30 de octubre de 2012

¿Qué quiere decir hoy “defender la democracia”?



En los últimos días sonó mucho la palabra “democracia”: por la huelga de gendarmería y prefectura, por la desaparición del testigo Alfonso Severo, por la disputa en torno a la Ley de Medios, por las elecciones presidenciales en Venezuela. En todos los casos, la democracia aparece como aquello puesto en peligro, como algo que podría perderse y es necesario defender. ¿Qué es la democracia para nosotros? ¿Qué quiere decir hoy “defender la democracia”?

Los actores históricamente considerados sus “guardianes”, los partidos políticos, esos que los golpes de estado prohibían y que se habían formado a la luz de la constitución de los estados-nación, hoy se encuentran en etapa de disolución. La politología es una ciencia encargada de lamentarse: ya no hay sistema de partidos. ¿Quién defiende, entonces, a la democracia? ¿Qué actores colectivos la constituyen?

Hagamos un recuento de los colectivos que actúan en el escenario político: organizaciones sociales, clubes de fútbol, grupos empresarios, sindicatos, iglesia, policía, grupos de vecinos. ¿Qué tipo de democracia vemos que se arma? El panorama no es claro, pero es fácil darnos cuenta que no estamos ante aquel sistema que se restauró en 1983, con el gobierno de Raúl Alfonsín.

Hoy las corporaciones y los grupos actúan más como colectivo unificado que los partidos políticos. La formación de los “cuadros” políticos y la gestación de las políticas de gobierno se dan mayormente en esos espacios. Podemos pensar, a modo de hipótesis, que hay operando en lo social un neoliberalismo popular de masas que repele a los partidos políticos como generadores de identidades compartidas y dispone formas de subjetivación más móviles y no ya exclusivamente políticas.

Puede que dentro de este ethos neoliberal el criterio de acción política sea la posibilidad de consumo. Economía y política no se pueden pensar por separado, ahora esa ligazón es evidente aún en los niveles más capilares. Los movimientos que se van dando en ese plano –civil y de las decisiones cotidianas- pueden dar lugar a efectos como lo que Horacio González llamó en estos días “golpismo sin sujeto”, para nombrar al hilo conductor que enlazaría los eventos locales que enumeramos al principio.

Los sectores que en 2008, durante el conflicto con el campo, percibían una voluntad destituyente, hoy alertan respecto de un “clima golpista” en la sociedad. Ahora, ¿creemos que estamos ante un momento de riesgo de golpe de estado? Si la desaparición de Severo, la huelga de las fuerzas de seguridad o las implicancias de la Ley de Medios ocultaran una vocación golpista, ¿no estaríamos ya todos en las calles? ¿Cómo leemos, si no es bajo la fórmula de democracia en riesgo, nuestra actualidad política?

Gendarmería se transformó en el último tiempo en la fuerza de contención social del gobierno, por eso, la forma corporativa que tomó su reacción ante la disminución de los salarios implica una afección a la gobernabilidad. El secuestro de Severo también expresa un conflicto entre las fuerzas de seguridad y el gobierno, sindicatos y clubes de fútbol de por medio. Puede que haya un intento de afectar al poder de Cristina, pero se vuelve intangible cuando intentamos expresarlo bajo la figura de “golpe de estado”. Quizás la misma idea de “clima golpista” esté señalando la insuficiencia de nuestro lenguaje, que no alcanza a nombrar el debilitamiento de un gobierno cuando el caudal de la fuerza política ya no se distribuye en partidos.

¿Cómo se expresa el disenso es un escenario político pospartidario? ¿Cuáles son las vías democráticas de construcción de poderes alternativos? Si las corporaciones son los actores colectivos más significativos, ¿cómo se expresan políticamente? ¿Cómo interpelan al gobierno? Si observamos el caso de la Ley de Medios, el más explícitamente político de los sucesos recientes, vemos que en la movida cacerolera y en la defensa del Grupo Clarín los argumentos también se agolpan en una idea de protección de la democracia, que el mismo gobierno es acusado de estar arriesgando.

Podemos leer este contexto como un momento de fortaleza del gobierno, donde las oposiciones no pueden más que intentar disputar el rumbo de las decisiones, aceptando que la capacidad de gobernar está en manos de la dirigencia. Podemos, por lo contrario, percibir un riesgo de desgobierno y de dispersión que corroe permanentemente la gobernabilidad. ¿Estamos, entonces ante una sociedad nunca antes tan disciplinada? ¿O ante la evidencia de un riesgo radical de desgobierno, que los liderazgos sólo pueden contener ocasionalmente?

En el marco de aquel neoliberalismo popular que mencionamos, podemos situar un juego entre disciplina e insubordinación donde éstos no aparecen como términos excluyentes. Así como un cacerolero vuelve en un minuto a su vida cotidiana y un gendarme, a sus tareas; en un minuto un funcionario del gobierno puede convertirse en ejecutivo del Grupo Clarín. Creemos que no se trata de un individuo como el de los `90 -cerrado aislado microempresarial- sino, más bien, de un individuo que hace grupo todo el tiempo. ¿Hiperpoliticidad que no se fija en identidades durables? ¿Muerte de las ideologías? Depende mucho de a qué llamemos “politicidad” y a qué llamemos “ideología” en esta democracia que se está armando.

6 de octubre de 2012

¿A qué suenan las cacerolas?


El 13 de septiembre hubo cacerolazos masivos en diferentes centros urbanos del país. No es la primera vez que suenan las cacerolas en Argentina, el antecedente más visible son las manifestaciones de diciembre de 2001. En aquel momento, el ruido de las cacerolas de los barrios más acomodados se modulaba según la tónica de los cortes de ruta de los desocupados provenientes de las periferias. Si antes la lucha era una sola entre piquete y cacerola, hoy ¿el cacerolazo quedó sonando solo? ¿O es en dueto con algún otro sector?

Los piquetes en el 2001 eran una forma de interrupción de la maquinaria social por parte de aquellos que no participaban de sus engranajes: los desocupados, que habían quedado en lo márgenes del habitus exitista y consumista que recubrió la década de los ´90 en el país. Junto a los piqueteros, construían su discurso las clases medias urbanas al momento de salir a la calle. Unas clases medias que, vale decir, también se habían visto empobrecidas y precarizadas o  desempleadas.

Hoy nos preguntamos, a modo de hipótesis, si la alianza de los cacerolazos -esta vez más solapada y sin rima que la nombre- es con el proceso iniciado por Hugo Moyano desde su alejamiento del gobierno de Cristina. Si así fuera, veríamos el viejo “piquete y cacerola” desplazado por un “salario y cacerola” o, bien, “sindicato y cacerola”.

La nueva dupla podría explicar por qué resulta insuficiente identificar a los cacerolazos con un sector blanco y de clase media/alta. Esto, teniendo en cuenta tanto que las cacerolas sonaron también en barrios periféricos, como el hecho de parte importante del apoyo al gobierno es de extracto medio/alto (el llamado progresismo).

Moyano, cuyo discurso se basa en la defensa de los asalariados, en particular de los pertenecientes a su gremio, los camioneros, desde hace unos meses comenzó a criticar a la presidenta por “no escuchar a la gente”. “La gente” -el “conjunto de vecinos” de la retórica macrista-, una denominación que parece interpelar a los sectores medios urbanos mucho más que la de “pueblo trabajador”. Puede ser que el líder sindical esté ampliando su lenguaje para incorporar las demandas de esos sectores, desamparados de un liderazgo político de oposición.

Así como en el 2001 los caceroleros identificaban su lucha con la de un sector no-asalariado y empobrecido, en la actualidad quienes empuñan sus cacerolas se hacen eco de un discurso de defensa del trabajador, de sus ingresos (contra el impuesto a las ganancias) y de su capacidad de consumo (contra el cepo al dólar). Es una protesta también dirigida contra los que no trabajan y contra las políticas sociales del gobierno.

