Acerca de la crisis
y continuidad de las relaciones sociedad-naturaleza
capitalistas
Ulrich Brand y Markus Wissen
(Universidad de Viena)
En las sociedades
capitalistas las crisis económicas son particularmente relevantes
porque el capital y sus grupos, y también los asalariados y los
representantes de sus intereses, deben temer por sus bases de
reproducción. Luchan por opciones de
aprovechamiento o empleos asalariados, así como por una
estabilización social y planificación para asegurar la reproducción
por lo menos a mediano plazo. A pesar de ello, el concepto según el
cual “una crisis arranca lo conocido de sus fundamentos” y llama
a “reorganizar las fuerzas” (Haug 2010:2121), nos parece ser una
visión demasiado limitada. Por lo menos sólo aplica en forma
parcial a las manifestaciones actuales de la crisis ecológica en las
sociedades del Norte. A diferencia de las consecuencias de la crisis
económica y las formas predominantes de su manejo, el drama ya poco
negado del cambio climático y la radicalización de la protesta
ecológica ―tal como se manifestó, por ejemplo, en Copenhague
durante la COP15,1
o frente al transporte de contenedores de desechos nucleares Castor
en Alemania en noviembre de 2010, casi no se sienten en la vida
cotidiana de los habitantes del norte global. La catástrofe del
reactor nuclear de Fukushima incrementó el malestar difuso con
respecto a una mega-tecnología, y generó – por lo menos en
Alemania – declaraciones políticas y en junio 2011 leyes de que se
abandonará la energía nuclear. Sin embargo, hasta la fecha no llevó
a cuestionar críticamente los patrones de producción y consumo,
posibles precisamente gracias a la energía nuclear. A pesar de que
los diversos fenómenos de crisis están interrelacionados y a pesar
del carácter de clase y género de la crisis ecológica, parece que
su evolución se basa en una dinámica específica que la diferencia
de otros fenómenos de crisis. Al mismo tiempo, la especificidad de
la crisis ecológica tiene sus efectos sobre el desarrollo y el
manejo de la crisis económica o energética.
A continuación,
trataremos de analizar en mayor detalle y desde la perspectiva de una
ecología política la relación entre continuidad y ruptura en la
múltiple crisis actual. Para este fin, introducimos un término que
nos parece importante desde la perspectiva de la teoría
(anti)hegemónica: el modo de vida imperial, que no se refiere
simplemente a un estilo de vida practicado por diferentes ambientes
sociales, sino a patrones imperiales de producción, distribución y
consumo, a imaginarios culturales y subjetividades fuertemente
arraigados en las prácticas cotidianas de de las mayorías en los
países del Norte, pero también y crecientemente de las clases altas
y medias an los países emergentes del Sur. Según nuestra tesis, el
concepto del modo de vida imperial permite, en primer lugar, explicar
la contradicción (aparente) entre el hecho de que se observa, por un
lado, un aumento real y ampliamente reconocido de los fenómenos de
crisis en las relaciones sociales y ecológicas, mientras, por otro
lado, las medidas sociopolíticas concebidas para combatir estos
fenómenos de crisis siguen siendo muy insuficientes.
Dicho de otra
manera: A pesar de que la crisis ecológica
se politizó en los últimos tiempos y es también percibida como un
problema en el discurso dominante, parece que los patrones de
producción y consumo y los patrones culturales subyacentes se están
consolidando y generalizando a nivel global - con el apoyo del Estado
y de la esfera política. Cuando hablamos de generalización, no
insinuamos que toda la gente esté viviendo igual, sino que existe
una especie de lógica de desarrollo ampliamente aceptada que se
inscribe en estructuras coercitivas y dispositivos de acción.
Por
consiguiente, la crisis social y ecológica debe ser entendida en
estrecha relación con las estructuras sociales dominantes, las
relaciones de poder y de fuerzas, los contenidos de la política
estatal, así como con la tendencia hacia la crisis que es propia de
las sociedades capitalistas.
En segundo lugar,
esta perspectiva de análisis nos permite
ver algunas razones que suelen ser obviadas en los diagnósticos
críticos de la crisis, y que dan cuenta de por qué en el norte
global existen tan pocas iniciativas emancipadoras frente a esta
múltiple crisis. Es decir, por qué la crisis funcional innegable
del capitalismo financiero aún no se traduce, hasta la fecha, en una
crisis de legitimación.
