adelante, todos aquellos que disienten del Estado y sus políticas pueden ser puestos a su margen y, en consonancia con ello, pueden ser juzgados como personas fuera de la ley y el orden. El Estado liberal, en consecuencia, debe convertirse en el único espacio posible desde el cual consentir o disentir. Todo dentro del Estado, nada fuera de él. Se produce, entonces, un cambio en el locus de la violencia: de aquella violencia que desmantelaba al Estado en beneficio del mercado, hacia aquella violencia que reduce la sociedad al Estado. En ambas, se instrumentaliza al Estado en función de la acumulación capitalista. Se lo separa de la sociedad para confrontarla con ella. Para los neoliberales en la versión del FMI el Estado provocaba graves problemas económicos, y de ahí su necesidad de reducirlo a su mínima expresión. Para el posneoliberalismo, la sociedad no debe existir por fuera del Estado porque éste es la garantía jurídica de la acumulación por desposesión del momento posneoliberal.
El nuevo modelo de dominación política: Terrorismo y contraviolencia
Si en el neoliberalismo del Consenso de Washington la violencia tenía su locus en el mercado, en el posneoliberalismo ese locus retorna al Estado. Pero no se trata del Estado de bienestar ni del Estado de industrialización, se trata del mismo Estado del neoliberalismo que ahora asume el interés general como mecanismo legitimante de la dominación política y la acumulación de capital y, como tal, también se transforma.
Si el Estado representa el monopolio legítimo de la violencia, entonces ésta necesita de un sustrato jurídico que establezca sus límites y posibilidades. Sabemos que la violencia nunca es un fin en sí mismo, es un medio y lo que necesita legitimidad, en última instancia, son esos medios. Para que la violencia se legitime necesita del derecho, y éste tiene su locus natural en el Estado. El derecho es el envés de la violencia. Ahora bien, la violencia crea también su propia dialéctica en la contraviolencia. Y la contraviolencia también disputa su derecho a ser reconocida como legítima.
Entre la violencia y la contraviolencia media el derecho, la política y el conflicto político, vale decir, la lucha de clases. En esa dialéctica, la violencia necesita del derecho para legitimarse y establecer desde ahí sus condiciones y conservar su legitimidad. En el liberalismo, el derecho es la sedimentación y condición de posibilidad de la violencia del sistema. El derecho hace que la violencia del sistema aparezca como legítima, consensual y necesaria. Si no existiese esa violencia legítima, los intereses individuales desgarrarían a la sociedad de forma irremisible. El derecho funda al Estado legitimando la violencia. Pero en el capitalismo la violencia del sistema es violencia de clase. Aunque parezca paradójico y contradictorio, a más apelación al derecho más violencia. Cuando la sociedad reconoce los derechos en el Estado, asume la legitimidad de la violencia de clase y resigna la legitimidad de su propia contraviolencia. En el Estado de derecho se reconoce el monopolio legítimo que tiene el Estado al uso de la violencia y, al mismo tiempo, se resigna la capacidad de contraviolencia legítima.
Como lo establece Walter Benjamin: “… el derecho una vez establecido, no renuncia a la violencia. Lejos de ello, (la violencia, P.D.) solo se convierte verdaderamente en fundadora de derecho en el sentido más estricto y directo, porque este derecho no será independiente y libre de toda violencia, sino que será, en nombre del poder, un fin íntima y necesariamente ligado a ella”[4]. Derecho y violencia, en el capitalismo, expresan una misma realidad y una misma dinámica de la dominación de clase.
Esta distinción es importante para comprender el sentido real que tiene la expresión “Estado de derecho” y las apelaciones al derecho que se hacen desde el posneoliberalismo. Es desde esta apelación y recurso al derecho que se va a criminalizar y perseguir a la sociedad, es decir, negar el derecho de la sociedad a resistir la violencia del sistema.
En efecto, la violencia del Estado, por más legítima que sea, no se ejerce sobre un vacío, sobre un espacio libre de resistencias u oposiciones, todo lo contrario: la sociedad resiente esa violencia del Estado y la resiste, la contrapone otros tipos de contraviolencia; trata de sustraerse a la violencia del Estado de mil y un formas; le da rodeos; la encierra en laberintos creados desde su propio imaginario; la desafía; la escabulle; la engaña. A la violencia legítima del Estado le corresponden respuestas hechas desde la sociedad que pueden asumirse como una vasta red de contraviolencias legítimas. La violencia, en consecuencia, siempre implica una dialéctica. Una de las representaciones más visibles de la contraviolencia legítima es el derecho a la huelga que tienen los trabajadores: “… las organizaciones laborales son en la actualidad, junto al Estado, los únicos sujetos de derecho a quienes se concede un derecho a la violencia … En este sentido el derecho de huelga representa, desde la perspectiva del sector laboral enfrentada a la violencia del Estado, un derecho de utilización de la violencia al servicio de ciertos fines”, escribe Benjamin[5].
El derecho de huelga es contraviolencia legítima a la violencia legítima del Estado. Forma parte de la dialéctica de la violencia y de la dialéctica de la lucha de clases. Los trabajadores acuden al derecho de huelga como mecanismo de última instancia y para defenderse de la violencia del capital. Pero el derecho de huelga, en realidad, representa la posibilidad de abrir un espacio al interior del derecho para que pueda albergar la contraviolencia a la violencia del Estado. El derecho de huelga, es el derecho a la protesta, a la movilización, a los levantamientos, en fin, es el derecho de decirle no al sistema de poder. Es esa posibilidad de decir no, la que está en juego con la apelación al derecho cuando se menciona al Estado como el interés general, y que indica el cambio en el modelo político de dominación.
En el nuevo modelo de dominación política del posneoliberalismo se extiende la esfera del derecho para suprimir la dialéctica de la violencia-contraviolencia y convertirla en tautología del poder: violencia-violencia. A más Estado de derecho, menos legitimidad tiene la contraviolencia y más susceptible de ser puesta por fuera de la ley y el orden, es decir, criminalizada. A más Estado liberal menos espacio tiene la contraviolencia legítima de las organizaciones sociales.
Pero el Estado no es un concepto vacío de relaciones de poder. El Estado expresa, precisamente, esas relaciones de poder. El Estado al que se hace referencia es el Estado capitalista y como tal forma parte de los entramados de la acumulación del capital[6]. No existe un “interés general” que sea independiente de las relaciones de poder y dominación que atraviesan y constituyen una sociedad. El Estado, cualquiera sea su formato, expresa esas relaciones de poder y las legitima. La noción de “interés general” vacía de relaciones de poder a la sociedad pero en nombre de nuevas relaciones de poder, y lo hace para evitar que las resistencias y oposiciones a las nuevas relaciones de poder tengan espacios de maniobra que la puedan acotar.
Entonces, cuando el Estado retorna a sí mismo como “interés general”, tiene que subsumir, absorber a la sociedad en su propia violencia, tiene que reducir a la mínima expresión la contraviolencia que existe contra su propia violencia. Nadie puede ni debe reclamar sobre esa violencia porque representa el sentido de la historia. A medida que el Estado asume esa violencia como derecho y desaloja del derecho a quienes había reconocido como portadores de contraviolencia, el Estado puede asumir que quienes lo cuestionan y lo confrontan merecen todo el peso de la ley porque están en contra del continuum de la historia, porque están en contra del “interés general”. Este “interés general” se convierte en un proyecto que se sitúa por encima de toda la sociedad, que quiere impostarla y, al mismo tiempo, anularla.
Como lo expresa Bolívar Echeverría: “Resistirse a esa forma, atentar contra ese continuum de su historia, equivale a ejercer violencia contra la marcha consagrada de las cosas; por esta razón, toda actividad política que se atreva a no comportarse “constructivamente” con  respecto al “proyecto de nación” tras el que se escuda el Estado capitalista es ya, en principio, violenta: implica un atentado, un boicot, una acción destructiva. Su contraviolencia, que en el escenario consagrado de la política aparece como si fuera una violencia inicial y no una violencia que responde, sería esa “violencia contraria a la civilización” que el Estado adjudica a la izquierda política”[7].
Se trata, en definitiva de contraviolencia que aparece en la dialéctica de la violencia del Estado. Pero, en virtud de que el Estado reclama para sí la representación de la sociedad puede desalojar toda la contraviolencia que la sociedad puede oponer a la violencia legítima del Estado, y asumir un monopolio de la violencia en el cual no existe contraviolencia, es decir, no hay posibilidades de defenderse de la violencia del Estado, en términos históricos se entiende. La dialéctica de la violencia legítima del Estado y su contraviolencia de la sociedad se convierte en la tautología de la violencia estatal.
