19 de octubre de 2011

Violencia y poder en el posneoliberalismo


Pablo Dávalos
Los movimientos sociales latinoamericanos confrontaron al neoliberalismo, en las vertientes del ajuste estructural del FMI, así como aquella de privatización y reforma del Estado por parte del Banco Mundial, durante las décadas de 1980 y 1990-2000, con movilizaciones, propuestas y discursos que, por decirlo de alguna manera, cambiaron el focus de la política y abrieron el horizonte emancipatorio a nuevas ideas y lograron poner al neoliberalismo a la defensiva.
Fueron esas movilizaciones las que crearon las condiciones de posibilidad para la emergencia de gobiernos críticos al neoliberalismo y que, en primera instancia, dijeron adscribir a aquellas tesis, propuestas y discursos de los movimientos sociales del continente. Fue esta adscripción y esta referencia a los movimientos sociales la que produjo la sensación de que en América Latina se vivía una “primavera política” con gobiernos progresistas, democráticos y anclados en las demandas populares. Empero, el tiempo habría de demostrar que la “primavera política” era más un espejismo que una realidad. Los gobiernos que emergían del neoliberalismo y que se autocalificaban como progresistas o socialistas para desmarcarse de los regímenes neoliberales, en realidad, representaban una continuación del neoliberalismo por otros medios. Para los movimientos sociales de la región, esta constatación tenía un sabor amargo que tuvo consecuencias importantes. Muchos intelectuales, líderes y estructuras organizativas han sido coopatadas en el aparato gubernamental, y los espacios políticos en los cuales situar una crítica han sido reducidos de manera significativa.
Ahora bien, hay un hilo conductor entre todos los gobiernos de la región y de alguna manera se inscribe en una especie de modelo de dominación política común a todos ellos. En el presente texto se esboza la hipótesis de que América Latina está entrando en un momento de la acumulación capitalista que se caracteriza por el despojo territorial, el control social, la criminalización a la resistencia política, la conversión de la política en espectáculo y la concesión de la soberanía política tanto a los inversionistas cuanto al crimen organizado, en un contexto de globalización financiera y especulativa que ha generado un cambio importante en los patrones de la dominación política. Todos estos fenómenos remiten, en consecuencia, a las nuevas formas que asume la política, la hegemonía y la violencia de la lucha de clases en la región. Ese momento de la historia que continúa al neoliberalismo pero desde una visión diferente de la violencia, lo denomino como “posneoliberalismo”[1]. La violencia del capitalismo tardío, en América Latina, en consecuencia, se ha transformado en una violencia posneoliberal.
Los modelos de dominación política y la violencia
Durante la democracia neoliberal la violencia y el uso estratégico del miedo siempre estuvieron inscritos en la trama del mercado, la economía y el uso disciplinario del discurso de la crisis. El Estado era el soporte que legitimaba esta violencia, pero las políticas de ajuste del FMI y las políticas de privatización del Estado, eran en sí mismas violencia que desgarraba al tejido social a nombre de la economía y sus prioridades. La represión, la persecución, el control, el autoritarismo gubernamental, siempre acompañaron a la lógica del ajuste económico y del mercado, y no suplantaban a la violencia de los mecanismos automáticos de los mercados, ni los impostaban, más bien los reforzaban.
Sin embargo, a partir de la transición hacia los gobiernos posneoliberales la violencia deja el territorio de la economía y el uso estratégico del discurso de la crisis, para asumir un ropaje directamente jurídico-político. Esa transición de los mecanismos y dispositivos de la violencia y el miedo forman parte de los procesos de acumulación por desposesión y del cambio institucional del posneoliberalismo y de sus necesidades de dominar desde el consenso, es decir, la hegemonía. Esta imposición solamente se logra articulando la violencia dentro de un marco de legitimidad. Esta articulación de la violencia al interior de la legitimidad y el reconocimiento social caracteriza a los actuales modelos de dominación política en los países latinoamericanos.
El neoliberalismo, al desarticular y privatizar al Estado y trasladar hacia el mercado la regulación social, tiene que hacer del mercado un espacio de violencia legítima y natural. Las personas tienen que reconocer la violencia del mercado como violencia natural. En el mercado no hay solidaridades, no hay reciprocidades, no hay afectos, no hay lazos que no sean aquellos estratégicos del costo-beneficio. Esa violencia del costo-beneficio, en el neoliberalismo, se convierte en violencia histórica y en fundamento social. En cambio, en el momento posneoliberal puede apreciarse que la violencia retorna nuevamente al Estado. ¿Qué consecuencias tiene este proceso? ¿Qué significa el hecho de que la violencia “regrese” al Estado cuando el Estado siempre fue el locus de la violencia legítima? Ahora bien, quizá sea necesaria una reflexión previa para comprender el alcance y magnitud del retorno de la violencia a su matriz jurídico-política durante la transición posneoliberal y la conformación de aquello que puede denominarse como los nuevos modelos de dominación política en América Latina.
