11 de abril de 2012

¿Qué conflictos existen en torno al modo de vida imperial?


El encuentro anterior nos planteamos la existencia de una imagen única de felicidad pública, en torno a la cual se aglutinan los proyectos políticos de la época. ¿Podemos pensar que esa imagen de felicidad da lugar a un modo de vida igualmente dominante? Dos autores vieneses, Ulrich Brand y Markus Wissen, usan el concepto de modo de vida imperial para referirse a este fenómeno. “No se refiere simplemente a un estilo de vida practicado por diferentes ambientes sociales -explican- sino a patrones imperiales de producción, distribución y consumo, a imaginarios culturales y subjetividades fuertemente arraigados en las prácticas cotidianas de de las mayorías.”

¿Nos aporta algo esa noción de modo de vida imperial? ¿Qué de nuestra realidad nos permite ver/abrir? Puede que más interesante que describir el funcionamiento de ese modo dominante de hacer y organizar la vida sea indagar sus límites, sus puntos ciegos, los bordes (internos, siempre adentro, un MVI colma la época, no tiene afuera) en los cuales aparece cuestionado. ¿Qué conflictos existen en torno al MVI?  

El MVI es un conjunto de imágenes que logra que consumo, inversión y producción sean vistos como una unidad, se presenta como el custodio de una idea de desarrollo basada en la alianza de esos tres elementos y permite su efectiva articulación. La explotación de la naturaleza aparece como el costo necesario de los procesos de crecimiento de la economía. Quizás por esa razón, es en los países considerados “en desarrollo” donde el MVI cuenta con una defensa más agresiva. Donde más evidente es su no sustentabilidad, más consensos parece generar.

En torno a esos consensos, lo que encontramos a primera vista es un discurso ecologista que parte de ideas abstractas de cuidado y peligro, advirtiendo la nocividad que representa el hombre para el planeta. El Save the planet  heredado de los países del norte. Retóricas globales, enlatadas, que no muestran mayor fuerza política en el contexto local. En los países de la región, el ecologismo y la política  no  suelen  cruzar sus caminos.

Como señala Eduardo Gudynas en un artículo titulado La izquierda marrón, en América Latina no hay izquierdas ecologistas de peso. En nuestros países las izquierdas tienden a ser desarrollistas y humanistas, concentradas en un imaginario del trabajo que realza la figura del trabajador industrial. La naturaleza no es una preocupación, a menos que sea en tanto recurso a controlar. Esto reduce el discurso ecologista a una expresión despolitizada y romántica, con la mirada puesta en el norte. En este sentido, Evo Morales denuncia: “el ecologismo es el nuevo colonialismo”.           

De nuestra parte, podemos lamentarnos respecto del modo en que se opone la cuestión social y ambiental. Como si fueran dos variables independientes a considerar por separado. Como si no hubiese, en el corazón de la tradición moderna de las izquierdas, suficiente recursos para cuestionar esta separación. ¿o no afirmo el joven Marx que, de un modo claro y contundente que la naturaleza era la prolongación (in)orgánica del cuerpo del hombre?

Los gobiernos progresistas presentan toda defensa de la naturaleza como un intento de restringir el desarrollo de los países subdesarrollados. Referirse al cuidado de la naturaleza es descuidar el futuro nacional. De este modo, se busca desplazar de la escena política a cualquier planteo que se oponga al desarrollo vía explotación de la naturaleza. Se pone en un mismo plano a los ecologismos que responden a las modas globales y a los ambientalismos  los llamamos así a falta de una palabra mejor- que surgen de las experiencias de vida propias de las comunidades.

Frente a una izquierda desarrollista, confiada en el progreso, casi por debajo de esa modulación ideológica, se despliega una resistencia a la destrucción y a la explotación de la naturaleza que no parte de la imitación de un discurso, sino de la experiencia vital cotidiana. Los campesinos que resisten el desmonte en el Chaco, los pueblos que se oponen a la minería a cielo abierto en Catamarca, las movilizaciones contra la construcción de represas en la Patagonia. Son posturas que no se deducen de una idea de cuidado del planeta sino que se desprenden de una afectación del propio entorno. No se quiere salvar al mundo, se busca proteger los modos de vida propios.  