¿Qué pasó con uno y otro sector aliado en 2001? Podemos conjeturar un devenir sociológico donde de aquellos que se movilizaron en los piquetes durante los '90 hoy una fracción puede estar inserta en el mercado formal de trabajo, pero es probable que buena parte pertenezca al mundo del empleo informal y, también, de los planes sociales. Los cacerolazos, que hace 10 años marcharon junto con los piqueteros, hoy en buena medida marchan contra ese sector, al calor de la recomposición de un actor social, que es “el trabajador”.

Enumeramos las demandas por las que redoblan las cacerolas: no a la inseguridad/delincuencia; no al control de cambio y liberación del mercado de divisas; no a la corrupción y el manejo arbitrario de los fondos por parte del gobierno, no al gasto público y al clientelismo, no a la Ley de Medios y al enfrentamiento con Clarín. Podríamos resumir a todos en la demanda de “seguridad”, entendida como defensa de la propiedad privada: protección y libre uso del patrimonio, tanto el personal como el de las empresas. 

Desde Moyano hasta Scioli, en el arco opositor que se fue gestando dentro del kirchnerismo, nadie deja de hablar de “seguridad”. El trabajo se asocia a la población en riesgo, la población con acceso legítimo al consumo, que puede ser víctima de un ataque a la propiedad privada. Del otro lado, los no-trabajadores son vistos como los que delinquen, los que reciben planes sociales, los del gasto (del estado sobre ellos y suyo en el consumo) ilegítimo.       

El caso es que Moyano no podrá aspirar a la representatividad a la accede Cristina mientras siga ocupándose tan sólo de los trabajadores. La presidenta, en cambio, es la abanderada de los consumidores, no de los pobres, tampoco de las clase media que mira a Miami de los '90: el consumo es una transversal del clase. Desde el gobierno, los derechos no se asocian ya a un sujeto trabajador sino al sujeto de consumo: el ciudadano-consumidor; algo que distingue con claridad al kirchnerismo del viejo peronismo. 

24 de septiembre de 2012

¿Vivimos una realidad poscolonial?


Si lo colonial señalara específicamente la relación jurídica que recubre la explotación de una metrópoli sobre un territorio y una población periféricos, entonces se trataría de un fenómeno mundial agotado entre fines del sXIX y mediados del siglo XX con la el procesos de la descolonización africana. En cambio, si tomamos la condición postcolonial como el mandato de “ser europeos”, la universalización del modo europeo de vida y de sociedad, la colonialidad (del poder, del saber) es un fenómeno aún actual.

La condición postcolonial en América Latina es lucha e integración. Podemos identificar esta coyuntura del siguiente modo: en las últimas décadas en América Latina fue tomando fuerza una crítica de la razón moderna occidental, al calor de la lucha de los movimientos sociales, las comunidades indígenas y las militancias políticas locales. Fue sobre la base de esos movimientos que se generalizaron los llamados gobiernos progresistas de la región. Esos gobiernos han conseguido una una inserción exitosa de la región en el mercado global.

Este modo de inserción en el mercado global –como exportadores de materias primas en la mayoría de los casos- se derivan dinámicas “europeizantes” (en el sentido que generalizan modos de vida creados en los países centrales del occidente). Las relaciones comerciales vuelven a difundir sensibilidades de vida, paradigmas de felicidad y modo de pensamiento.

Podemos concebir entonces nuestros escenarios sociales como atravesados por una tensión poscolonial, que abarca no sólo los fenómenos de consumo, sino que abarca se entremezcla de modo más profundo con la dinámica de producción de jerarquías.

Para Frantz Fanón, el rasgo central del colonialismo es la racialización. La producción política y cultural de grupos humanos distinguibles por rasgos raciales. Tal racialización impone al hombre una condición de minoridad o imperfección en relación al modelo europeo. Los procesos de racialización se han seguido desarrollando mucho más allá de los procesos de descolonización hasta hacerse parte de la propia maquinaria capitalista. 

Entre nosotros Eduardo Gruner, en su reciente libro La oscuridad y las luces sitúa este tipo de dialéctica (colonial-racial) en el origen mismo de las luchas independentistas y en la denegación de la revolución haitiana.

Sea que miremos la historia sudamericana (al “indio”, al “morocho”, al “negro”, etc), la norteamericana (al “chicano”, al “negro”), o la Europea reciente (las políticas racistas de gestión de las migraciones provenientes de sus ex colonias) para corroborar el peso del racismo en los sistemas sociales y políticos de occidente.

En cada uno de estos países vale por igual la pregunta ¿quiénes son los “negros” acá? ¿Los pobres, los indios, los inmigrantes?

En paralelo a este fenómeno se ha desarrollado una imagen “multicultural”, políticamente correcta, que hace de la aceptación del otro una condición fundamental para la vida democrática. Esta “filosofía de la diferencia” aparece hoy en toda América enfatizando la presidencia “negra” en los EE.UU, o la “india” en Bolivia, por ejemplo.

Si bien es cierto que las luchas sociales y particularmente el componente anticolonial de los movimiento sociales ha logrado éxitos bien importantes, sobre todo en Sudamérica, no alcanza con mostrar estos “ejemplos” para suponer que la máquina colonial, racializante ha dejado de funcionar modo modo de gestión de territorios (guetos y barriadas) y hasta en la propia economía (modalidades diferenciales de trabajo). 

Sin ir más lejos, hace menos de dos años - en diciembre del 2010-, en la Ciudad de Buenos Aires tuvimos el conflicto por la toma del Parque Indoamericano, en donde se enfrentaron de un modo clásicamente racista vecinos (argentinos y “blancos”) y ocupas (extranjeros, y “negros”).

Es cierto que nuestro hábito moderno prefiere dejar atrás el conflicto racial como si fuese un arcaísmo, un puro invento del poder. Preferimos ver por detrás de ese tipo de conflictos una dimensión clasista. Nos resulta más fácil percibir los problemas vinculados con la pobreza que los que se desprenden de una jerarquización racial.

Sin embargo, basta con que haya sujetos que experimenten la cuestión racial como determinantes de su existencia para que debamos tomar en serio la cuestión. Y no es casualidad que así como se dio entre nosotros el Indoaméricano, los últimos años podamos contar con revueltas de componente racial definido en Londres, Paris y en los mismos EE.UU.

Quizás sea Brasil uno de los países que más ha intentado innovar en términos de una gestión positiva de la cuestión racial. Dos películas –Zumbi somos nos; y Casi dos  hermanos- nos cuentan algunas de estas historias: Zumbi, cuenta la historia de un policía que persigue a un delincuente y acaba por matar, en la persecución, a una persona de clase media. En su defensa el policía argumenta que se confundió por el color (ambos eran “negros”). Casi dos hermanos, nos habla de las tensiones sociales y políticas que unen y separan a dos entrañables amigos de colores diferentes.   

La propia izquierda brasileña se encuentra sumergida en discusiones bien relevantes al respecto. Actualmente el antropólogo Viveiros de Castro ha propuesto que sólo a partir de un “devenir indio” (por los indios del Amazonas) Brasil pude salirse del paradigma capitalista-desarrollista. En clara discusión con grupos de la izquierda que proponen adoptar la figura del “pobre” como imagen común entre las diferentes realidades del trabajador empobrecido, la realidad de las favelas y de los indios amazónicos. “El pobre” no abarca al indio. Es más interesante  que Brasil se vuelva Indio, que pobre (Esta discusión puede investigarse en sus fundamentos a partir del exquisito libro de Viveiros llamado Metafísica caníbales)

Retomamos de la pregunta de Frantz Fanon una pregunta que surge de la lucha contra el colonialismo. El dice que por debajo de la cuestión del racismo y de la negritud subyace la pregunta ontológica más difícil: ¿qué es el hombre si dejamos de lado el “ser europeo”?

7 de septiembre de 2012

Batman: Estados Unidos asciende


En “Batman: el caballero de la noche asciende”, el superhéroe, achacado y recluido, después de ocho años de retiro, vuelve a la cancha. “Asciende” desde las tinieblas del olvido colectivo hacia el centro de la vida social. ¿Qué nos dice esta tercera entrega de la saga? ¿Qué nos resuena en su trama?

Hay una pregunta que atraviesa la trilogía: ¿tiene esperanza Ciudad Gótica? Los malos dicen que no. Batman está convencido de que si. En esta tercera película, quizás más que en las anteriores, la protagonista es la ciudad. ¿Qué es esa ciudad en torno a la cual gira el argumento del film?

Cuando Batman la invoca como la razón que inspira todos sus actos, nos remite a una ciudad que no está claramente en escena, tratamos de situarnos en su idea de ciudad, de una ciudad que merece su sacrificio. En la película, a los únicos que vemos dignos de su entrega es a los niños huérfanos y a parte de las elites empresariales (las que representan el capitalismo bueno, preocupado por la preservación de la sociedad); los dos, grupos de pertenencia de Bruce Wayne. Y, también, una fracción no corrupta de la policía, que será su aliada.

Por lo que resta, la ciudad son las masas en las calles, bajo el liderazgo de una secta emergida de los bajofondos. El pueblo en armas, pero amorfo, librado a la voluntad de un sujeto. El pueblo ignorante del peligro que corre, del peligro a la destrucción total al que lo expone su propio líder. Bane no es un mafioso, no es un terrorista y al final de la película descubrimos que tampoco es un fanático, pues todo lo hizo por su amor a Miranda Tate, la hija de Ra's al Ghul.

El mundo de Bane es el de la marginalidad, cómo le dice a Batman antes de la pelea en que lo deja postrado: para él la oscuridad no es un recurso, es el medio en el que nació y creció, su hábitat. Hay un trasfondo que organiza el relato y ese trasfondo es la lucha de clases. Los malos –tal como define Marx al proletariado- son los que no tienen nada que perder. Pueden ir por todo porque no tienen nada. Pierden muy poco si una bomba atómica vuela la ciudad.

Puede que de ahí se desprenda el mensaje de la película, un mensaje dirigido a las elites: cuidado con el pueblo, cuidado con los que no tienen nada que perder. Mientras nos quedamos encerrados bajo siete llaves en nuestras casas, por lo bajo, a niveles invisibles, se teje una amenaza: la amenaza de la insurrección –ciega, violenta- de las masas.

Por un lado, un aviso a las clases dominantes norteamericanas de que es necesario gobernar, ser activos, producir su hegemonía. Por el otro, un llamado a toda una nación a no dormirse en los laureles de las victorias pasadas. Al inicio de la película, Gótica es una ciudad triunfalista, corrupta, careta. Al final, al mismo tiempo que se remoralizan sus elites, recupera su espíritu patriótico.

27 de agosto de 2012

Los protagonismos políticos, entre el entusiasmo y la suspicacia


Nos proponemos pensar las formas de protagonismo político en la actualidad, entendiendo protagonismo como activación política y no como participación en el circuito de la política profesional. ¿Qué tipos de protagonismo político existen hoy entre nosotros? ¿En qué medida abren a una comprensión más amplia de lo social? ¿De qué modo inciden en la composición política de la época?

Tenemos el ejemplo de la participación en las luchas sindicales, que en los últimos años se presentan cada vez con más fuerza. ¿Cómo nos situamos cuando nos toca participar de este tipo de acciones? ¿De qué modo nos volvemos activos y qué tipo de protagonismo político se adquiere en estas luchas? ¿A qué transversalidad y a qué nuevas comunicaciones políticas da lugar hoy este tipo de proceso?

Si llamamos hiperpolítica al tipo de enunciación super-polarizada que se da hoy día en el ámbito de la política profesional y de la comunicación de masas, ¿da lugar la dinámica de la lucha sindical a otro tipo lenguaje, otro tono de politización?

Tenemos ahí, en el tipo de lenguaje, parece, un tipo especial de indicador. El protagonismo político viene asociado a la constitución de un lenguaje y un tono, y no a la reproducción automática de los enunciados de la hiperpolitización.

Esto nos abre a preguntarnos por toda una gama de experiencias que se dan en el exterior de la hiperpolítica. ¿Cómo ponderamos políticamente las acciones que se dan por fuera (o por debajo, o bien por el costado)? No se trata de que haya un afuera constituido (no lo hay), sino de la posibilidad de tomar una cierta distancia de ese plano, buscando crear otro tipo de espacio/tiempo para la producción de modos de vida. Existe, sin embargo, una articulación entre ambas instancias: hay un punto en que la política visible se sostiene sobre (y su estabilidad depende de) una pragmática de los modos de vivir, aún sin compartir lenguajes de manera directa.

Pero muchas veces entre los enunciados de la ultra-política y nuestras politizaciones concretas se abren brechas. Sucede que hay politizaciones que no saben cómo traducir sus trayectorias en los casilleros de la hiperpolítica. Así como, en otros momentos, los enunciados de la hiperpolítica nos resultan esenciales, aún la hiperpolitizacion como conjunto choca con la sensibilidad de nuestras politizaciones.

Parece que estamos ante el problema de una politización que no forma elenco. Nos cuesta asumir como protagonismo político aquellas cuestiones que para nosotros son bien políticas pero que no tienen resonancia comunicacional inmediata. Esta sensación generalizada opaca las politizaciones anónimas, solo vueltas perceptibles en grandes acciones colectivas.

Sucede que la hiperpolítica se anude y potencie modos diversos de vida, y militancias, pero también que bloquee y oscurezca otros tonos de la participación colectiva.

La hiperpolítica vive del entusiasmo (sin necesidad de llegar a la euforia). El entusiasmado puede ser lúcido pero siempre desde una adhesión efusiva al sentido dado. Hay también tonos de inconformidad en la política; la suspicacia puede ser uno de ellos, capaz de asentimientos circunstanciales, pero sin asumir el sentido tal y como viene configurado.

Se da en el suspicaz una sed de espacios de constitución colectiva y de humor irreverente igualmente lejano del resentimiento de las oposiciones y de cierta puerilidad que afecta algunos espacios de militancias oficialistas.

A la suspicacia le aburre y la inquieta la iconografía, aspira a un plano “laico” de la política, donde se trabajan bajo el peso de la circunstancia singular y concreta. Ella juega a vaciar de sentido los momentos ultra-significantes de lo hiper-político para poder ver (bajo el manto del entusiasmo o bien del resentimiento) nuevos problemas.

13 de agosto de 2012

La invención de palabras en política

Nos proponemos rastrear algo de los causes de la política argentina en los últimos años a partir de la identificación de los momentos de invención de palabras en ese campo. Gorila, cabecita negra, carapintada, piquetero, cacerolero, destituyente. ¿Cuándo se crean nuevos términos? ¿Qué mundo nombran? Las palabras surgen para nombrar cosas que antes no existían o no eran percibidas, y que se hacen visibles en el instante en que disponemos de un modo de decirlas.

Las palabras no se crean de la nada, sino que son tomadas del flujo social del decir, del lenguaje siempre mutante de los actores y los grupos sociales. Por eso, a partir de la aparición de un término, podemos reconstruir las influencias que están operando en la imaginación política. En los `90, por ejemplo, cuando los políticos aprendieron mucho del mercado, el termino cerrar se usaba igual entre militantes para referirse al logro de un acuerdo que entre comerciantes para decir que una negociación había sido exitosa.

¿Cómo distinguimos una palabra política de palabras que funcionan en otros espacios de lo social? Para orientarnos, vamos a tomar la noción de Carl Schmitt, para quien  lo específicamente político es la definición de una relación de enemistad, la capacidad de distinguir amigos de enemigos. Ese acto de definir tiene un carácter performativo, no responde a una condición previa de igualdad o diferencia, sino que funda lo común o lo antagonista cuando se establece.