Las “democracias restringidas” del neoliberalismo
El neoliberalismo se impuso en América Latina por la vía de las dictaduras militares de los años setenta que utilizaron el terrorismo de Estado para provocar las transformaciones neoliberales. Este terrorismo estatal condujo a verdaderos genocidios y guerras en contra de la población, en especial durante la década de los setentas e inicios de la década de los ochentas, como fueron los casos de la “guerra sucia” en Argentina, en Chile, en Brasil, en Uruguay, en Paraguay, en Guatemala, y las guerras civiles de Nicaragua y El Salvador. En ese entonces se acuñó la frase de “guerras de baja intensidad” para la represión en contra de la población a nombre de la cruzada neoliberal. Así, neoliberalismo y terrorismo de Estado conjugaron una misma prosa y procedían desde una misma lógica. Las prioridades del mercado implicaron, en eso casos, el recurso al genocidio, en el sentido más real del término.
Las sociedades latinoamericanas resintieron de esta violencia y, de alguna manera, trataron de confrontarla, neutralizarla y resolverla. La transición a la democracia en América Latina, que se produjo en la década de los ochenta y noventa, en ese sentido, fue algo más que un proceso político de reinstitucionalización jurídica, significó un largo camino de recuperación de la paz social. Sin embargo, las dictaduras latinoamericanas crearon una heurística del miedo que contribuía a paralizar a las sociedades incluso en el proceso de transición a la democracia.
El retorno a la democracia se hizo en un contexto de crisis económica y de imposiciones de duros programas de ajuste económico impuestos desde el FMI y con el contubernio de las elites locales. El FMI no tenía ningún escrúpulo social ni ético para imponer sus duras recomendaciones. El FMI provocaba de forma intencional recesión, pobreza y concentración del ingreso, y para conseguirlo también procedió de la misma forma de las dictaduras militares: apelando al terrorismo económico[2]. Ese terrorismo económico se sustentaba en el uso estratégico del miedo y éste, a su vez, se definía, estructuraba y expandía desde la lógica de la crisis y la incertidumbre económica. El FMI situó sus prescripciones económicas sobre un tejido social que había sido profundamente desgarrado por la violencia genocida de las dictaduras militares.
La violencia del terrorismo de Estado y la violencia del terrorismo económico fracturaron a las sociedades de forma radical. Generaron un miedo permanente que obligaba a las sociedades a recluirse en sí mismas. Asumieron como prioridad la ruptura de todos los  lazos de solidaridad social como recurso de sobrevivencia individual. Fue sobre ese miedo que pudo operar la lógica monetaria del FMI. El miedo provocado desde la economía fracturaba cualquier referente de futuro. Cuando se miraba hacia delante los pronósticos eran sombríos. El FMI se había encargado de inscribir sobre el futuro de las sociedades aquella inscripción que encontró Virgilio a la puerta del infierno: Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza. El discurso de la crisis económica del FMI era apocalíptico. Sus razones eran falaces pero el miedo que provocaron era real, demasiado real.
El miedo era la materia prima de la violencia neoliberal. Pero se trataba de un miedo difuso. A diferencia del miedo provocado desde las dictaduras militares y de su terrorismo de Estado que siempre fue focalizado, el miedo que se creaba desde la economía neoliberal era una situación que atravesaba toda la conciencia social  y se instalaba de modo permanente en todos sus resquicios. Que contaminaba todos los lazos sociales. Que corroía las solidaridades. Que desmovilizaba y atomizaba. Mientras que en el terrorismo de Estado de las dictaduras militares, el locus del miedo radicaba fuera de la sociedad y podía ser señalado, adscrito y responsabilizado con nombres y apellidos (Pinochet, Videla, Ríos Mont, etc.), en cambio, con el mercado y sus mecanismos automáticos de precios, el miedo se interioriza en toda la sociedad. Nadie está libre de sus prescripciones y admoniciones. El miedo ingresa en la subjetividad de cada persona y tiene como propósito fracturar toda esperanza por fuera del mercado y la economía. Para triunfar desde la lógica del mercado no existe el “nosotros”, porque el éxito nunca es colectivo, porque el tiempo personal imposta y fractura al tiempo social. Con ese miedo interno, cada persona se convierte en un naúfrago que tiene que buscar la forma de sobrevivir pero a costa de los demás. Para el neoliberalismo y su ideología del éxito los demás siempre son una amenaza. El neoliberalismo convierte a los seres humanos en sobrevivientes. No hay solidaridades. No hay futuro. Entre el triunfo y el fracaso no hay términos medios. El miedo al fracaso se graba con fuego en la subjetividad de las personas. Solo pueden triunfar los más aptos, los más eficaces. El miedo en el neoliberalismo es la apelación al darwinismo más radical y aparece como determinismo de las fuerzas ocultas del mercado ante las cuales nada ni nadie puede cambiarlas. Si no se puede cambiar al mundo entonces, dice el ethos neoliberal, hay que adaptarse a él.  Con ese miedo difuso y extendido, la represión desde el Estado podía asumir formas homeopáticas. El miedo destruía la capacidad social de respuesta y confrontación a la lógica neoliberal de la crisis. El miedo hacía que cada quien busque cómo salvarse por sí mismo sin jamás detenerse a pensar en los demás. En la ideología de la eficacia que propugnaba el neoliberalismo nunca existió el concepto de sociedad, peor aún el de solidaridad. Los demás eran para ser manipulados en beneficio propio. Eran un recurso estratégico que tenía que ser utilizado de forma eficaz. El neoliberalismo desgarraba las solidaridades sociales y hacía de las sociedades islas de muchedumbres de individuos egoístas y estratégicos. Hombres y mujeres que luchaban por su sobrevivencia y que habían roto toda solidaridad e identificación con su propia sociedad. De ahí que la sociedad resienta del Estado, porque ese miedo se generaba desde la matriz estatal y su violencia legítima. Las políticas de ajuste estructural eran violencia pura y dura, pero la sociedad no vio detrás de esta violencia al FMI sino al Estado. El responsable de la crisis no era el FMI ni las relaciones de poder que emergían de la globalización y la acumulación del capital, sino el gobierno que generaba déficit fiscal por un gasto irresponsable. Tal fue la ideología inherente a la estrategia del miedo por parte del neoliberalismo monetario del FMI.