Esta reflexión puede ayudarnos a comprender el transfondo de varias expresiones de algunos presidentes latinoamericanos cuando los movimientos sociales se oponen a las derivas extractivas de la acumulación por desposesión, como la acusación de Evo Morales, Presidente de Bolivia que descalificó a la marcha de las organizaciones sociales que defendían el TIPNIS de la construcción de una carretera, o aquellas declaraciones de Lula, entonces Presidente de Brasil, en contra de las organizaciones sociales que defendían su territorio de la soja y la minería abierta a gran escala, o aquella de Rafael Correa, Presidente del Ecuador, durante los eventos de Dayuma en 2007, cuando dijo textualmente: quienes se oponen al desarrollo son terroristas, o la criminalización y persecución a los pueblos Mapuches que hicieron los gobiernos de la Concertación en Chile.
Estas posiciones y declaraciones dan cuenta de la construcción de un nuevo modelo de dominación política. Cuando el Estado le arranca a la sociedad el derecho que ésta tiene para defenderse de la violencia “legítima” del poder, entonces puede situar los conflictos políticos, que por definición implican violencia y contraviolencia (puede ser simbólica, institucional, jurídica, etc.), en un plano de confrontación directa entre el “interés general”, es decir, el Estado, y quienes se oponen a este interés general.
La apelación a un estatuto de “enemigo público” es correlativa a esta forma por la cual el gobierno se irroga una representación general y hace de la violencia y del derecho los medios por los cuales se impone a la sociedad. Ese “enemigo público” del interés general encarnado en el Estado, es el “terrorista”.
Con el modelo de dominación política del posneoliberalismo se crea una figura que coincide con la Doctrina Bush y que tiene en el “terrorista” y en el “terrorismo” sus argumentos de legitimidad. Con este expediente de calificar de “terroristas”  a todos aquellos que cuestionen, critiquen o que, en definitiva, opongan a la violencia del Estado la contraviolencia de la sociedad, las movilizaciones de la población en contra de la minería abierta a gran escala, contra las represas hidroeléctricas, el monocultivo, los transgénicos, los servicios ambientales, y demás formas de la acumulación por desposesión, tendrán que vérselas directamente con el Estado. Los levantamientos indígenas, las movilizaciones sociales, las marchas, las huelgas, las manifestaciones populares, entre otras formas de contraviolencia legítima, corren el riesgo de ser calificados de “terroristas” y de ser tratados a este tenor. Las figuras del terrorista y del terrorismo son, por tanto, consustanciales al modelo de dominación política del posneoliberalismo y al Estado de derecho.
El modelo de dominación política del posneoliberalismo
Ahora bien, si el posneoliberalismo necesita de un Estado fuerte es para asegurar la seguridad jurídica y la convergencia normativa. La disidencia y el cuestionamiento hacia la razón de Estado que puedan realizar las organizaciones sociales puede crear “inseguridad jurídica”, y esto ahuyenta a los inversionistas. Sin inversión extranjera directa, dicen los gobiernos posneoliberales, no hay crecimiento económico y sin éste no hay ni empleo ni ingresos. Éste es el núcleo que une la criminalización social con la acumulación del capital.
Cuando está de por medio una dinámica en virtud de la cual la acumulación del capital está en su fase extractivista que implica desposesión territorial y pérdida de soberanía, es lógico suponer que quienes se oponen a esas dinámicas de acumulación por desposesión entran en conflicto directo con el Estado, no con las corporaciones transnacionales ni los inversionistas. Si el Estado ha concesionado un territorio para la minería, o para los ejes multimodales (por ejemplo IIRSA), quien confronte, critique, cuestione y se oponga a esas concesiones tendrá que vérselas de forma directa con el Estado, no con los inversionistas que operan en esas concesiones ni con sus empresas.
El Estado protege y ampara a la inversión y al inversionista por sobre su misma sociedad y crea instrumentos jurídicos a este tenor, si no recuérdese todos los artículos sobre la protección al inversionista y a las inversiones que constan en todos los Tratados de libre comercio que han suscrito varios países de la región e, incluso, las leyes específicas que han sido aprobadas para defender el estatuto jurídico de los inversionistas. Si la sociedad resiente del inversionista y sus inversiones porque considera que afectaría a sus derechos, entonces, la sociedad puede ser criminalizada y perseguida porque el derecho de propiedad es el centro de la transformación posneoliberal y debe ser garantizado y protegido sobre cualquier otra consideración. Afectar al derecho de propiedad es afectar la razón misma del derecho moderno e irse en contra del Estado como interés general.
De esta forma, la violencia retorna al principio jurídico-político del Estado liberal del siglo XIX. La violencia está hecha para disciplinar al interior de los marcos jurídico-políticos establecidos desde la acumulación capitalista. Es por ello que el Estado posneoliberal puede adscribir a las nociones del derecho a la defensa anticipada de la Doctrina Bush y asumir la confrontación contra el Estado como un delito imputable a la figura del terrorismo.
Ahora resulta transparente el trasfondo de considerar como terroristas a todas las organizaciones sociales que se oponen al “desarrollo” (es decir, la acumulación capitalista por desposesión).  Por supuesto que no se trataba del “desarrollo”, al menos en una versión que haría pensar al estructuralismo latinoamericano de sus primeros años, tampoco se trataba de la versión tradicional de las fuerzas de mercado como condición del desarrollo. El “desarrollo económico” , en cualquiera de las versiones del término, no tenía nada que ver con la violencia que se está suscitando desde el posneoliberalismo. La criminalización social que se está produciendo en la región es la constatación de que algo más profundo y denso se había producido en los mecanismos de la dominación política. A ningún gobierno neoliberal se le habría ocurrido decir que oponerse a las políticas de ajuste significaba un acto de terrorismo. El neoliberalismo hablaba de gobernabilidad y gobernanza, mas no de terrorismo. Es el posneoliberalismo el que enuncia el terrorismo como figura política de disciplina, control y sometimiento. 
La apelación al terrorismo se la hace en referencia al extractivismo y las resistencias sociales que provoca. Cuando se establecía una ecuación de igualdad entre la oposición al “desarrollo” y el terrorismo, se estaba generando un mensaje bastante claro para aquellos que se oponen al extractivismo, es decir, las organizaciones sociales que estaban movilizándose en oposición a la minería abierta en gran escala, a la ampliación de la frontera hidrocarburífera, a los servicios ambientales, a los ejes multimodales de transporte, a los transgénicos, a la privatización del agua, entre otros.
Puede verse, por ejemplo, que la mayoría de gobiernos de la región nunca utilizan el expediente del terrorismo en contra de su propia oposición política. Ni Evo Morales, ni Rafael Correa, ni la Concertación en Chile, ni Lula, entre otros, calificaron a la oposición política como “terroristas”. La utilización del terrorismo fue exclusiva para la persecución a los dirigentes sociales y populares que se oponían a las derivas extractivistas que estaban en función de la acumulación del capital en su momento de desposesión territorial. Fueron los dirigentes sociales que defendían sus territorios, sus recursos, su propia vida, los que fueron perseguidos bajo la acusación de terrorismo.
En el posneoliberalismo el modelo de dominación política disuelve en el vacío jurídico las resistencias sociales y las criminaliza. No hay opciones de oponerse a la violencia legítima del Estado. Es un modelo de dominación que tiene que recurrir a un control panóptico de la sociedad. Que tiene que provocar inseguridad social permanente. Que recupera el miedo pero ahora por fuera de los mecanismos de mercado y de la crisis económica, y que lo inscribe en la misma convivencia social. En el modelo de dominación política del posneoliberalismo la violencia se convierte en cotidiana. La guerra se instaura como algo normal, de todos los días. En el modelo de dominación política del posneoliberalismo los ejércitos vuelven sus armas contra su propia población. Puede ser que se hable de la lucha contra la delincuencia, contra la inseguridad ciudadana, o lo que se quiera, pero la cuestión es que ahora los ejércitos armados se convierten en parte del paisaje urbano. La sociedad se ha militarizado por cualquier pretexto y asume esa militarización como algo normal, como algo necesario. De la misma forma que durante el neoliberalismo asumía como natural y necesarias las recomendaciones económicas del FMI.
Violencia política y heurística del miedo
El sustrato de violencia que caracteriza a los gobiernos posneoliberales forma parte de los procesos de acumulación por desposesión y control disciplinario por medio de procesos institucionales. El posneoliberalismo significa la reconstrucción del Estado decimonónico porque la acumulación del capital ha regresado también al siglo XIX. Con el posneoliberalismo se clausura de forma definitiva el Estado de Bienestar o el Estado de la industrialización.