Podemos ahora, entonces, observar las palabras que se producen en una relación de amistad-enemistad. Gorila es el ejemplo perfecto, es el significante supremo del peronismo para designar al enemigo político. Un peronista puede ser para otro peronista conservador, de derecha, monto, zurdito, pero nunca gorila. Gorila es el quedó afuera, con el que no se puede contar y contra quien se hace política.

Junto con este gobierno, han nacido formas de designar al kirchnerismo: los K, los pingüinos, mientras que hay formas para hablar del peronismo que en los últimos diez años dejaron de usarse: peruca, peroncho. Hay un clima político de época por el cual no podríamos usar ninguno de esos dos últimos términos para llamar a un peronista sin sentirnos gorilas.

Gorila es una palabra que guarda plena vigencia, mientras que peruca o peroncho suenan a lenguaje de otra época. ¿Por qué unas palabras permanecen mientras que otras pierden vigencia y, con ellas, lo nombrado pierde cuerpo, como si se borrara del mundo de las cosas?

El kirchnerismo construye su mística militante alrededor del lenguaje de las militancias de izquierda de los `70. Palabras viejas recrean escenarios viejos en realidades nuevas: oligarquía, imperialismo, proyecto nacional. Pero los contextos nuevos exigen al lenguaje nuevas destrezas. La palabra compañero es un ejemplo de estas herencias setentistas para una política de nuevo tipo.

Si compañero antes servia para nombrar a quien pertenecía al mismo partido político o que tenía la misma posición ideológica que la propia, hoy es una expresión que tiene una eficacia política más compleja. Compañero hoy nombra menos una pertenencia común que una convergencia, de corte más coyuntural, para ciertos fines. Se usa para definir alineamientos, a medida que van cambiando las identidades. Hay un mapeo permanente de los actores y las alianzas políticas, dentro del cual compañero funciona al pie de la letra de la definición schmittiana.         

En un contexto en el que las delimitaciones partidarias ya no sirven como guía para discernir entre amigos y enemigos, esto que llamamos alineamientos puede ser lo que hace de partido político. Las pertenencias son tan contingentes que no alcanzan a sedimentar en identidades: kirchenrismo, cristinismo, sciolismo, macrismo, moyanismo. La política se presenta como un sistema de identidades móviles, ante el cual el lenguaje político puede o bien asumir su vocación creadora o bien recurrir al acervo de las palabras en desuso.

Si compañero hoy nombra un tipo de vínculo político que no se inscribe dentro del universo semántico al que pertenecía la palabra en los 70, pero, a la vez, es ese universo de sentido al que se apela para narrar la política actual, ¿será que nos están faltando nuevas palabras? ¿Será que nos estamos negando a narrar nustra propia época?    

10 de agosto de 2012

Victimas, Oprimidos e Identidades

Progresismo, oprimidos y victimas

La palabra y la noción de ser “Progresista” son esas cosas tan usadas y tan poco definidas porque todos supuestamente sabemos ya lo que quieren decir. Pero podemos aventurar que una parte significativa de la tradición progresista en política puede rastrearse y mapearse en su relación con los oprimidos, los proletarios, los miserables de la tierra


La tradición del progreso

Como está implícito en su nombre, una parte esencial de la tradición progresista está atada a la noción de una senda empinada pero ascendente para la humanidad. Esta noción no se abandonó incluso cuando se perdió la ilusión de que dicho progreso era automático e inevitable. Dicha senda ascendente ofrece la perspectiva de un futuro en el que las injusticias sean corregidas. En occidente, esta noción nutrió el ideal iluminista, aggiornamiento de valores esenciales provenientes de la tradición cristiana. Y como en el mismo cristianismo, el progresismo heredó en gran medida la tensión entre la lucha por la justicia y la sacralización de las víctimas de la injusticia.

“Bienaventurados los que tiene hambre y sed de justicia, pues serán saciados” dice el Nuevo Testamento, y una parte de la historia del progresismo puede entenderse como inclinarse más por la primera o la segunda parte de esa oración.

La identidad de Víctima y la política de la identidad

La posmodernidad trajo aparejadas una miríada de identidades buscando reconocimiento y legitimidad, un cambio en la subjetividad humana acompañado de cambios complementarios en las esferas tecnológica y económicas.

Habiéndose aparentemente perdido el horizonte de una lucha por la justicia en el marco de una sociedad que progresa cobró más fuerza la representación del progresismo como la defensa de identidades percibidas como víctimas, sea la defensa por parte de las mismas identidades-víctimas o de otros que asumen la defensa como un deber.

El problema surge cuando esta identificación de una determinada identidad con tal condición de víctima se reifica, se esencializa. puede ocurrir como una imposicion condescendiente de grupos más privilegiados que se “dignan” ayudar a los menos favorecidos. Quizás sea una táctica política del grupo-victima para obtener alguna ventaja. El resultado es que una vez asignadas esas esencias son difíciles de eliminar en tanto que colorean cualquier trato y relación y oculta mucho más de lo que revelan, negandole a priori a las victimas agencia propia y la capacidad de ser algo distinto de victimas

Ciertamente no se puede volver a la nocion antigua e ingenua de progreso. Tampoco considero deseable un retorno a un universalismo cargado de particularismos disimulados. Pero podemos señalar que sin un cierto sentido de universalidad se hace muy difícil articular una lucha por la justicia desde un lugar distinto al de las víctimas esenciales. La lucha por la justicia se diferencia de la protección de las víctimas en tanto que la primera parte de concebir al ser humano de enfrente no como un “igual”, sino como un hermano, mientras que en la segunda concepción el otro esta infinitamente distanciado de mi encerrado en sus identidades y víctima por siempre

Cuando se pierde la noción de universalidad, incluso una universalidad vana y eurocéntrica, por las identidades fragmentarias y posmodernas se pierde una nocion basica de justicia como reparaciones de hermano a hermano, y se convierte en lucha por las migas que se caen de la mesa. Somos hijos de Adán y Adán fue creado del polvo.

Adrian Yalj

30 de julio de 2012

¿Qué quiere decir “destituyente” en la política actual?


Vemos que hoy la palabra destituyente puede usarse para nombrar fenómenos tan heterogéneos como el golpe de estado que desplazó a Fernando Lugo de la presidencia en Paraguay y el paro convocado por el líder sindical Hugo Moyano, con movilización a Plaza de Mayo incluida. El término expresa el temor más íntimo del período kirchnerista, nacido luego del clamor por "que se vayan todos" de las plazas del 2001: el temor al debilitamiento del gobierno vía movilización civil. Adoptada por Cristina durante la confrontación con el campo en 2008, cuatro años después la noción de destituyente parece tomar nuevos matices. ¿Qué connotaciones tiene en la política actual?

La idea de lo destituyente liga subterráneamente al gobierno de Cristina con los tiempos alfonsinistas, al momento en que retoma un discurso que identifica a la democracia con las instituciones de gobierno e interpela a la ciudadanía como su protectora. Durante el conflicto en torno a la 125, el kirchnerismo visualizó como enemigo a lo que denominó las “corporaciones” (el sector rural, los medios de comunicación,el sector financiero), actores con una capacidad “desestabilizadora” del gobierno.

Bajo esta definición de destituyente puede entenderse la crisis política en Paraguay, donde los sectores de poder desafían la legitimidad de un gobierno elegido democráticamente. Luego, la caracterización que en estos días el gobierno argentino hizo del sindicalismo –tanto frente a las marchas de Moyano como a las medidas de fuerza de los “dragones” en Chubut- ¿puede asimilarse a esa lógica? ¿Pueden ser pensados como una corporación, cuya acción afecta la gobernabilidad? ¿Era el sindicato de camioneros definido como corporación mientras su líder permaneció junto al gobierno?