Precisamente por ello, la lógica del ajuste económico del FMI acudía al expediente de las cifras macroeconómicas y de un discurso incomprensibles para la mayoría de la población e inscrito en un metalenguaje de conceptos abstrusos, que tenían el propósito de crear confusión e incertidumbre. El FMI nunca le dijo a la sociedad que sus prescripciones eran para salvar la moneda, a los bancos y al capital financiero, y posibilitar la transferencia neta de capitales por la vía del pago de la deuda externa. Empero, la sociedad consideraba que las razones tecnocráticas del FMI para resolver la crisis eran preferibles al terrorismo de Estado de las dictaduras militares. De esta forma, el miedo contaminó a la democracia naciente y la paralizó como posibilidad de memoria e historia. La convirtió en escenario puro, en una entelequia que no alteraba para nada los centros reales del poder. En rehén de las necesidades del mercado. La democracia se revelaba impotente para conjurar las imposiciones neoliberales del FMI. Las prescripciones del FMI no eran solo monetarias, en realidad eran políticas y apuntaban al desmantelamiento de la misma sociedad por la vía de la destrucción del Estado como sentido de lo público y lo social. El FMI alteraba no solo el sentido de la acumulación del capital sino también los mecanismos de la dominación política.
De este modo, la democracia del neoliberalismo tenía el propósito real de crear los marcos jurídicos e institucionales que permitan la imposición del ajuste económico y, además, procesar su aceptación y reconocimiento por parte de las sociedades, de ahí sus constantes apelaciones a la gobernabilidad del sistema como recurso de disciplina, orden y obediencia a los designios naturales del mercado. Por ello, una de las características de las democracias del ajuste económico era la de crear distancias con la violencia genocida de las dictaduras militares de los años precedentes para procesar, justamente, las nuevas formas de violencia que ahora asumían la forma de la gobernabilidad del sistema, es decir, la administración de los consensos y los disensos desde una lógica explícitamente disciplinaria en la cual la violencia del mercado era el locus del miedo y la disciplina. La democracia liberal se convirtió, de esta forma, en dispositivo de disciplinarización social.
El terrorismo económico del FMI de alguna manera prometía una salida al final del túnel si se hacían las cosas de acuerdo a sus prescripciones y, luego del retorno a la democracia, en un contexto de derechos y elecciones. Para las nacientes democracias latinoamericanas la violencia de Estado, tal como funcionó durante las dictaduras, era inaplicable. Se aceptaba la violencia económica porque el discurso de la crisis la hacía aparecer como algo fuera de la sociedad y que obedecía a causas imponderables y casi naturales[3]. La apelación al darwinismo económico, implícito en la lógica del mercado y que tiene en el discurso ideológico de la “eficiencia” uno de sus momentos más importantes, fracturaba cualquier posibilidad de que la sociedad pueda atenuar y controlar la violencia del mercado. Por la apelación a un orden natural y fuera de toda referencia social, la violencia económica del mercado, durante la era neoliberal, siempre fue biopolítica.
Sin embargo, las democracias latinoamericanas fueron poco a poco recuperando espacios e imponiendo un discurso de derechos humanos como políticas de Estado, de forma independiente a la conducción de la economía. Mientras más hablaban de derechos humanos más legitimidad tenían esas democracias, pero no les servía para nada cuando se enfrentaban a la lógica implacable del ajuste económico del FMI. El discurso de los derechos humanos se convirtió en un discurso movilizador y legitimante del modelo de dominación política que se estaba poniendo en marcha en la región. Mientras más se avanzaba en materia de derechos humanos más se perdía de vista el rol de la violencia del mercado como regulador social. De esta manera se producían fracturas radicales entre el discurso político que convergía hacia un enfoque de derechos humanos y la economía que trasladaba las decisiones de soberanía política y territorial hacia los inversionistas y sus inversiones. No hay texto Constitucional en América Latina que no conjugue la prosa de los derechos humanos. De hecho, el mismo sistema de Naciones Unidas (el PNUD entre ellos), ha logrado la convergencia entre la gobernabilidad (como mecanismo de disciplina social) y los derechos humanos en casi todos los gobiernos de la región. Todos los gobiernos de América Latina, de hecho, suscribieron entusiastas ese enfoque de derechos humanos alejado de toda conflictividad política cuando aprobaron a inicios de la década del 2000, los Objetivos de Desarrollo del Milenio propuestos, entre otros, por el Banco Mundial y el PNUD.