2. Modo
de vida y modo de desarrollo
Una
categoría central de la teoría de la regulación es el “modo de
desarrollo”. Se refiere a la coherencia temporal entre el
desarrollo histórico de unos patrones de producción y distribución,
por un lado, y unos patrones de consumo, por el otro lado, dos
patrones que en su conjunto constituyen un régimen de acumulación.
La dinámica capitalista y la capacidad de lograr hegemonía se dan
especialmente‚ aunque no exclusivamente‚ cuando se cristaliza un
régimen de acumulación “estable”. Desde la teoría de la
regulación, las diferentes ramas del proceso de producción
(industrias de bienes productivos y de bienes de consumo) y sus
normas correspondientes deben ser más o menos compatibles con las
condiciones del consumo final y a las ideas socialmente dominantes de
una “buena vida”, y al ocurrir crisis menores estas deben ser
manejables. Para citar un ejemplo: la industria automovilística,
involucrada globalmente en una competencia brutal, en sus secciones
de investigación y desarrollo tecnológico debe proyectarse en base
a una demanda global estimada, que recién se concretiza en el
momento de la venta. Esto genera sobrecapacidades y destrucción de
capital, como lo podemos observar en la actualidad.
Es decir que los
conceptos de patrones y normas de consumo, tomados de la teoría de
la regulación, no sólo hacen referencia al consumo de bienes y
servicios, sino a todo un modo de desarrollo dinámico cuya dimensión
material estructura la existencia social y las relaciones sociales,
como son la alimentación, la vivienda y la movilidad, el trabajo
asalariado y otras formas de trabajo socialmente necesarias, el
tiempo libre, lo público en su sentido amplio y lo político en su
sentido estrecho, así como la colectividad, la vida en familia y la
individualidad. La forma concreta que toma el modo de desarrollo es
el resultado de experiencias históricas, de conflictos y compromisos
sociales, que terminan consolidándose en un determinado desarrollo
tecnológico, ideológico e institucional. Al mismo tiempo, perdura
la producción de subsistencia que también brinda un aporte
importante a la reproducción de las sociedades capitalistas, en
espacios muy diferentes y bajo la condición de relaciones de género
extremadamente desiguales.
Nuestro concepto del
modo de vida se basa en los conceptos del
patrón de producción y consumo de la teoría de la regulación.
Además se apoya en el concepto del modo de desarrollo. Sin embargo,
se diferencia de este último en la medida en que da más importancia
a las microprácticas cotidianas y al sentido común, que rara vez
son abordados explícitamente por los teóricos de la regulación. Es
decir que no son considerados factores autónomos que influyen en
cómo determinados patrones de consumo llegan a generalizarse, o en
cómo se crean ciertas condiciones para determinados patrones de
producción, sino que solo suelen ser vistos en su funcionalidad y/o
disfuncionalidad en el marco de la coherencia macroeconómica.2
Para nuestro argumento es central suponer que en determinadas fases
históricas, y en base a una congruencia entre los patrones de
producción y de consumo, se genera un modo de vida hegemónico, es
decir un modo de vida ampliamente aceptado, amarrado
institucionalmente y profundamente arraigado en las prácticas
cotidianas de la gente; un modo de vida relacionado con determinadas
ideas sobre el progreso: Por ejemplo, se espera que las computadoras
sean cada vez más potentes, y que los alimentos sean cada vez más
baratos, sin importar las condiciones sociales y ecológicas en las
que se producen.
Patrones
de producción y consumo que se convierten en hegemónicos en
determinadas regiones o países pueden generalizarse a nivel global
de forma “capilar”, irregular, y con considerables diferencias en
el espacio y en el tiempo. Esto tiene que ver con estrategias
empresariales concretas e intereses de capital, con políticas
estatales comerciales y de inversión, con geopolíticas, pero
también con el poder adquisitivo y los imaginarios acerca de un modo
de vida atractivo en aquellas sociedades a las que estos patrones de
producción y consumo llegan por la vía del mercado mundial.