Nos vemos tentados, sin remedio, a dejar de lado el rigor del discurso institucionalista para hacer una lectura del fenómeno desde una teoría de las hegemonías, que dice que las hegemonías políticas se construyen en un escenario de antagonismos. Desde esta mirada, podemos preguntarnos si cuando se habla de acción destituyente no se estará defendiendo una hegemonía de gobierno e intentando desarticular la producción de momentos con un potencial contrahegemónico. La noción de destituyente es tomada de un discurso de cuidado de las instituciones e importada dentro de una formación discursiva de corte pragmatista.

¿Toda construcción política antagónica al gobierno es destituyente? ¿Cuáles son los movimientos o sectores políticos que reciben esa denominación? El sector más beneficiado del campo en Argentina y la cúpula del sindicalismo. Las altas clases propietarias en Paraguay, la policía en Bolivia. A los mapuches, a los pequeños campesinos, a las asambleas mineras, a las manifestaciones de trabajadores que no involucran los grandes sindicatos, a los cortes de calles de los habitantes de las villas no se los considera destituyentes. Nos da la sensación de que para merecer esa categoría hace falta ser o haber sido parte activa de un armado de gobierno, participar del mainstream político.

El de la hegemonía, sin embargo, nunca es un juego cerrado. La organización Tupac Amaru en Jujuy es un ejemplo de que los actores que quedan fuera en un cierto momento de gobierno, pueden tomar un lugar de protagonismo cuando las fuerzas cambian. Esto implica que toda productividad política activa una posibilidad de antagonismo al poder constituido. ¿Puede pensarse la actividad política sin conspiración? ¿Qué pasa cuando la palabra destituyente no permite leer la trama de los conflictos?

Cuando nos proponemos pensar el moyanismo por fuera del discurso de lo destituyente, sin atribuirle vicios antidemocráticos ni verlo como ejerciendo una presión ilegítima sobre el gobierno, comienzan a surgir otro tipo de preguntas. ¿Cuál es la construcción política de Moyano? ¿Cuáles son las fuerzas existentes en el sindicalismo y qué formas de relación con el gobierno tienen? ¿Por qué Cristina reflota a los gordos para contrarrestar el poder de su ex-aliado? ¿Qué pasa con toda una franja de trabajadores jóvenes que no ha generado una conducción propia? ¿Son ésto los Dragones? ¿Qué formas de gobierno generan sus intervenciones?

4 de julio de 2012

Las legitimidades políticas de Cristina


La presidenta concentra en su figura una legitimidad descomunal. Esto en sí mismo no constituye problema alguno. Sin embargo, comienza a serlo cuando surge la pregunta por la sucesión. La hipótesis que nos proponemos examinar es la siguiente: la hiper-legitimidad presidencial puede ser comprendida a partir de procesos diversos (crecimiento económico, aumentos de consumo, proyección afectiva sobre su historia personal y familiar, efectivización de derechos sociales y humanos, etc). La convergencia de todos estos procesos sobre un mismo punto puede en ocasiones bloquear la transferencia de legitimidades a eventuales sucesores.

En la figura de Cristina convergen una serie de elementos que la invisten de una legitimidad desproporcionada en relación a con cualquier otro actor de la vida política del país. ¿Cuáles son las legitimidades que reúne?

Si hacemos un recorrido por las medidas más reconocidas de la gestión presidencial podemos enumerar series diferentes como por ejemplo: gestos de heterodoxia económica (desendeudamiento externo, expropiación de YPF); de una ampliación de los derechos civiles y sociales (ley de matrimonio igualitario, ley de identidad de género, asignación universal por hijo, Argentina trabaja, etc.). Hay una variable que anuda estos dos conjuntos de decisiones: el consumo.

No queremos cerrar un círculo tan chico. Hay muchas otras cosas. Hay una zaga familiar; a atributos personales; hay también una realidad regional, en fin, lo concreto siempre es múltiple y no pretendemos agotarlo. Pero encontramos en el consumo un término particularmente relevante, dado que la propia presidenta ha declarado recientemente que “capitalismo es consumo”. De hecho, una de los factores que más se le reconocen a la gestión actual es la de promover y sostener una generalización del consumo como pilar del modelo económico.

Este pilar concierne también a las condiciones de gobernabilidad: el mundo del consumo considerado como un valor en sí mismo, más que como un correlato de la producción y el trabajo, se dirige a universos sociales diferenciados, y abarca a los desocupados, a los jubilados, a los niños, a las amas de casa.

Se promueve la participación de los diferentes sectores de la sociedad en el mercado a través del consumo, privilegiando la forma mercantil de circulación de bienes sobre otras formas posibles. Se refuerza y expande un modo de relación social mediada por la mercancía.

Cristina puede ser al mismo tiempo la abanderada de los consumidores (recordar No seas rata rodolfo) y la líder de las nuevas militancias juveniles, mientras se proyecta a nivel global como la mayor crítica de las propuestas de ajuste; la garante de los derechos humanos y la única capaz de llamar al orden a los gobernadores de las provincias y a los intendentes del conurbano o a los sindicalistas; a la vez que es madre y viuda reciente de su compañero de toda la vida.

¿Qué otra figura política encarna hoy una complejidad similar? ¿Qué dificultades trae aparejada esta multi-dimensionalidad a la hora de transferir su legitimidad a algún sucesor?

En el Brasil, Lula, en circunstancias similares eligió a quien delegarle la autoridad que los brasileños le reconocen. Dilma Rusef era una de sus ministros. Y a pesar de la oposición del PT, Lula logró transferir con éxito parte de su legitimidad a la actual presidenta en Brasil. En Ecuador, Venezuela y Bolivia aún no se ha resuelto el tema de la sucesión. Pero en la Argentina, la imposibilidad legal a la re-relección parece acelerar los tiempos.

Quizás el Gobernador bonaerense Daniel Scioli encarne este intríngulis como ningún otro. Cuando hace unos meses expresó sus aspiraciones presidenciales para las próximas elecciones, el kirchnerismo salió a criticarlo duramente. “No es tiempo de hablar de 2015”, le respondió en los medios su vice, Gabriel Mariotto (“la presidenta dará las instrucciones, ella es quien decide”). Visto como enemigo por el kirchenrismo, Scioli, sin embargo, se propone a sí mismo como su heredero natural. ¿Pero se puede prohibir la candidatura de Scioli sin poseer un candidato más potente para sacarlo de la cancha?

La decisión de Cristina tendrá su antesala en las elecciones legislativas de 2013. Hoy la alternativa a la sucesión sciolista puede ser un Congreso con una amplia mayoría oficialista, que vote la re-reelección de la presidenta. Un tercer escenario podría ser el de un candidato joven, y quizás a eso aspire el kirchenrismo al privilegiar el espacio asignado a la Cámpora en el gobierno. Sin embargo, los jóvenes K con visibilidad hasta el momento no se caracterizan por sus virtudes políticas.

En el último tiempo la juventud proveniente de los derechos humanos, que tomó protagonismo en los primeros años del kirchnerismo, está siendo desplazada por jóvenes ligados a las ciencias económicas, con un perfil cada vez más administrativo. Si las legitimidades que condensa la presidenta no parecen transferibles más que de una en una y su articulación depende de una destreza de corte claramente político, una juventud limitada a gestionar y obedecer ¿qué capital político estaría en condiciones de heredar? ¿Será, entonces, Scioli el único heredero legítimo? 

Salvo que la presidenta elija el camino de una reforma constitucional, se verá obligada a enfrentar el dilema de la sucesión, íntimamente ligado con el de sus legitimadades. Mientras tanto, ya ha decidido que Scioli no es su candidato “natural”, seguramente en las próximas semanas se vea invitada a explicar por qué.

22 de junio de 2012

Lanata y el triunfo del código progresista

¿Cómo se explica la relevancia política que tomó durante las últimas semanas la aparición de un nuevo programa televisivo del periodista Jorge Lanata?

En el marco de una oposición institucional insulsa, las tensiones discursivas se desplazan una y otra vez al escenario de la producción mediática. En estas arenas -que son desde siempre las suyas- se hace fuerte una de las figuras seminales del gen progresista de la cultura periodística de los años 90. Lanata se presenta como encarnación de aquella mirada crítica que a fines de la década del 80 dio lugar al diario Página/12, y que se dirige ahora contra el oficialismo kirchnerista.

Tras el cierre de diario Crítica (que fundó, dirigió y quebró durante el gobierno de los Kirchner) -y luego de ocuparse de algunos programas internacionales, un teatro de revistas y un espacio menor en un canal marginal de TV por cable- Lanata parecía haber quedado huérfano para siempre del amor de las clases medias argentinas. Alcanzó con que ciertas perspectivas económicas se ensombrecieran para que capas enteras de la sociedad volviesen a buscar en las voces del pasado explicaciones coherentes con su modo de experimentar el mundo.

Este es el sentido, la repercusión del discurso de Lanata coincide con el malhumor de una parte de una sociedad cuya referencia es el dólar y la semana de las (módicas) cacerolas.

Lanata agrega valor (legitimidad) a la alicaída estrategia comunicativa del Grupo Clarín en su disputa con el gobierno. ¿Qué aporta Lanata?: saber hacer televisivo y código progresista. Este código es reconocible en sus rasgos por la identificación con la víctima, cierta ironía pretenciosa, una ética denuncia y una adhesión a las causas de los derechos civiles y humanos.

La discusión sobre la autenticidad/credibilidad de las retóricas de gobierno en torno al que gira hace años el debate público se dirime ahora por entero en el terreno del progresismo, así definido. El aniversario reciente de Página/12, con discurso presidencial incluido, sirve para repasar esta historia que tiene ya algo más de dos décadas.

El progresismo a lo Página/12 se hizo fuerte, sobre todo defendiendo los derechos civiles y humanos, innovando en la ironía y atacando la corrupción. Periodistas –a esta altura míticos- como Horacio Verbsitsky son recordados por libros como “Robo para la corona”. Han pasado los años, y esa historia tuvo capítulos diversos. Entre ellos la frustración con el Frente Grande y con la Alianza. Pero la formula y el estilo se mantiene llamativamente fieles al inicio.

Ese inicio remite a la figura de Jorge Lanata; que apela ahora a esta larga memoria, para actualizar su fórmula y aplicarla contra el kirchnerismo. Como hizo durante el menemismo, pero en condiciones muy otras. Esa fórmula parece ser: “el kirchnerismo no es progresismo”. El kirchnerismo es falsedad, corrupción.

El universo kirchnerista denuncia a Lanata como un fraude y un traidor a sus nobles orígenes. Fue progresista, y ya no lo es. Desde su perspectiva, en cambio, el progresismo es pre-kirchnerista. La disputa por el progresismo se extiende a todos los contendientes. Y en ella Página/12 adquiere una dimensión mítica que no deja recordar con rigor su papel en los años 90.

En aquellos años su crítica de la corrupción fue más potente que la denuncia sistemática de la privatización del patrimonio público. Y su apoyo a la Alianza, de aquellos años, suponía moderar su cuestionamiento a la convertibilidad. Página/12 fue en sus inicios más un progresismo liberal que una expresión del nacionalismo popular.

El deseo de Lanata de heredar esa fórmula sobre fondo de formatos heredados del humor político de Tato Bores converge en un objetivo político bastante preciso: desenmascarar la autenticidad del “relato” de Cristina. En esa labor, se posiciona como uno de los pocos con capacidad de disputar el sentido al interior del “progresismo” que maneja parte del gobierno. Gran hallazgo para el Grupo Clarin, durante años enfrentado al periodista.

¿Qué nos dice esta reaparición de la figura del crítico en el escenario mediático? El crítico es aquel que capaz de expresar dentro del clima de su época una disputa por los modos de gestionar los valores dominantes, haciendo el contrapunto del discurso gobernante. ¿Qué efectos tiene este modo de encarnar la crítica? ¿Puede destrabar un lenguaje político codificado en la polarización cerrada? ¿O apenas alcanza a modular la voz de un sentido común reaccionario ya existente?

¿Qué potencia tiene hoy el discurso contra la corrupción? Quizás sea una retórica que sólo vuelve a tener presencia momentáneamente, resonando con los humores sociales. Tal vez se torne expresivo de otro tipo de problemas. Por ahora preferimos subrayar un malestar social creciente, y la necesidad de formas expresivas capaz de viabilizarlas ¿A qué formas de lenguaje da lugar ese malestar? ¿Qué expresiones propias tiene, que no pida prestadas al discurso liberal despolitizador de la transparencia y la anticorrupción?

5 de junio de 2012

La política más allá de la víctima: cuando el pensamiento se vuelve Zombi

¿Qué pasa cuando la política ya no puede hacerse en nombre de la víctima? ¿Cuando la víctima deja de comportarse como tal, empleando su boca ya no para expresar/demandar, sino para devorarse los términos mismos de toda narratividad que pueda hacerse en su nombre?
 
Llamamos “zombi” a la figura que irrumpe poniendo en crisis al razonamiento político. Razonamiento que abarca tanto al reaccionario que se victimiza a sí mismo viendo al otro como una amenaza, una presencia monstruosa sin razón ni causa, planteando que la violencia es horizontal, entre modos de vida; como aquella mirada progresista que deposita en la figura de la victima los efectos de un sistema social injusto, sobre el que todos somos responsables. El zombi impide pensar en términos de identidad, de competencia o de inclusión.

La aparición del zombi plantea una pregunta: ¿cómo vamos ahora a practicar la educación, la paternidad/maternidad, el trabajo social, la representación política, las prácticas artísticas, las dinámicas administrativas, los potenciales de la economía y del trabajo? Desde que los zombis deambulan por aquí, se multiplican los intentos por “eliminarlos para vivir tranquilos”, o bien de volverlos victimas “a proteger”. En ambos casos se intenta neutralizar la inquietud que (nos) genera lo Zombi.

Comer es usar la boca de otra manera: no para hablar (la palabra ya no importa, las palabras están “mal muertas”), sino para comerse a los otros. Ver al otro como presa, calcular sus movimientos, la consistencia de sus tejidos, la frecuencia de su respiración. Y el encuentro con el zombi es el encuentro con un cuerpo no-victimal en el sentido de sus comportamiento sorprende, es capaz de afecciones corporales que asustan, subyugan.

La elección de Estación Zombi1 de proyectar estos rasgos monstruosos sobre la niñez, pibe en la calle o en un tren, acaba por destrozar las expectativas redentoras sobre nosotros mismos, frustrando todo ideal del otro como desamparo, nuda vida a emancipar. Si el canibalismo es el límite de toda política, el pibe-zombi-caníbal es la pregunta límite a la cual toda política debiera dar lugar.

Por inquietante que resulte, no podemos consolarnos pensando que, después de todo, los pibes y las pibas de los barrios, que actuaron en la película “Estación zombi” (Barrionuevo Tóxico, 2012) están jugando, actuando, representando un papel, una ficción. Que el Zombi es solo una metáfora.

Una evidencia impide la coartada: a los pibes se los ve demasiado cómodos haciendo de zombis; asumen el papel con facilidad, sin necesidad de mayor información o entrenamiento. El pibe zombi es el despliegue de una amoralidad, el producto de un contexto, una historia, unas economías, unos encuentros. El desarrollo de unas vidas.