De ahí que podría aparecer como una relativa sorpresa la criminalización a la protesta y movilización social bajo la figura del “terrorismo organizado” y “sabotaje”, a todas las formas de movilización y resistencia social en América Latina, algo que no se había visto ni en los momentos más radicales del neoliberalismo y que se produce en el contexto de sistemas políticos que adscriben a los derechos humanos en todas sus formas. En realidad, esas acusaciones de sabotaje y terrorismo para las organizaciones sociales dan cuenta que el tiempo político de la violencia neoliberal de mercado había llegado a su fin. Evidenciaban que sistemas políticos con enfoques de derechos humanos y acumulación de capital con criminalización social son dinámicas congruentes y coherentes entre sí. Generalmente, a más derechos humanos, más violencia de la acumulación de capital. Demostraban también que ese formato del miedo en su escenario de crisis económica e incertidumbre, que nacían desde la lógica del mercado, habían quedado atrás. Que la sociedad estaba, de alguna manera, inmunizada al terrorismo económico en la versión del ajuste neoliberal y que éste había perdido sus espacios de maniobra por lo que la dominación política necesitaba de forma urgente una recomposición.
El evento clave que lo explica está en la resistencia y movilización social y en la dureza de la violencia neoliberal en su formato de políticas de ajuste macrofiscal y privatización del Estado que se impuso en América Latina. En efecto, la violencia económica de esta crisis provocó un vacío social y de credibilidad al sistema político y a sus dispositivos de dominación. Las sociedades y las organizaciones se movilizaron en toda latinoamérica en contra de la dureza del ajuste económico, lo resistieron y, finalmente, lo derrotaron, de ahí la emergencia de los autodenominados gobiernos progresistas de la primera década del 2000 en América Latina y la presencia de fuertes movimientos sociales en casi toda la región. Las sociedades ya no estaban dispuestas a confrontar sin resistencias al discurso de la crisis, el ajuste fiscal y la privatización, sobre todo cuando habían visto la forma por la cual el sistema político protegió a los responsables directos de la crisis (generalmente el capital bancario y financiero) y, en una actitud de claro cinismo político, se encargó de que los costos de esa crisis sean socializados al conjunto de la población.
Los gobiernos posneoliberales saben que esa apelación al discurso de la crisis económica para imponer medidas y salvaguardar los equilibrios económicos ahora son imposibles, porque representan un recurso gastado del poder que pondría a la sociedad en su contra, lo que implicaría, para ellos y en sus cálculos más inmediatos, perder las elecciones futuras. Por eso, casi todos los gobiernos de la región han abandonado toda referencia a la economía como discurso político, en especial el discurso de la estabilidad macroeconómica, de la disciplina fiscal, entre otros, y han optado por inscribir de lleno sus posibilidades en el discurso político y en la utilización estratégica del gasto fiscal, con ello, han provocado un cambio en el formato de la dominación política y en sus dispositivos de violencia. Este modelo necesita crear las convergencias necesarias de grado o por fuerza. Necesita también administrar los consensos y los disensos dentro de los límites del sistema político liberal.
Los que consienten y asienten pueden ser disciplinados al interior de las coordenadas liberales de las instituciones y las elecciones. Los que disienten deben aprender del peso de la ley y el orden. Dayuma  en Ecuador, Atenco en México, el TIPNIS en Bolivia, Bagua en Perú, entre otros eventos de movilización social, represión y criminalización, tenían el objetivo de crear un efecto demostración para aquellos que disienten. La represión tenía un mensaje explícito: los próximos seréis vosotros.
Por ello puede decirse que el agotamiento del discurso neoliberal de la crisis produce la transición del locus de la violencia. Si la violencia ya no cumple su rol disciplinario en el mercado entonces tiene que retornar al Estado. La economía se subsume al Estado (es decir, a la política) y desde esa dinámica la sociedad ya no puede ni debe existir por fuera del Estado. Es este proceso de transición de la violencia de los mecanismos automáticos del mercado hacia los dispositivos centralizadores del Estado que caracteriza al posneoliberalismo como un momento diferente del neoliberalismo, porque quien confronte y resista la violencia política de la acumulación capitalista (es decir, la lucha de clases) ahora se confronta de manera directa con la violencia del Estado. En adelante, todos aquellos que disienten del Estado y sus políticas pueden ser puestos a su margen y, en consonancia con ello, pueden ser juzgados como personas fuera de la ley y el orden. El Estado liberal, en consecuencia, debe convertirse en el único espacio posible desde el cual consentir o disentir. Todo dentro del Estado, nada fuera de él. Se produce, entonces, un cambio en el locus de la violencia: de aquella violencia que desmantelaba al Estado en beneficio del mercado, hacia aquella violencia que reduce la sociedad al Estado. En ambas, se instrumentaliza al Estado en función de la acumulación capitalista. Se lo separa de la sociedad para confrontarla con ella. Para los neoliberales en la versión del FMI el Estado provocaba graves problemas económicos, y de ahí su necesidad de reducirlo a su mínima expresión. Para el posneoliberalismo, la sociedad no debe existir por fuera del Estado porque éste es la garantía jurídica de la acumulación por desposesión del momento posneoliberal.
El nuevo modelo de dominación política: Terrorismo y contraviolencia
Si en el neoliberalismo del Consenso de Washington la violencia tenía su locus en el mercado, en el posneoliberalismo ese locus retorna al Estado. Pero no se trata del Estado de bienestar ni del Estado de industrialización, se trata del mismo Estado del neoliberalismo que ahora asume el interés general como mecanismo legitimante de la dominación política y la acumulación de capital y, como tal, también se transforma.
Si el Estado representa el monopolio legítimo de la violencia, entonces ésta necesita de un sustrato jurídico que establezca sus límites y posibilidades. Sabemos que la violencia nunca es un fin en sí mismo, es un medio y lo que necesita legitimidad, en última instancia, son esos medios. Para que la violencia se legitime necesita del derecho, y éste tiene su locus natural en el Estado. El derecho es el envés de la violencia. Ahora bien, la violencia crea también su propia dialéctica en la contraviolencia. Y la contraviolencia también disputa su derecho a ser reconocida como legítima.
Entre la violencia y la contraviolencia media el derecho, la política y el conflicto político, vale decir, la lucha de clases. En esa dialéctica, la violencia necesita del derecho para legitimarse y establecer desde ahí sus condiciones y conservar su legitimidad. En el liberalismo, el derecho es la sedimentación y condición de posibilidad de la violencia del sistema. El derecho hace que la violencia del sistema aparezca como legítima, consensual y necesaria. Si no existiese esa violencia legítima, los intereses individuales desgarrarían a la sociedad de forma irremisible. El derecho funda al Estado legitimando la violencia. Pero en el capitalismo la violencia del sistema es violencia de clase. Aunque parezca paradójico y contradictorio, a más apelación al derecho más violencia. Cuando la sociedad reconoce los derechos en el Estado, asume la legitimidad de la violencia de clase y resigna la legitimidad de su propia contraviolencia. En el Estado de derecho se reconoce el monopolio legítimo que tiene el Estado al uso de la violencia y, al mismo tiempo, se resigna la capacidad de contraviolencia legítima.
Como lo establece Walter Benjamin: “… el derecho una vez establecido, no renuncia a la violencia. Lejos de ello, (la violencia, P.D.) solo se convierte verdaderamente en fundadora de derecho en el sentido más estricto y directo, porque este derecho no será independiente y libre de toda violencia, sino que será, en nombre del poder, un fin íntima y necesariamente ligado a ella”[4]. Derecho y violencia, en el capitalismo, expresan una misma realidad y una misma dinámica de la dominación de clase.
Esta distinción es importante para comprender el sentido real que tiene la expresión “Estado de derecho” y las apelaciones al derecho que se hacen desde el posneoliberalismo. Es desde esta apelación y recurso al derecho que se va a criminalizar y perseguir a la sociedad, es decir, negar el derecho de la sociedad a resistir la violencia del sistema.
En efecto, la violencia del Estado, por más legítima que sea, no se ejerce sobre un vacío, sobre un espacio libre de resistencias u oposiciones, todo lo contrario: la sociedad resiente esa violencia del Estado y la resiste, la contrapone otros tipos de contraviolencia; trata de sustraerse a la violencia del Estado de mil y un formas; le da rodeos; la encierra en laberintos creados desde su propio imaginario; la desafía; la escabulle; la engaña. A la violencia legítima del Estado le corresponden respuestas hechas desde la sociedad que pueden asumirse como una vasta red de contraviolencias legítimas. La violencia, en consecuencia, siempre implica una dialéctica. Una de las representaciones más visibles de la contraviolencia legítima es el derecho a la huelga que tienen los trabajadores: “… las organizaciones laborales son en la actualidad, junto al Estado, los únicos sujetos de derecho a quienes se concede un derecho a la violencia … En este sentido el derecho de huelga representa, desde la perspectiva del sector laboral enfrentada a la violencia del Estado, un derecho de utilización de la violencia al servicio de ciertos fines”, escribe Benjamin[5].
El derecho de huelga es contraviolencia legítima a la violencia legítima del Estado. Forma parte de la dialéctica de la violencia y de la dialéctica de la lucha de clases. Los trabajadores acuden al derecho de huelga como mecanismo de última instancia y para defenderse de la violencia del capital. Pero el derecho de huelga, en realidad, representa la posibilidad de abrir un espacio al interior del derecho para que pueda albergar la contraviolencia a la violencia del Estado. El derecho de huelga, es el derecho a la protesta, a la movilización, a los levantamientos, en fin, es el derecho de decirle no al sistema de poder. Es esa posibilidad de decir no, la que está en juego con la apelación al derecho cuando se menciona al Estado como el interés general, y que indica el cambio en el modelo político de dominación.
En el nuevo modelo de dominación política del posneoliberalismo se extiende la esfera del derecho para suprimir la dialéctica de la violencia-contraviolencia y convertirla en tautología del poder: violencia-violencia. A más Estado de derecho, menos legitimidad tiene la contraviolencia y más susceptible de ser puesta por fuera de la ley y el orden, es decir, criminalizada. A más Estado liberal menos espacio tiene la contraviolencia legítima de las organizaciones sociales.
Pero el Estado no es un concepto vacío de relaciones de poder. El Estado expresa, precisamente, esas relaciones de poder. El Estado al que se hace referencia es el Estado capitalista y como tal forma parte de los entramados de la acumulación del capital[6]. No existe un “interés general” que sea independiente de las relaciones de poder y dominación que atraviesan y constituyen una sociedad. El Estado, cualquiera sea su formato, expresa esas relaciones de poder y las legitima. La noción de “interés general” vacía de relaciones de poder a la sociedad pero en nombre de nuevas relaciones de poder, y lo hace para evitar que las resistencias y oposiciones a las nuevas relaciones de poder tengan espacios de maniobra que la puedan acotar.
Entonces, cuando el Estado retorna a sí mismo como “interés general”, tiene que subsumir, absorber a la sociedad en su propia violencia, tiene que reducir a la mínima expresión la contraviolencia que existe contra su propia violencia. Nadie puede ni debe reclamar sobre esa violencia porque representa el sentido de la historia. A medida que el Estado asume esa violencia como derecho y desaloja del derecho a quienes había reconocido como portadores de contraviolencia, el Estado puede asumir que quienes lo cuestionan y lo confrontan merecen todo el peso de la ley porque están en contra del continuum de la historia, porque están en contra del “interés general”. Este “interés general” se convierte en un proyecto que se sitúa por encima de toda la sociedad, que quiere impostarla y, al mismo tiempo, anularla.
Como lo expresa Bolívar Echeverría: “Resistirse a esa forma, atentar contra ese continuum de su historia, equivale a ejercer violencia contra la marcha consagrada de las cosas; por esta razón, toda actividad política que se atreva a no comportarse “constructivamente” con  respecto al “proyecto de nación” tras el que se escuda el Estado capitalista es ya, en principio, violenta: implica un atentado, un boicot, una acción destructiva. Su contraviolencia, que en el escenario consagrado de la política aparece como si fuera una violencia inicial y no una violencia que responde, sería esa “violencia contraria a la civilización” que el Estado adjudica a la izquierda política”[7].
Se trata, en definitiva de contraviolencia que aparece en la dialéctica de la violencia del Estado. Pero, en virtud de que el Estado reclama para sí la representación de la sociedad puede desalojar toda la contraviolencia que la sociedad puede oponer a la violencia legítima del Estado, y asumir un monopolio de la violencia en el cual no existe contraviolencia, es decir, no hay posibilidades de defenderse de la violencia del Estado, en términos históricos se entiende. La dialéctica de la violencia legítima del Estado y su contraviolencia de la sociedad se convierte en la tautología de la violencia estatal.
Esta reflexión puede ayudarnos a comprender el transfondo de varias expresiones de algunos presidentes latinoamericanos cuando los movimientos sociales se oponen a las derivas extractivas de la acumulación por desposesión, como la acusación de Evo Morales, Presidente de Bolivia que descalificó a la marcha de las organizaciones sociales que defendían el TIPNIS de la construcción de una carretera, o aquellas declaraciones de Lula, entonces Presidente de Brasil, en contra de las organizaciones sociales que defendían su territorio de la soja y la minería abierta a gran escala, o aquella de Rafael Correa, Presidente del Ecuador, durante los eventos de Dayuma en 2007, cuando dijo textualmente: quienes se oponen al desarrollo son terroristas, o la criminalización y persecución a los pueblos Mapuches que hicieron los gobiernos de la Concertación en Chile.
Estas posiciones y declaraciones dan cuenta de la construcción de un nuevo modelo de dominación política. Cuando el Estado le arranca a la sociedad el derecho que ésta tiene para defenderse de la violencia “legítima” del poder, entonces puede situar los conflictos políticos, que por definición implican violencia y contraviolencia (puede ser simbólica, institucional, jurídica, etc.), en un plano de confrontación directa entre el “interés general”, es decir, el Estado, y quienes se oponen a este interés general.
La apelación a un estatuto de “enemigo público” es correlativa a esta forma por la cual el gobierno se irroga una representación general y hace de la violencia y del derecho los medios por los cuales se impone a la sociedad. Ese “enemigo público” del interés general encarnado en el Estado, es el “terrorista”.
Con el modelo de dominación política del posneoliberalismo se crea una figura que coincide con la Doctrina Bush y que tiene en el “terrorista” y en el “terrorismo” sus argumentos de legitimidad. Con este expediente de calificar de “terroristas”  a todos aquellos que cuestionen, critiquen o que, en definitiva, opongan a la violencia del Estado la contraviolencia de la sociedad, las movilizaciones de la población en contra de la minería abierta a gran escala, contra las represas hidroeléctricas, el monocultivo, los transgénicos, los servicios ambientales, y demás formas de la acumulación por desposesión, tendrán que vérselas directamente con el Estado. Los levantamientos indígenas, las movilizaciones sociales, las marchas, las huelgas, las manifestaciones populares, entre otras formas de contraviolencia legítima, corren el riesgo de ser calificados de “terroristas” y de ser tratados a este tenor. Las figuras del terrorista y del terrorismo son, por tanto, consustanciales al modelo de dominación política del posneoliberalismo y al Estado de derecho.