Cuando hablamos de
“generalización,” ésta no significa que todas las personas
vivan de la misma manera, sino que se generan determinados
imaginarios profundamente arraigados acerca de lo que se entiende por
calidad de vida, o buena vida, y por desarrollo social, que marcan la
cotidianeidad de un número creciente de personas, no solamente a
nivel simbólico, sino también en lo material. La dimensión
simbólica no es solamente importante en términos de contribuir a la
coherencia de un determinado régimen de acumulación, sino porque la
creación y las prácticas cotidianas de un modo de vida tienen sus
dinámicas propias (que, por cierto, no están totalmente separadas
de lo macroeconómico). Resulta además importante anotar que este
proceso no es socialmente neutro, sino que es transmitido vía las
inequidades globales, así como vía relaciones de clase, de género,
de etnia o etnizadas. Como lo demostraremos más adelante, es verdad
que en el norte global el manejo de las contradicciones sociales se
vuelve más fácil a raíz de la externalización de los costos
ecológicos que surgen en la reproducción de la fuerza laboral. Sin
embargo, los patrones de consumo inherentes al modo de vida imperial
son muy específicamente clasistas.
3. El
carácter imperial del modo de vida del norte global
Se puede hablar de
un “modo de vida imperial” a partir de la colonización que
arranca en el siglo XVI y el sistema-mundo liberal capitalista
instaurado en el siglo XIX. Sin embargo, durante estos períodos,
este modo de vida se limitaba a las clases altas, es decir que no era
hegemónico en el sentido de caracterizar la vida de la mayoría de
la población y, con ello, sus prácticas cotidianas. Fue recién con
el desarrollo del fordismo en el siglo XX que se produjo un cambio
amplio en las relaciones sociales y ecológicas y con ello en el modo
de vida, es ahí cuando el modo de vida imperial se arraiga en la
cotidianeidad de las mayorías particularmente del norte global.
La profunda
transformación taylorista de la organización laboral y el
incremento correspondiente de la producción en los centros
capitalistas fueron una de las bases del
modo de desarrollo fordista. La otra consistió en que la
reproducción de los asalariados mismos se realizó cada vez más a
través de bienes materiales/mercancías: la movilidad a través del
automóvil, la alimentación a través de productos de fabricación
industrial, la vivienda a través de la construcción y adquisición
de casas de familia. Con la creciente productividad, se redujeron los
costos de los bienes de consumo y con ello también los costos de
reproducción de la fuerza laboral. Los asalariados participaron de
la creciente plusvalía con el incremento de sus salarios reales,
resultado del compromiso de clases fordista. Las innovaciones
tecnológicas en áreas como la química, la agricultura, las
telecomunicaciones, la construcción de maquinaria, la electrónica y
el transporte, constituyeron elementos fundamentales de la dinámica
fordista y tuvieron implicaciones específicas sobre las relaciones
sociales y ecológicas. El automóvil y la vivienda propia, equipada
con bienes de fabricación industrial, asegurados a través de
políticas estatales y del sistema de crédito, fueron orientaciones
hegemónicas de la producción y del consumo fordistas.
El modo
de vida del Norte es “imperial” en la medida en que presupone un
acceso en principio ilimitado, - normalmente vía el mercado mundial
asegurado a través de políticas, leyes o mediante el ejercicio de
la fuerza -, a los recursos, el espacio, las capacidades laborales y
los sumideros del planeta entero. 3
El desarrollo de la productividad y del bienestar de las metrópolis
se basó en una repartición mundial de recursos muy favorable para
éstas (Altvater 1992). El inmenso crecimiento experimentado durante
el fordismo se logró gracias a la fuerte explotación de energías
fósiles (primero carbón y luego sobre todo petróleo) y al uso
indiscriminado de los sumideros de todo el planeta. Lo importante fue
disponer de un superávit relativo permanente de recursos naturales
baratos en cuanto a materias primas y al mercado agrario. El
predominio militar y político de los Estados Unidos y el conflicto
“frío” con la Unión Sovjética generó cierta estabilización
de la situación política mundial, que también se vio reflejado en
el acceso constante a recursos baratos como el petróleo.
Después de la
crisis del fordismo, en los años 1980,
surgió un modo de desarrollo post-fordista en el marco de un proceso
de restructuración duramente disputado. Si el fordismo puede ser
entendido como una forma de acumulación intensiva que hizo posible
un incremento de la plusvalía relativa a través de la
intensificación permanente del proceso laboral, se debe anotar que a
partir de los años 1980 y más aún de los 90s, se volvió
predominante de nuevo un modo de acumulación más bien extensivo,
basado en una extensión de los horarios de trabajo, pero sobre todo
en el aumento mundial del número de asalariados en países como la
China (Sablowski 2009). Otros hitos que marcan este proceso de
restructuración que puede ser calificado como la neoliberalización
de la sociedad (con elementos conservadores y socialdemócratas) son
nuevos modelos de producción, una nueva división internacional del
trabajo, la transformación del Estado en un Estado competitivo
internacionalizado, un corporativismo competitivo aceptado por muchos
sindicatos y estructuras sociales y subjetividades cambiantes
(Candeias/Deppe 2001).
