Nos preguntamos dónde buscar hoy, en el escenario político nacional, una configuración (fuerza y figura) que haga una diferencia real y efectiva respecto del llamado Modelo. Buscamos la diferencia por prejuicio. Porque intuimos que en la diferencia hay creación. ¿Será buena la pregunta?
Ante todo nos preguntamos si la oposición partidaria al gobierno hace esa diferencia. Sucede que la distinción entre gobierno y oposición no llega a hacer diferencia. El bloque gobernante se extiende mucho más allá del kirchnerismo y del gobierno actual, para abarcar una variada articulación de fuerzas políticas, económicas y culturales. La dinámica actual de ese entramado no se caracteriza por dar lugar a una oposición capaz de conformar una posición de fuerza alternativa relevante. Sea porque las fuerzas opositoras acaban por integrarse al modelo como variante menores, o bien porque se abisma en la irrelevancia. O bien, ambas cosas se dan al mismo tiempo.
Si la oposición no llega a constituir un espacio verdaderamente heterogéneo ¿a dónde buscar la diferencia efectiva? Dirigimos nuestra atención al crítico. Al intelectual, a las miradas distantes, a los que señalan desaciertos, a quienes desean contribuir de diversos modos proponiendo nuevos rumbos. De nuevo sentimos que la diferencia se nos escapa. El discurso crítico se integra perfectamente al estado de cosas. El crítico aporta ideas propias, una cierta distancia desapasionada, o bien un conjunto de argumentos y objeciones que pueden convivir en el espacio mediático que el modelo provee.
Nuevamente la pregunta ¿cómo reconocer una posición, una actitud capaz de diferir, de abrir nuevas posibilidades sensibles y pensantes? Nuestra pregunta llega por fin a la figura del disidente. ¿Cómo distinguirlo del opositor y del crítico para llegar a su especificidad propia?
El disidente no es el que se opone a un gobierno, a un liderazgo o a una medida puntual, sino el que se enfrenta a un consenso generalizado y arriesga su propia existencia en el diferendo. En la tradición del socialismo real hubieron grandes “disidentes”, pero preferimos tomar un ejemplo argentino. Durante la guerra de Malvinas, que estos días recordamos, allá por 1982, un grupo de intelectuales exiliados en México -Juan Carlos Portantiero, Emilio de Ípola, José Aricó entre otros- publicaron un documento en apoyo a la guerra. Consideraban positivo el enfrentamiento con Inglaterra en la medida en que activaban dinámicas antimperialistas, a la vez que condenaban al gobierno de Galtieri. En aquel momento, León Rozitchner, desde el exilio venezolano, publica “Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia”, un escrito en contra de la iniciativa bélica, en el que se expresa como núcleo central de su posición el deseo de que las fuerzas armadas argentinas fueran derrotadas. La disidencia es un gesto y un estilo que difiere de aquello en que convergen gobierno y oposición.
Siguiendo con el gesto disidente de Rozitchner, lo distinguimos del crítico, por el riesgo asumido y por la condición existencial y no meramente intelectual del diferendo. La disidencia tiene una implicancia vital, encarnada, supone un involucramiento afectivo y concierne al modo mismo en que se constituye la coherencia y el sentido de una racionalidad.
Cuando nos preguntamos hoy por la disidencia estamos pensando ya en la posibilidad de establecer una diferencia real respecto de eso que Christian Ferrer ha llamado una imagen de felicidad pública que circula hoy entre nosotros. Un modelo de alegría fundado en el aumento de consumo según parámetros del capitalismo llamado “global”.
En la Argentina actual (y en otros países del ex tercer mundo), esa imagen de felicidad se estructura en torno al consumo, como práctica y como valor. Ante el imperativo de maximizar los estándares de consumo de la población, el llamado “modelo” se constituye en la via más realista de organizar la sociedad: aumento del trabajo, explotación de los recursos naturales, inserción en el mercado internacional, planes sociales, presencia policial en los territorios. El opositor y el crítico intervienen para proponer otros modos de administración del modelo. Ni uno ni otro tienen la capacidad de dividir el campo político. ¿Pueden ensayarse hoy divisiones políticas? ¿Vale la pena apelar a un tipo de disidencia para intentar abrir el panorama? ¿Dónde encontramos focos que difundan otros valores?
Puestos a enumerar encontramos, al menos, tres fuentes de disidencia: a) los grupos que están por fuera del discurso del desarrollo, por ejemplo, los que se nuclean en torno a la idea de “buen vivir”, ligados al imaginario de pueblos originarios de sudamerica; b) personas que participaron del proceso de conmoción social del 2001, y que luego no compartieron la deriva kirchnerista; c) formas de radicalidad éticas que atraviesan frecuentemente el debate público con nuevos lenguajes y horizontes. Dos ejemplos. La posición que caracterizo a las madres de plaza de mayo hasta el 2003 (sobre todo el discurso de Hebe de Bonafini); posiciones que surgen en determinadas luchas como en el caso medioambiental (lucha contra la minería, caso Famatina).
¿El discurso del disidente es político; debe serlo? ¿Qué hace del discurso del disidente un discurso efectivamente político? ¿Qué distingue a la disidencia pública de un mero encierro en la esfera privada? ¿Cómo toma forma política esto que muchas veces parece ser sólo una actitud personal, individual o grupal? El disidente no deja de expresarse publicamente, pero su discurso no comparte un mismo nivel de sentido que el de los otros actores. Puede hablar de las cosas que pasan, pero las narra de otra manera, de una manera que no tiene lugar en el campo semántico vigente. En nuestros tiempos, el disidente no habla de desarrollo ni de consumo, de trabajo, de industria ni de nación. La sociedad se le presenta de otra forma.
El disidente no participa del lenguaje compartido de la política. No continúa el relato del poder. No participa del círculo que el juego entre oficialistas y opositores dinamiza. No es tampoco el que tiene una opinión diferente. No participa de ese círculo, pero lo interrumpe. El disidente es el aguafiestas. El que, cuando habla, expresa la pertenencia a un mismo plano de los discursos que se presentan como rivales. El disidente no es el profeta, en tanto no trae una palabra trascendente, pero es portador de algo que podría ser válido para todos. No es el intelectual de vanguardia, ya que no anticipa un tiempo nuevo por venir, sino que abre un nuevo tiempo en el presente.
Si tenemos que resumir hasta acá la disidencia positiva diremos que el disidente difiere en el pensamiento y en la sensibilidad. Que no lo hace ante el gobierno, sino ante el presente. Que toma riesgos. Que narra el presente de otro modo. Que está en posición minoritaria. ¿Vale la pena construir la figura del disidente como un tipo ideal? Creemos que no. Si distinguimos estos rasgos, es para poder reconocerlos luego, en las prácticas políticas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario