18 de mayo de 2012

¿Qué tipo de afectividad política es el progresismo?

Queremos pensar al progresismo, pensarlo no sólo como algo ajeno, tratando de apartarnos de la crítica abstracta a una cierta moderación política del optimismo pequeñoburgués. ¿Qué tipo de afectividad política es el progresismo? Concebido como dimensión afectiva, no podemos hablar del progresismo si no lo experimentamos. ¿Qué organización de los afectos lo caracteriza?

En América Latina, los últimos años se habla de “los gobiernos progresistas de la región” para denominar a las fuerzas políticas que tienen un discurso de inclusión, generan procesos redistributivos en la economía y adhieren a un modelo de sociedad desarrollista. Se hace una referencia genérica a los dos grandes polos en que pueden distribuirse los actores políticos a través del binomio progresistas/conservadores. Si bien no necesariamente progresismo es lo opuesto de conservadurismo -conservador puede oponerse a reformista, a revolucionario, a izquierdista-, aquél es el par que hoy prima.

En la oposición entre progresismo y conservadurismo se puede leer una disyuntiva de raigambre en la filosofía política clásica. El conservadurismo puede definirse como el heredero de una mirada a lo Hobbes, que asegura una naturaleza maligna de los hombres, quienes sin la mediación del estado tenderían a la mutua destrucción. El progresismo, en cambio, puede responder a una línea más cercana a Rousseau, según la cual los hombres son esencialmente buenos, buscan la cooperación y la vida en armonía, siendo la agresividad hacia el prójimo el resultado de una alteración de esa esencia.

El progresismo podría ser aquella afectividad política que cree que con buena voluntad se puede mejorar a la sociedad. Si hay malestares, si hay comportamientos anómicos en las personas es porque algo ha desviado la tendencia innata del hombre a la bondad. Quizás en esa certeza anide la identificación natural del progresista con la víctima. La víctima es aquél que fue dañado, objeto de una violencia que alteró su condición original. La víctima no quiso ser lo que es ni hacer lo que hace, actúa a partir de una determinación externa, ha sido dejado en una situación pasiva.

Nos parece que para el progresismo es legítima toda palabra que se proclame en nombre de las víctimas, en lugar de los que no tienen voz. Y cuando las víctimas son capaces de componer un discurso propio, entonces su contenido será de una legitimidad incuestionable. Un discurso verdadero, que brota de las entrañas mismas de la razón política.

Se tiene, en principio, la convicción de que la sociedad va camino a ser mejor cada vez y, luego, se entiende que la historia ha producido víctimas, que hoy es necesario proteger. La adjudicación de la forma-víctima al otro (que puede ir desde el otro de clase, el pobre, hasta el excombatiente de Malvinas o el detenido-desaparecido por la dictadura) tiene el efecto de suavizar los conflictos políticos/sociales y las violencias constitutivas del orden social en que vivimos.

Hay un esfuerzo por borrar lo horroroso, por negar lo trágico, por evitar enfrentarse a la crudeza de las muertes y la precarización de las vidas pasadas y contemporáneas. Se subsume cada subjetividad política en posición de opresión o de explotación a la figura genérica de la víctima, anulando la singularidad de la situación, impidiendo una discusión real sobre sus condiciones. “Víctimas de la crisis” fueron Dario y Maxi, víctimas hay del accidente del tren en Once, del incendio de Cromagnon o de las redes de trata. De este modo, el progresismo se conforma como un modo de leer la actualidad, que sostiene que el fin último de toda decisión política deseable debe ser reparar la situación de las víctimas. 

En el orden de las decisiones políticas no hay conservadurismo o progresismo, sino un pragmatismo atento a la composición de las fuerzas sociales y económicas en un cierto momento. Podemos decir que la política asume la dimensión trágica que el progresismo o el conservadurismo no pueden asumir, porque ver lo trágico no está vinculado con una u otra idea de la naturaleza humana y de las sociedades, sino con la disposición a preguntar descarnadamente al propio contexto histórico por lo que tiene y lo que guarda.

Una medida política puede ser leída según la pecariedad y la disposición a la muerte que genera en una parte de la sociedad o de acuerdo la fuerza inclusiva/reivindicativa que en esos mismos sectores habilita. Las medidas del gobierno actual en Argentina podrían ser tomadas por una dirigencia con una retórica de tonalidad opuesta. Si el kirchenrismo es la articulación de esas medidas dentro de una retórica progresista, ¿sería hoy posible una retórica que no se asentase en la figura de la víctima, pero que, a su vez, no fuera la del conservadurismo?

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