Al calificar el modo
de vida fordista y postfordista como
“imperial”, no queremos negar o desestimar las estrategias
basadas en la fuerza cruda o estructural que adquirieron aún más
importancia después del 11 de septiembre de 2001. Tampoco queremos,
en forma abstracta y con gesto moralizador, criticar a los
asalariados de las metrópolis capitalistas y las clases medias y
altas de los llamados países (semi-)periféricos por sus hábitos de
consumo y/o su estilo de vida. Las líneas de división se mantienen
y son reproducidas en forma consciente o inconsciente. Pero
consideramos que el término “modo de vida imperial” es adecuado
para destacar el vínculo que existe entre las prácticas cotidianas
hegemónicas, las estrategias estatales y empresariales, la crisis
ecológica y las crecientes tensiones imperiales en la política
internacional. “Modo de vida imperial” es un término estructural
que debe ser entendido en el sentido de la teoría hegemónica (por
eso, este texto no se refiere de manera tan explícita a actores
políticos y sociales; por supuesto, son muy importantes). Permite
elaborar el carácter y estado hegemónico de la sociedad en el
sentido de consensos activos y pasivos y el escaso alcance para
desarrollar estrategias emancipadoras en tiempos de “grandes
crisis”. Va más allá del concepto clásico o reciente de
imperialismo en el cual no se suele tomar en cuenta el modo de vida.
El carácter
imperial del modo de vida del Norte se
refleja sobre todo en el uso de la energía fósil, en su gran
mayoría importada del sur global (al que incluimos también Europa
del este). Su uso es la fuerza motriz del cambio climático que, a su
vez, afecta más a la población en las sociedades del Sur.
Pero el carácter
imperial del modo de vida del Norte se
observa también en relación a los recursos de la “era de la
información”, por ejemplo la explotación de metales raros como se
da en la China, en condiciones altamente peligrosas para la salud y
el medio ambiente, así como el manejo de los desechos sólidos que
genera el modo de desarrollo postfordista. Lo vemos, por ejemplo,
cuando niños africanos arriesgan su salud al extraer los elementos
reciclables de la chatarra electrónica europea.
Para nuestro
propósito, el hecho decisivo es que la
profundización del modo de vida imperial se dio en dos direcciones:
en primer lugar se reestructuró e intensificó el acceso a los
recursos globales y la fuerza laboral vía el mercado global. Los
patrones de consumo fosilistas (basados en energías fósiles),
características del fordismo, no sólo sobrevivieron la crisis del
fordismo sin sufrir ningún cambio, sino que salieron intensificados.
Un ejemplo es la cantidad de vuelos en Alemania por la liberalización
del mercado aereo y por la energía relativamente barata. La cantidad
de vuelos dentro de Alemania, hacia o desde destinaciones en Alemania
creció desde 24 milliones en 1990 a 66 milliones en 2006. Entre 1999
y 2010, la cantidad global de automóviles creció por casi 40 por
ciento a 800-900 milliones de automóviles. El pronóstico
global es que en 2030 habrá 1.600 millones. Si consideramos que hoy
en Alemania hay 570 coches por 1000 habitantes, en China 10 por 1000
(pero en Beijing ya 100 por mil) y en la India 6 coches por 1000
habitantes, podemos imaginar ciertas dinámicas. De los más de 77
milliones de coches producidos globalmente en 2010 (después de 61
milliones en 2009 por la crisis) en China ya se produjo más de 18
milliones; en Japón caso 10 milliones, en los EE.UU. casi 8
milliones y en Alemania casi 6 milliones. Haberl et al. (2011)
argumentan que todavía dos tercios de la humanidad se encuentran en
la transición de economías y modos de vida basados fundamentalmente
en la agricultura hacia economías y modos de vida industriales.