En el posneoliberalismo el formato de Estado que se convierte en dominante es aquel del “Estado de derecho”; mas, hay que aclarar los términos. Cuando se menciona al Estado de derecho se suele pensar en los derechos liberales y burgueses y, entre éstos, los derechos humanos, los derechos colectivos y los derechos sociales. El Estado de derecho, en realidad, hace referencia al derecho a la propiedad. Los demás derechos se subsumen al derecho a la propiedad al que se lo considera como fundamental y prioritario. De todas maneras, existe una definición que da mejor cuenta de lo que quiere decir “Estado de derecho”, y es aquella de la “seguridad jurídica”. Quienes reclaman seguridad jurídica no son los ciudadanos son lo inversionistas.
Cuando el Estado cambia su estructura hacia la seguridad jurídica se convierte en Estado de derecho[8]. La forma por la cual se producen esas transformaciones es a través de la convergencia jurídica con los acuerdos supranacionales de comercio que tienen en la OMC y en los tratados de libre comercio su garantía última. La reconstrucción del Estado al interior de los procesos de convergencia normativa apela a la violencia jurídica y política y cierra cualquier espacio social solamente a aquellos que constan dentro del Estado y su violencia legítima.
Para el posneoliberalismo, nada puede existir fuera del Estado, incluso la sociedad es acotada a los límites del Estado. Esta versión de Estado es aquella del siglo XIX en donde la burguesía estaba en su proceso de emancipación política y quería controlar a las sociedades a nombre del “interés general”. La violencia del posneoliberalismo radica justamente en esa dinámica de cerrar la política a las dimensiones del Estado. Es por ello la prioridad que tiene en esta coyuntura el cambio institucional, porque las instituciones van a codificar esas relaciones de poder desde la lógica de la razón de Estado y su violencia.
En poco tiempo, los disidentes más radicales y los críticos más tenaces han sido silenciados. El modelo de dominación política no necesitó de la violencia explítica para someterlos y neutralizarlos, sino de la razón de Estado y de la violencia legítima del derecho. Las organizaciones sociales fueron perseguidas, sus líderes criminalizados, sus estructuras sociales violentadas pero, cabe aclarar, al interior del Estado de derecho. Los medios de comunicación que mantenían una línea de oposición crítica también fueron silenciados, independientemente de que hayan correspondido a la derecha política. Su silencio se avaló con las leyes existentes. La violencia que se utilizó contra ellos fue la violencia del derecho, en consecuencia, una violencia legítima. No había, entonces, nada que reclamar. El régimen posneoliberal cerraba los espacios sociales de crítica y de oposición con los recursos que al efecto le daban la ley y el derecho. Siempre había un recurso legal que podía ser utilizado en contra de sus oponentes y, hay que decirlo, siempre fueron utilizados.
El modelo de dominación política del posneoliberalismo no solo que suprime la contraviolencia legítima y que utiliza la violencia legítima en contra de todos sus oponentes, sino que produce una transferencia de esa violencia hacia el partido de gobierno. Al criticar al gobierno no solo que se está cuestionando una forma particular de políticas públicas, algo normal en una democracia, sino que ahora se estaría trasgrediendo la razón misma de Estado, porque en el nuevo modelo de dominación política, los partidos gobernantes son el Estado.
Empero, existe otra dinámica que es inherente al nuevo modelo de dominación política, se trata del miedo como una heurística del poder y del Estado como garante y condición de ese miedo social. En el posneoliberalismo se ha creado un ambiente de incertidumbre, de desconfianza, de confrontación, de ruptura permanente que desgarra permanentemente el tejido social. Ahora nadie está a salvo y, para el poder, nadie es inocente. La frontera de trazada de “o con nosotros o contra nosotros” se convierte en recurso del poder. Pocos son aquellos que pueden desafiar al Estado ahora convertido en condición de posibilidad de un partido político. En este nuevo modelo de dominación política la persecución se asentó en un control panóptico a la sociedad.
Esa inseguridad permanente fractura las solidaridades sociales. Obliga a buscar refugio y escurrirse de los ruidos de la historia. Es una inseguridad que la sienten todos los empleados del sector público que no pueden emitir el más mínimo comentario porque tienen miedo que el panoptismo del poder pase la factura. Es el miedo del hombre o mujer de la calle que se sienten en una amenaza permanente por la delincuencia, el crimen organizado, o la represión pública. Un miedo que paraliza, que corroe, que desarma.