El modelo de dominación política del posneoliberalismo
Ahora bien, si el posneoliberalismo necesita de un Estado fuerte es para asegurar la seguridad jurídica y la convergencia normativa. La disidencia y el cuestionamiento hacia la razón de Estado que puedan realizar las organizaciones sociales puede crear “inseguridad jurídica”, y esto ahuyenta a los inversionistas. Sin inversión extranjera directa, dicen los gobiernos posneoliberales, no hay crecimiento económico y sin éste no hay ni empleo ni ingresos. Éste es el núcleo que une la criminalización social con la acumulación del capital.
Cuando está de por medio una dinámica en virtud de la cual la acumulación del capital está en su fase extractivista que implica desposesión territorial y pérdida de soberanía, es lógico suponer que quienes se oponen a esas dinámicas de acumulación por desposesión entran en conflicto directo con el Estado, no con las corporaciones transnacionales ni los inversionistas. Si el Estado ha concesionado un territorio para la minería, o para los ejes multimodales (por ejemplo IIRSA), quien confronte, critique, cuestione y se oponga a esas concesiones tendrá que vérselas de forma directa con el Estado, no con los inversionistas que operan en esas concesiones ni con sus empresas.
El Estado protege y ampara a la inversión y al inversionista por sobre su misma sociedad y crea instrumentos jurídicos a este tenor, si no recuérdese todos los artículos sobre la protección al inversionista y a las inversiones que constan en todos los Tratados de libre comercio que han suscrito varios países de la región e, incluso, las leyes específicas que han sido aprobadas para defender el estatuto jurídico de los inversionistas. Si la sociedad resiente del inversionista y sus inversiones porque considera que afectaría a sus derechos, entonces, la sociedad puede ser criminalizada y perseguida porque el derecho de propiedad es el centro de la transformación posneoliberal y debe ser garantizado y protegido sobre cualquier otra consideración. Afectar al derecho de propiedad es afectar la razón misma del derecho moderno e irse en contra del Estado como interés general.
De esta forma, la violencia retorna al principio jurídico-político del Estado liberal del siglo XIX. La violencia está hecha para disciplinar al interior de los marcos jurídico-políticos establecidos desde la acumulación capitalista. Es por ello que el Estado posneoliberal puede adscribir a las nociones del derecho a la defensa anticipada de la Doctrina Bush y asumir la confrontación contra el Estado como un delito imputable a la figura del terrorismo.
Ahora resulta transparente el trasfondo de considerar como terroristas a todas las organizaciones sociales que se oponen al “desarrollo” (es decir, la acumulación capitalista por desposesión).  Por supuesto que no se trataba del “desarrollo”, al menos en una versión que haría pensar al estructuralismo latinoamericano de sus primeros años, tampoco se trataba de la versión tradicional de las fuerzas de mercado como condición del desarrollo. El “desarrollo económico” , en cualquiera de las versiones del término, no tenía nada que ver con la violencia que se está suscitando desde el posneoliberalismo. La criminalización social que se está produciendo en la región es la constatación de que algo más profundo y denso se había producido en los mecanismos de la dominación política. A ningún gobierno neoliberal se le habría ocurrido decir que oponerse a las políticas de ajuste significaba un acto de terrorismo. El neoliberalismo hablaba de gobernabilidad y gobernanza, mas no de terrorismo. Es el posneoliberalismo el que enuncia el terrorismo como figura política de disciplina, control y sometimiento. 
La apelación al terrorismo se la hace en referencia al extractivismo y las resistencias sociales que provoca. Cuando se establecía una ecuación de igualdad entre la oposición al “desarrollo” y el terrorismo, se estaba generando un mensaje bastante claro para aquellos que se oponen al extractivismo, es decir, las organizaciones sociales que estaban movilizándose en oposición a la minería abierta en gran escala, a la ampliación de la frontera hidrocarburífera, a los servicios ambientales, a los ejes multimodales de transporte, a los transgénicos, a la privatización del agua, entre otros.
Puede verse, por ejemplo, que la mayoría de gobiernos de la región nunca utilizan el expediente del terrorismo en contra de su propia oposición política. Ni Evo Morales, ni Rafael Correa, ni la Concertación en Chile, ni Lula, entre otros, calificaron a la oposición política como “terroristas”. La utilización del terrorismo fue exclusiva para la persecución a los dirigentes sociales y populares que se oponían a las derivas extractivistas que estaban en función de la acumulación del capital en su momento de desposesión territorial. Fueron los dirigentes sociales que defendían sus territorios, sus recursos, su propia vida, los que fueron perseguidos bajo la acusación de terrorismo.
En el posneoliberalismo el modelo de dominación política disuelve en el vacío jurídico las resistencias sociales y las criminaliza. No hay opciones de oponerse a la violencia legítima del Estado. Es un modelo de dominación que tiene que recurrir a un control panóptico de la sociedad. Que tiene que provocar inseguridad social permanente. Que recupera el miedo pero ahora por fuera de los mecanismos de mercado y de la crisis económica, y que lo inscribe en la misma convivencia social. En el modelo de dominación política del posneoliberalismo la violencia se convierte en cotidiana. La guerra se instaura como algo normal, de todos los días. En el modelo de dominación política del posneoliberalismo los ejércitos vuelven sus armas contra su propia población. Puede ser que se hable de la lucha contra la delincuencia, contra la inseguridad ciudadana, o lo que se quiera, pero la cuestión es que ahora los ejércitos armados se convierten en parte del paisaje urbano. La sociedad se ha militarizado por cualquier pretexto y asume esa militarización como algo normal, como algo necesario. De la misma forma que durante el neoliberalismo asumía como natural y necesarias las recomendaciones económicas del FMI.
Violencia política y heurística del miedo
El sustrato de violencia que caracteriza a los gobiernos posneoliberales forma parte de los procesos de acumulación por desposesión y control disciplinario por medio de procesos institucionales. El posneoliberalismo significa la reconstrucción del Estado decimonónico porque la acumulación del capital ha regresado también al siglo XIX. Con el posneoliberalismo se clausura de forma definitiva el Estado de Bienestar o el Estado de la industrialización.
En el posneoliberalismo el formato de Estado que se convierte en dominante es aquel del “Estado de derecho”; mas, hay que aclarar los términos. Cuando se menciona al Estado de derecho se suele pensar en los derechos liberales y burgueses y, entre éstos, los derechos humanos, los derechos colectivos y los derechos sociales. El Estado de derecho, en realidad, hace referencia al derecho a la propiedad. Los demás derechos se subsumen al derecho a la propiedad al que se lo considera como fundamental y prioritario. De todas maneras, existe una definición que da mejor cuenta de lo que quiere decir “Estado de derecho”, y es aquella de la “seguridad jurídica”. Quienes reclaman seguridad jurídica no son los ciudadanos son lo inversionistas.
Cuando el Estado cambia su estructura hacia la seguridad jurídica se convierte en Estado de derecho[8]. La forma por la cual se producen esas transformaciones es a través de la convergencia jurídica con los acuerdos supranacionales de comercio que tienen en la OMC y en los tratados de libre comercio su garantía última. La reconstrucción del Estado al interior de los procesos de convergencia normativa apela a la violencia jurídica y política y cierra cualquier espacio social solamente a aquellos que constan dentro del Estado y su violencia legítima.
Para el posneoliberalismo, nada puede existir fuera del Estado, incluso la sociedad es acotada a los límites del Estado. Esta versión de Estado es aquella del siglo XIX en donde la burguesía estaba en su proceso de emancipación política y quería controlar a las sociedades a nombre del “interés general”. La violencia del posneoliberalismo radica justamente en esa dinámica de cerrar la política a las dimensiones del Estado. Es por ello la prioridad que tiene en esta coyuntura el cambio institucional, porque las instituciones van a codificar esas relaciones de poder desde la lógica de la razón de Estado y su violencia.
En poco tiempo, los disidentes más radicales y los críticos más tenaces han sido silenciados. El modelo de dominación política no necesitó de la violencia explítica para someterlos y neutralizarlos, sino de la razón de Estado y de la violencia legítima del derecho. Las organizaciones sociales fueron perseguidas, sus líderes criminalizados, sus estructuras sociales violentadas pero, cabe aclarar, al interior del Estado de derecho. Los medios de comunicación que mantenían una línea de oposición crítica también fueron silenciados, independientemente de que hayan correspondido a la derecha política. Su silencio se avaló con las leyes existentes. La violencia que se utilizó contra ellos fue la violencia del derecho, en consecuencia, una violencia legítima. No había, entonces, nada que reclamar. El régimen posneoliberal cerraba los espacios sociales de crítica y de oposición con los recursos que al efecto le daban la ley y el derecho. Siempre había un recurso legal que podía ser utilizado en contra de sus oponentes y, hay que decirlo, siempre fueron utilizados.
El modelo de dominación política del posneoliberalismo no solo que suprime la contraviolencia legítima y que utiliza la violencia legítima en contra de todos sus oponentes, sino que produce una transferencia de esa violencia hacia el partido de gobierno. Al criticar al gobierno no solo que se está cuestionando una forma particular de políticas públicas, algo normal en una democracia, sino que ahora se estaría trasgrediendo la razón misma de Estado, porque en el nuevo modelo de dominación política, los partidos gobernantes son el Estado.
Empero, existe otra dinámica que es inherente al nuevo modelo de dominación política, se trata del miedo como una heurística del poder y del Estado como garante y condición de ese miedo social. En el posneoliberalismo se ha creado un ambiente de incertidumbre, de desconfianza, de confrontación, de ruptura permanente que desgarra permanentemente el tejido social. Ahora nadie está a salvo y, para el poder, nadie es inocente. La frontera de trazada de “o con nosotros o contra nosotros” se convierte en recurso del poder. Pocos son aquellos que pueden desafiar al Estado ahora convertido en condición de posibilidad de un partido político. En este nuevo modelo de dominación política la persecución se asentó en un control panóptico a la sociedad.
Esa inseguridad permanente fractura las solidaridades sociales. Obliga a buscar refugio y escurrirse de los ruidos de la historia. Es una inseguridad que la sienten todos los empleados del sector público que no pueden emitir el más mínimo comentario porque tienen miedo que el panoptismo del poder pase la factura. Es el miedo del hombre o mujer de la calle que se sienten en una amenaza permanente por la delincuencia, el crimen organizado, o la represión pública. Un miedo que paraliza, que corroe, que desarma.

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