Queremos pensar al progresismo,
pensarlo no sólo como algo ajeno, tratando de apartarnos de la crítica
abstracta a una cierta moderación política del optimismo pequeñoburgués.
¿Qué tipo de afectividad política es el progresismo? Concebido como
dimensión afectiva, no podemos hablar del progresismo si no lo
experimentamos. ¿Qué organización de los afectos lo caracteriza?
En América Latina, los últimos años se
habla de “los gobiernos progresistas de la región” para denominar a las
fuerzas políticas que tienen un discurso de inclusión, generan procesos
redistributivos en la economía y adhieren a un modelo de sociedad
desarrollista. Se hace una referencia genérica a los dos grandes polos
en que pueden distribuirse los actores políticos a través del binomio
progresistas/conservadores. Si bien no necesariamente progresismo es lo
opuesto de conservadurismo -conservador puede oponerse a reformista, a
revolucionario, a izquierdista-, aquél es el par que hoy prima.
En la oposición entre progresismo y
conservadurismo se puede leer una disyuntiva de raigambre en la
filosofía política clásica. El conservadurismo puede definirse como el
heredero de una mirada a lo Hobbes, que asegura una naturaleza maligna
de los hombres, quienes sin la mediación del estado tenderían a la mutua
destrucción. El progresismo, en cambio, puede responder a una línea más
cercana a Rousseau, según la cual los hombres son esencialmente buenos,
buscan la cooperación y la vida en armonía, siendo la agresividad hacia
el prójimo el resultado de una alteración de esa esencia.
El progresismo podría ser aquella
afectividad política que cree que con buena voluntad se puede mejorar a
la sociedad. Si hay malestares, si hay comportamientos anómicos en las
personas es porque algo ha desviado la tendencia innata del hombre a la
bondad. Quizás en esa certeza anide la identificación natural del
progresista con la víctima. La víctima es aquél que fue dañado, objeto
de una violencia que alteró su condición original. La víctima no quiso
ser lo que es ni hacer lo que hace, actúa a partir de una determinación
externa, ha sido dejado en una situación pasiva.
Nos parece que para el progresismo es
legítima toda palabra que se proclame en nombre de las víctimas, en
lugar de los que no tienen voz. Y cuando las víctimas son capaces de
componer un discurso propio, entonces su contenido será de una
legitimidad incuestionable. Un discurso verdadero, que brota de las
entrañas mismas de la razón política.
Se tiene, en principio, la convicción
de que la sociedad va camino a ser mejor cada vez y, luego, se entiende
que la historia ha producido víctimas, que hoy es necesario proteger. La
adjudicación de la forma-víctima al otro (que puede ir desde el otro de
clase, el pobre, hasta el excombatiente de Malvinas o el
detenido-desaparecido por la dictadura) tiene el efecto de suavizar
los conflictos políticos/sociales y las violencias constitutivas del
orden social en que vivimos.
Hay un esfuerzo por borrar lo
horroroso, por negar lo trágico, por evitar enfrentarse a la crudeza de
las muertes y la precarización de las vidas pasadas y contemporáneas. Se
subsume cada subjetividad política en posición de opresión o de
explotación a la figura genérica de la víctima, anulando la singularidad
de la situación, impidiendo una discusión real sobre sus condiciones.
“Víctimas de la crisis” fueron Dario y Maxi, víctimas hay del accidente
del tren en Once, del incendio de Cromagnon o de las redes de trata. De
este modo, el progresismo se conforma como un modo de leer la
actualidad, que sostiene que el fin último de toda decisión política
deseable debe ser reparar la situación de las víctimas.
En el orden de las decisiones
políticas no hay conservadurismo o progresismo, sino un pragmatismo
atento a la composición de las fuerzas sociales y económicas en un
cierto momento. Podemos decir que la política asume la dimensión trágica
que el progresismo o el conservadurismo no pueden asumir, porque ver lo
trágico no está vinculado con una u otra idea de la naturaleza humana y
de las sociedades, sino con la disposición a preguntar descarnadamente
al propio contexto histórico por lo que tiene y lo que guarda.
Una medida política puede ser leída
según la pecariedad y la disposición a la muerte que genera en una parte
de la sociedad o de acuerdo la fuerza inclusiva/reivindicativa que en
esos mismos sectores habilita. Las medidas del gobierno actual en
Argentina podrían ser tomadas por una dirigencia con una retórica de
tonalidad opuesta. Si el kirchenrismo es la articulación de esas medidas
dentro de una retórica progresista, ¿sería hoy posible una retórica que
no se asentase en la figura de la víctima, pero que, a su vez, no fuera
la del conservadurismo?
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