Las políticas progresistas, culturalmente mayoritarias, enuncian “hay víctimas/ a esas víctimas hay que incluirlas”. ¿Qué pasa cuando este sistema enunciativo falla? El progresismo es más que una política. Es un sistema de percepciones. ¿Qué sucede cuando estas percepciones ya no rigen el orden de los encuentros? La pesadilla de todo modo de ser es descubrirse inoperante.

La aparición del zombi liquida toda dialéctica: ni base para una nueva política de inclusión, ni romanticismos revolucionarios. Con el zombi llega la pregunta, la más dramática para nuestros hábitos morales y perceptivos: ¿y si el zombi fuese el aviso, el signo, la señal de que el progresismo ha perdido toda eficacia para pensar las situaciones que enfrentamos? Una pregunta última se nos impone, como efecto de las preguntas que nos hemos hecho hasta aquí: ¿Qué resultaría del ejercicio de pensar diferentes situaciones políticas sin apelar a la figura de la victima?

1Estación Zombi es un film/cuaderno de Barrionuevo Tóxico, Ediciones Barrilete Cósmico, Tinta Limón Ediciones, Buenos Aires, 2012

18 de mayo de 2012

¿Qué tipo de afectividad política es el progresismo?

Queremos pensar al progresismo, pensarlo no sólo como algo ajeno, tratando de apartarnos de la crítica abstracta a una cierta moderación política del optimismo pequeñoburgués. ¿Qué tipo de afectividad política es el progresismo? Concebido como dimensión afectiva, no podemos hablar del progresismo si no lo experimentamos. ¿Qué organización de los afectos lo caracteriza?

En América Latina, los últimos años se habla de “los gobiernos progresistas de la región” para denominar a las fuerzas políticas que tienen un discurso de inclusión, generan procesos redistributivos en la economía y adhieren a un modelo de sociedad desarrollista. Se hace una referencia genérica a los dos grandes polos en que pueden distribuirse los actores políticos a través del binomio progresistas/conservadores. Si bien no necesariamente progresismo es lo opuesto de conservadurismo -conservador puede oponerse a reformista, a revolucionario, a izquierdista-, aquél es el par que hoy prima.

En la oposición entre progresismo y conservadurismo se puede leer una disyuntiva de raigambre en la filosofía política clásica. El conservadurismo puede definirse como el heredero de una mirada a lo Hobbes, que asegura una naturaleza maligna de los hombres, quienes sin la mediación del estado tenderían a la mutua destrucción. El progresismo, en cambio, puede responder a una línea más cercana a Rousseau, según la cual los hombres son esencialmente buenos, buscan la cooperación y la vida en armonía, siendo la agresividad hacia el prójimo el resultado de una alteración de esa esencia.

El progresismo podría ser aquella afectividad política que cree que con buena voluntad se puede mejorar a la sociedad. Si hay malestares, si hay comportamientos anómicos en las personas es porque algo ha desviado la tendencia innata del hombre a la bondad. Quizás en esa certeza anide la identificación natural del progresista con la víctima. La víctima es aquél que fue dañado, objeto de una violencia que alteró su condición original. La víctima no quiso ser lo que es ni hacer lo que hace, actúa a partir de una determinación externa, ha sido dejado en una situación pasiva.

Nos parece que para el progresismo es legítima toda palabra que se proclame en nombre de las víctimas, en lugar de los que no tienen voz. Y cuando las víctimas son capaces de componer un discurso propio, entonces su contenido será de una legitimidad incuestionable. Un discurso verdadero, que brota de las entrañas mismas de la razón política.

Se tiene, en principio, la convicción de que la sociedad va camino a ser mejor cada vez y, luego, se entiende que la historia ha producido víctimas, que hoy es necesario proteger. La adjudicación de la forma-víctima al otro (que puede ir desde el otro de clase, el pobre, hasta el excombatiente de Malvinas o el detenido-desaparecido por la dictadura) tiene el efecto de suavizar los conflictos políticos/sociales y las violencias constitutivas del orden social en que vivimos.

Hay un esfuerzo por borrar lo horroroso, por negar lo trágico, por evitar enfrentarse a la crudeza de las muertes y la precarización de las vidas pasadas y contemporáneas. Se subsume cada subjetividad política en posición de opresión o de explotación a la figura genérica de la víctima, anulando la singularidad de la situación, impidiendo una discusión real sobre sus condiciones. “Víctimas de la crisis” fueron Dario y Maxi, víctimas hay del accidente del tren en Once, del incendio de Cromagnon o de las redes de trata. De este modo, el progresismo se conforma como un modo de leer la actualidad, que sostiene que el fin último de toda decisión política deseable debe ser reparar la situación de las víctimas. 

En el orden de las decisiones políticas no hay conservadurismo o progresismo, sino un pragmatismo atento a la composición de las fuerzas sociales y económicas en un cierto momento. Podemos decir que la política asume la dimensión trágica que el progresismo o el conservadurismo no pueden asumir, porque ver lo trágico no está vinculado con una u otra idea de la naturaleza humana y de las sociedades, sino con la disposición a preguntar descarnadamente al propio contexto histórico por lo que tiene y lo que guarda.

Una medida política puede ser leída según la pecariedad y la disposición a la muerte que genera en una parte de la sociedad o de acuerdo la fuerza inclusiva/reivindicativa que en esos mismos sectores habilita. Las medidas del gobierno actual en Argentina podrían ser tomadas por una dirigencia con una retórica de tonalidad opuesta. Si el kirchenrismo es la articulación de esas medidas dentro de una retórica progresista, ¿sería hoy posible una retórica que no se asentase en la figura de la víctima, pero que, a su vez, no fuera la del conservadurismo?

15 de mayo de 2012

Los bancos chinos en América latina

En un texto escrito especialmente para Página/12, Gallagher analiza la incidencia china en América latina, no sólo como demandante de materias primas sino también como dador de préstamos para proyectos de minería, energía, commodities e infraestructura.

¿El financiamiento de China es la alternativa para la Argentina a la menor inversión extranjera occidental? El Dragón Asiático parece más dispuesto a tomar los riesgos que sus contrapartes occidentales. Esto puede presentarse como una oportunidad para la Argentina, pero también trae nuevos desafíos y problemas. Los chinos se están convirtiendo rápidamente en la principal fuente de crédito soberano para un conjunto de países latinoamericanos, fundamentalmente aquellos con dificultades de acceso a los mercados globales de capitales. En una investigación que publicamos recientemente, titulada “Los nuevos bancos en la ciudad: el financiamiento chino en América latina”, estimamos que, entre 2005 y 2011, la banca pública china habilitó líneas de crédito por más de 75 mil millones para los gobiernos de la región. Solamente en 2010 comprometieron disponibilidades por 37 mil millones de dólares, más que el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco de Importación-Exportación de Estados Unidos combinados.

Dos bancos chinos de desarrollo –el Banco Chino de Desarrollo y el Banco Chino de Importación-Exportación– representan la gran mayoría de esos préstamos. El grueso del financiamiento está destinado a la Argentina, Brasil y Venezuela para proyectos de minería, energía, commodities e infraestructura. Estas líneas de financiamiento no son acuerdos de buenos amigos. Los bancos chinos cobran las tasas de mercado y, a veces, más. De hecho, encontramos que el Banco Chino de Desarrollo (BCD) cobra tasas más elevadas que sus contrapartes occidentales en el Banco Mundial, el BID y el Banco de Importación-Exportación de Estados Unidos. Es por eso que la profesora norteamericana Deborah Brautigam se refiere al BCD como el “banco de desarrollo que no da ayudas”.

En 2009, una línea de crédito para Brasil por 10 mil millones proveniente de China tenía una tasa Libor más 280 puntos básicos, mientras que una línea del Banco Mundial para Brasil estaba a Libor más 55 puntos básicos. En 2010, una línea para el sistema ferroviario argentino por 10 mil millones pagó una tasa Libor más 600 puntos básicos, mientras que los préstamos recientes del Banco Mundial para el país estaban a Libor más 85 puntos básicos.

Con excepción de Brasil, los países latinoamericanos tienen perfiles de crédito que rehúyen la inversión privada y la mayoría de las instituciones financieras internacionales. Brasil posee una calificación BBB de Standard & Poor’s y un diferencial de tasas de 219 puntos básicos de acuerdo con el índice EMBI. La Argentina (nota B y un diferencial de 935 puntos básicos), Ecuador (B- y un diferencial de 838 puntos básicos) y Venezuela (B+, con un diferencial de 1220 puntos básicos) son otra historia.

Por otro lado, el financiamiento chino está más en línea con lo que los países latinoamericanos quieren, antes que con lo que los expertos en desarrollo occidentales dicen que “necesitan”. Mientras que Estados Unidos y las instituciones financieras internacionales, como el FMI y el Banco Mundial, tienden a financiar de acuerdo con las modas de desarrollo del momento, como la liberalización del comercio exterior y los programas de microcréditos antipobreza, los créditos chinos suelen estar destinados al financiamiento de proyectos de energía, infraestructura e industriales, en una región que tiene una brecha anual de desembolsos en infraestructura de 260 mil millones de dólares.

Lo que es más: los préstamos de China no vienen con las duras ataduras que trae el financiamiento de las instituciones tradicionales. Como bien saben los argentinos, el FMI y el Banco Mundial son reconocidos por sus “condicionalidades” que obligan a quienes se endeudan a comprometerse con medidas de austeridad y programas estructurales de ajuste, con cuestionables resultados sobre el crecimiento y la equidad en la región.

¿Por qué querría China ofrecer financiamiento masivo a países con perfiles de crédito tan malos? Existe un conjunto de razones. China quiere diversificar sus inversiones de las obligaciones norteamericanas de bajo rendimiento, internacionalizar el yuan, ofrecer oportunidades a sus empresas más fuertes (muchos préstamos están atados a la venta de equipamiento chino) y garantizarse el acceso a commodities estratégicos que posee América latina y China necesita.

Para cubrirse del riesgo, 46 mil de los 75 mil millones de dólares de préstamos están respaldados por los commodities. El error es creer que Brasil, Ecuador y Venezuela (los países que tienen esos acuerdos) deben enviar barriles de petróleo a China a un precio acordado de antemano antes de los aumentos recientes y que, así, China está comportándose como un bandido. China compra una cantidad pre-acordada de barriles de petróleo por día, pero paga el precio de mercado del día del envío. Los chinos luego depositan una porción de los ingresos en la cuenta del BCD de los prestatarios y después retiran los fondos de esa cuenta para el pago de los vencimientos del préstamo. No sólo se cubren del riesgo sino que proveen a China el 19 por ciento de su oferta de petróleo. Los siete préstamos respaldados por commodities en América latina brindan a China aproximadamente 1,5 millón de barriles de petróleo por día, el equivalente a 6,5 meses de petróleo.

Este podría ser un escenario beneficioso para todos. Los países de América latina pueden cubrir sus graves brechas de infraestructura. Ecuador, que entró en default en 2008-2009, recibió miles de millones de China y ahora está volviendo a atraer inversores extranjeros de nuevo. Por su parte, China puede diversificar su portafolio de inversiones, asegurarse petróleo y construir mercados para sus productos. Sin embargo, no todo es color de rosa. Estas inversiones profundizan la histórica dependencia en los commodities de América latina y las ramificaciones ambientales de estos proyectos masivos pueden llevarse una tajada de los beneficios económicos. La región podría reinvertir parte de esos recursos en innovación, diversificación industrial y cuidado medio-ambiental. De otra forma, esta nueva fuente de financiamiento podría traer grandes riesgos.

Por Kevin P. Gallagher 

Profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad de Boston.

7 de mayo de 2012

Humor político: ¿cómo piensa Tinelli?

Nos preguntamos por el humor político en estos años, por ese campo que contiene a los personajes de Capusotto y a la revista Barcelona, pero donde nos gustaría centrarnos en la figura de Marcelo Tinelli, en sus programas como discurso político. ¿Cómo piensa Tinelli? Una pregunta que exige tomar distancia del a priori de que Tinelli equivale a vanalización, brutalización, esterilidad política. Una pregunta que contempla la importancia que el conductor/empresario ha tenido en la producción de imágenes sociales en la Argentina de las últimas dos décadas.  

Sabemos más de Tinelli de lo que creemos saber, quizás porque muchxs de nosotrxs nos criamos con él, crecimos con el televisor en el centro de la casa y con la familia reunida en torno a la cabeza trituradora de alfajores del conductor oriundo de Bolivar. Una cefalía muy particular, que sostiene un clima espectacular aunque cotidiano, característico de la televisión argentina del último tiempo. 

Podemos pensar a Tinelli como el gran padre simbólico del espectador. Su mirada orienta la mirada sobre lo que pasa en el escenario. Su risa organiza la risa del público. Él es el que cada año decide si en la TV argentina se ven cámaras ocultas o se votan bailarines frenéticos. Nuestra hipótesis, sin embargo, es que esa decisión está subordinada a una receptividad ultrasensible de lo que pasa en la sociedad en cada momento.  

Tinelli durante muchos años logró conectar con la afectividad de millones de personas. Hay momentos en los que ha hecho una intervención más clara sobre la política, como cuando armó Gran Cuñado (un reality show apócrifo de representantes políticos que la gente votaba o expulsaba, al aire entre los años 2001 y 2002) o cuando los presidentes y otros candidatos fueron invitados al programa en vivo. Pero suponemos que no hay menos cálculo político en los momentos en los que las figuras políticas quedan afuera de las pantallas de Showmatch.

Christian Ferrer cuenta que en el mismo momento en que Juan Manuel de Rosas enfrentaba en Caseros a las tropas inglesas, un ingeniero británico introducía la tecnología del cercado de campos con alambre. Es decir, que mientras en un nivel más formal de la política había un enfrentamiento con los poderes coloniales, la producción de saberes y tecnologías estaba reorganizando las formas de vivir en un sentido diferente. De ese segundo plano, del plano informal, quizás sea acerca del cual el fenómeno Tinelli nos da más información.  

¿Qué lectura del contexto social/político hace Tinelli cuando invita a la gente a ser famosa por treinta segundos en su programa o cuando convoca a las organizaciones barriales a bailar por un sueño con un famoso o una famosa? Hay una actividad en la sociedad –una hiperactividad social- que Tinelli percibe y con la cual fabrica un producto televisivo. Una actividad de aquel que accede, de la mano del conductor, al prime time de Telefe o de Canal 13 para cantar, bailar o mostrar alguna otra destreza, pero también una actividad del espectador. ¿Qué hace la gente con Tinelli? ¿Qué hace la audiencia con lo que ve?

Tinelli se presenta como un personaje mucho más hábil y más eficaz que los políticos para percibir los momentos de la sociedad y para generar interpelaciones exitosas. Puede que esa interpelación se base menos en una relación de padrinazgo y más en un vínculo de complicidad. El conductor se ríe de lo que se reiría el espectador. De Tinelli, a su vez, no se ríe nadie. El pacto de complicidad asegura al espectador que nadie se va a reír de él.

Hay un efecto de realismo que asegura esa complicidad y se monta sobre la universalidad de la risa, sobre la risa como el momento más espontáneo del comportamiento de las personas. A ese efecto documental no lo neutralizan los discursos que denuncian la ficcionalidad de la televisión. El alerta de “los medios mienten” no alcanza a Tinelli. Su programa parece navegar por fuera de las aguas de la ideología. Él, que aún nunca intentó transponer esa capacidad de interlocución social a la actividad política (la izquierda intelectual local no acertó al decir que el conductor sería el Berlusocni argentino), se mantiene cuidadosamente en ese plano de lo político informal, donde la complicidad es un efecto posible.