Y contrariamente
al discurso de los años 1990 de la “virtualización” de la
economía, las tecnologías de la comunicación moderna requieren de
muchísimos recursos ―no sólo en cuanto al consumo de
electricidad, sino también a los insumos materiales necesarios para
su producción, que en su mayoría provienen de los paises del Sur.
En segundo lugar, en
algunos países como China o India se están formando amplias clases
altas y medias - llamados “nuevos
consumidores” (Norman Myers y Jennifer Kent 2004) que asumen el
modo de vida “occidental” como referente (en algunos países
latinoamericanos este fenómeno ya se dio durante el fordismo).
4. Modo
de vida imperial y crisis de la gestión de problemas desde el Estado
El problema central
que surge con el auge de los países emergentes, sobre todo de la
India y la China, es la expansión de los patrones de consumo y
producción fosilistas y los imaginarios de una vida atractiva del
Norte. Con esto tiende a generalizarse un modo de vida que desde una
perspectiva ecológica no puede ser generalizado.4
Como consecuencia, aumenta la demanda de recursos desde estos países
emergentes, que a su vez reclaman el derecho a hacer uso por su parte
de los sumideros globales. Es justamente por ello que el auge de
países como la India y la China colisiona con el modo de vida
imperial del Norte. Esta se basa en una exclusividad ecológica, ya
que presupone que no todos los habitantes acceden de la misma manera
a los recursos y sumideros de la tierra. Sólo así sus costos pueden
ser externalizados en el espacio y el tiempo. Si nos referimos a la
teoría imperialista clásica, se podría decir que el capitalismo
desarrollado requiere de un “afuera” no-capitalista o por lo
menos menos desarrollado, para no sucumbir a sus contradicciones
ecológicas (Luxemburgo xxx). Este “afuera” es la condición que
permite el “arreglo medioambiental” de la socialización
capitalista (véase Castree 2008: p.146 y sig.).
En la medida en que
los cambios geopolíticos y geoeconómicos
actuales cuestionan el uso exclusivo por parte del Norte tanto de los
recursos humanos y naturales, así como de los sumideros del planeta,
este “afuera” del capitalismo desarrollado se reduce. Con ello,
disminuye también la posibilidad - espacial y en el tiempo - de
externalizar sus costos ecológicos. Esta tendencia tiene
implicaciones importantes para toda la arquitectura política que se
creó desde los años 1990 para poder manejar la crisis ecológica,
una arquitectura cuyo núcleo está conformado por las “instituciones
de Río”, sobre todo el United Nations Framework on Climate Change
(UNFCCC) y el Protocolo de Kyoto, firmado en el marco del mismo en el
año 1997. Ambos se caracterizaron por una contradicción central
desde su inicio. Por un lado, desde su base conceptual (no así su en
formulación concreta y mucho menos en sus resultados
desilusionantes) equivalían a una ataque gerencial contra el modo de
vida imperial, ya que éste se basa precisamente en la idea de que el
norte global, protegido por regulaciones jurídicas, puede disponer
libremente y en forma sobre proporcionada de los sumideros de la
tierra. El Protocolo de Kyoto limita este acceso, en la medida en que
solo concede a los países industrializados una tasa de contaminación
determinada. Por otro lado, el modo de vida imperial está
profundamente arraigado en las relaciones de fuerzas sociales, el
sentido común y las prácticas cotidianas de los habitantes del
norte global, así como en la orientación general hacia el
crecimiento económico y la competitividad. Se inscribe en los
aparatos estatales y determina los patrones de percepción y acción
de los y las políticos/as. Estos defienden los patrones de
producción y consumo que están a la base del modo de vida imperial,
cada vez que regatean los niveles de emisiones y vuelven a casa
orgullosos de haber logrado negociar reducciones muy bajas para “su”
país;; cada vez que subvencionan la agroindustria, o construyen
centrales termoeléctricas en base a carbón, o gaseoductos.
Un ejemplo son los
“bonos de chatarra” en Alemania. En la crisis económica, el
Estado asegura los modos de vida dominantes. En
la crisis 2008/2009 el gobierno alemán formuló „paquetes de
conyuntura“; el segundo paquete incluyó una “prima
medioambiental”. Entre enero hasta septiembre 2009 una persona
recibió 2.500 EUR si su coche se volvió chatarra y si compró un
nuevo coche. Era un enorme éxito: 1,75 millones de personas
participaron y compraron un coche nuevo (en Alemania existen 42
milliones de coches personales en 2010; 40.000 con motores eléctricos
o híbridos). Esta intervención política – acordada con las
empresas y los sindicatos - aseguró la producción y puestos de
trabajo en la industria durante la crisis, y mantuvo la base
económica de un país que exporta muchos productos industriales: 25%
de los ingresos de las exportaciones de Alemania en los últimos
anyos viniero de la industria de transporte, 15% de la industria
maquinaria y 15% de química.