El MVI -imperial- somete y explota a los modos de vida que lo circundan, los elimina o los subordina, haciéndolos trabajar para él. Frente a esta maquinaria, explotación de la naturaleza y explotación humana no son dos fenómenos separados sino uno y el mismo. Este mismidad es clara cuanto se trata de modos de vida donde el hombre no se opone a la naturaleza sino que actúa junto con ella, de acuerdo a una tradición ancestral. Para los gobiernos progresistas, la defensa de esas experiencias es una resistencia al desarrollo. Dentro de esa lógica, Pepe Mujica puede burlarse en Uruguay de un pescador que se opone a que el estado privatice las tierras porque, mientras él pesca, detrás pasan los ciervos.        

Así procede un modelo que avanza vía empobrecimiento de la experiencia, propagando su llamado a vivir de cierta forma, a vivir e interpretar el mundo de un modo funcional a la maquinaria productiva capitalista. Se trata de un funcionamiento inclusivo. El MVI es una forma social que incluye vía explotación. Tiene la capacidad –en la fase ascendente del ciclo económico, es decir, cuando hay excedente disponible- de generar mejorías incluso en las poblaciones más precarizadas. Inclusión y explotación se presentan como inescindibles. Una explotación que, por más impuesta que pueda ser, produce efectos de sentido de elección/libertad. El sustento consensual del MVI se basa en la idea de que quienes son explotados, quieren ser parte y, por ende, eligen su explotación.

En el punto en que genera expectativas de bienestar para todos, el MVI es un organizador social exitoso. Sin embargo, los índices de superexplotación de los que precisa para funcionar lo mantienen siempre expuesto al conflicto, que puede surgir en cualquier momento y lugar. Los fenómenos urbanos vinculados con condiciones ultra-precarias de vida, de trabajo y de transporte que son pieza clave de su funcionamiento suelen ser, a su vez, el escenario de las pequeñas catástrofes que abren la conflictividad en torno al MVI. Casos como el incendio de Cromagnon, el incendio del taller textil de la calle Luis Viale, la toma del Parque Indoamericano, el choque del tren en la estación de Once.

La conflictividad no proviene del campo político -de sus juegos de oposición e identidad- sino de lo “social”, y se expresa menos bajo un lenguaje tradicional (una modalidad de reclamo y una retórica de derechos) que en formas de interrupción de las dinámicas urbanas: cierres de calles, piquetes, tomas de espacios, bandalismo.    

Hay una lógica para la cual estas catástrofes -tanto los desastres naturales como las tragedias urbanas- son accidentes contemplados dentro del modelo. ¿Dónde se decide acerca de los riesgos a tomar? Hay una decisión acerca de los modos de desarrollo de la economía y del progreso de la sociedad que aparece solapada. Pareciera como si el desarrollo en sí mismo implicara unos índices de destrucción y descuido de la vida. Abrir la problematización del MVI implica pensar no sólo la relación entre desarrollo y ecología, sino además el vínculo entre desarrollo y democracia. ¿Qué pasa con el desarrollo que no lo podemos pensar como problema político?

El desencuentro entre el “verde” ambiental y el “marrón” industrial de que habla Gudynas, tal vez oculte una divergencia más urgente y radical. Tras aquella distinción (que se vuelve fácilmente torpe oposición) entre “naturaleza” y “desarrollo” late un conflicto político aún mayor, que concierne a la definición misma de desarrollo entendido como alianza entre investigación y conocimiento, entre experimentación y aplicación, entre ciencia y técnica; en definitiva, entre poder-saber tal como se desarrolla en los laboratorios de las empresas multinacionales más avanzadas y presión democrática por participar de los criterios con que se configura la imagen misma del desarrollo y las líneas de invocación tecnológicas. 

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