Esta contradicción
entre la defensa y el cuestionaminto implícito del modo de vida
imperial es lo que ha caracterizado desde
siempre el manejo de la crisis ecológica por parte del Estado. Por
ello no sorprende que los Estados Unidos, hasta hace poco el mayor
emisor mundial de CO2, y hasta ahora el mayor emisor per cápita,
nunca hayan ratificado el Protocolo de Kyoto, y tampoco se
comprometan a reducir sus emisiones.
La característica
contradicción entre la arquitectura internacional y la política
ambiental se mantuvo por mucho tiempo latente en el Norte. El hecho
de que se haya agudizado en los últimos años se debe, por un lado,
a que en la agenda estatal-política se ha dado mayor prioridad a la
crisis ecológica debido a la publicación de informes como el
Informe Stern sobre la Economía y el Cambio Climático (Stern 2006)
y el Cuarto Informe de Evaluación del Panel Intergubernamental sobre
Cambio Climático (IPCC 2007). Sin embargo, otro factor aún más
importante, pueden haber sido las implicaciones de los cambios
geopolíticos y geoeconómicos para las instituciones de Río. Estas
últimas fueron establecidas en un momento en el cual el predominio
del Norte qqqparecía estar más consolidado que nunca. Poco antes,
el socialismo real de los países de oriente sería descartado como
sistema alternativo al capitalismo, y muchos países del sur global
estaban sufriendo los efectos de las crisis financieras de los años
1980 y 1990. Las relaciones de fuerzas de la globalización
neoliberal, marcadas por el norte global, fueron entonces las que se
inscribieron en las instituciones de Río. Esto explica también la
forma específica de definir y manejar la crisis: la crisis ecológica
es presentada como un problema global cuyos efectos se sentirán
sobre todo en el futuro. Con ello se ocultan las múltiples crisis y
conflictos locales, y se favorece un manejo global y/o nacional de
recursos (Bauhardt 2009; Goldman 1998) que pretende combatir la
crisis ecológica con instrumentos de mercado (Brunnengräber 2009;
Lohmann 2008), así como con nuevas tecnologías y productos. El
dominio sobre las personas y la naturaleza es normalizado y/o
“naturalizado” mediante un política hegemónica de coacción, lo
que Erik Swyngedouw (2010) llama “condición post-política”. Tal
como lo demuestran la producción forzada de agrocombustibles y el
desplazamiento violento de las respectivas poblaciones de sus
tierras, esta visión amenaza la existencia de formas alternativas de
manejo de la naturaleza.5
Si uno
entiende las instituciones de Río en el contexto de las relaciones
de fuerzas globales de las que surgieron, el cambio de estas
relaciones de fuerza no pudo sino tener efectos sobre la arquitectura
de la política ecológica y el modo de vida imperial sobre el cual
está asentado. La dimensión de los cambios se ve más claramente
aún cuando se observa la política ecológica actual en el contexto
de la profunda crisis económica y se la compara con las crisis
financieras de los años 1990. Mientras el epicentro de estas últimas
se ubicó en el sur global y el norte global salió más bien
fortalecido (véase Harvey 2003; Panitch/Gindin), el epicentro de la
crisis actual se encuentra en los Estados Unidos, seguidos por Europa
y el Japón. Los países emergentes fueron mucho menos afectados y
parecen estar recuperándose más pronto, por lo que “los pesos
dentro de la economía global se desplazarán con mayor velocidad
como causa de la crisis” (Boris/Schmalz 2009: 636).
El
auge de los países emergentes se desarrolla en un camino fosilista,
lo que implica a fin de cuentas que ya no están dispuestos a
renunciar a “su” parte de los recursos y sumideros globales. Por
ello, los cambios geopolíticos y geoeconómicos se expresan cada vez
más en forma de conflictos ecológicos. Esto lleva, al mismo tiempo,
a un mayor peso de los aparatos estatales internacionales dedicados a
la política ecológica. Se transforman en los terrenos en los que se
disputan y reparten las oportunidades del desarrollo fosilista y que
por lo tanto determinan importantes cambios geopolíticos del futuro.
Al mismo tiempo, estos aparatos se encuentran sobreexigidos: Los
conflictos resultantes de estas decisiones están a punto de hacer
reventar las instituciones de Río. Por ejemplo, en la COP16,
Conferencia de Estados signatarios, organizada en diciembre de 2010
en Cancún, se logró con las justas salvar a la UNFCCC como espacio
de negociación. La contradicción entre el cuestionamiento implícito
y el profundo arraigo social del modo de vida imperial que
caracterizó el tratamiento político de la crisis ecológica desde
el comienzo se está agudizando en la medida en que las relaciones de
fuerzas inscritas en las instituciones creadas al efecto se mueven.
Esta contradicción se expresa en conflictos de recursos y en el
bloqueo de instituciones internacionales de política ecológica
(véase la Conferencia sobre el Clima de Copenhague en diciembre de
2009) en las cuales se lucha por la posibilidad y/o la limitación
del desarrollo fosilista mediante la asignación de “derechos de
contaminación” (Wissen 2010).
5. Crisis
y continuidad de las relaciones ecológico-capitalistas
En nuestra
opinión, una clave que permite explicar no sólo la crisis del
manejo estatal del problema, sino también la simultaneidad de la
crisis con la continuidad de las relaciones capitalistas con la
naturaleza, se encuentra en el modo de vida imperial. Algunos
aspectos que consideramos importantes serán esbozados a
continuación.
La orientación de
la sociedad hacia el crecimiento material,
la base de un Estado dependiente de tributos fiscales, los
compromisos institucionalizados entre el trabajo asalariado y el
capital, así como la competencia entre capitales y diferentes
sociedades se basan tendencialmente en la destrucción de las bases
vitales naturales. Ahí reside la vulnerabilidad estructural de las
formas predominantes de apropiación de la naturaleza. Sin embargo,
es también un hecho que otorga a las dinámicas capitalistas y
compromisos sociales y políticos una cierta permanencia y contribuye
al manejo de otros fenómenos de crisis. Esto sucede en primer lugar
en el marco de la sobreacumulación de capital que caracteriza
también la crisis económica actual. Parece que este fenómeno de
crisis se gestiona también a través de la inversión de capital
excedente en la “naturaleza”, es decir en tierras, cultivos de
alimentos y agrocombustibles o también en certificados de emisión
(Zeller 2010; véase Dauvergne/Neville 2009). La difusión y
modernización ecológica selectiva de los patrones de producción y
consumo ecológicos (Jänicke 2009), se convierte, de esta manera, en
el medio de gestión de los problemas de acumulación. Esto queda muy
claro en los documentos estratégicos más recientes de la Unión
Europea (European Commission / Comisión Europea 2010, 2011
versión en castellano????).
Otro aspecto es la
reproducción de la fuerza laboral y la
pregunta relacionada sobre la legitimación del modelo. Mediante una
reestructuración de la división internacional de trabajo, se logró
intensificar el acceso imperial a la capacidad laboral de los países
del Sur y sus recursos. A ello contribuyeron además las políticas
liberales de inversión y comerciales y una desregulación de los
mercados de materias primas y productos mediante el fin de las
medidas de estabilización de los precios o también la creación de
la Organización Mundial del Comercio. En la actualidad, en nombre de
la seguridad energética, las políticas estatales de materias
primas juegan un papel cada vez más importante. A pesar de que el
gasto total de recursos, por ejemplo de la Unión Europea, está
estancado a un alto nivel desde mediados de los 1980, no sólo se
observa un incremento de las importaciones de recursos, sino también
de la “mochila ecológica” que se genera en los países
exportadores del sur global.6
El “injusto intercambio ecológico”, que se expresa en este
valor, abastece a las economías del norte global con materias primas
baratas y contribuye a que los gastos de reproducción de la fuerza
laboral se mantengan en un nivel bajo.7
Al hacer referencia
al carácter hegemónico del modo de vida
imperial no se omite que la estructura social se diferenció y que se
pudieron identificar diferentes ambientes con respecto al modo de
vida. Especialmente para los ambientes alternativos “postmateriales”,
muchas veces surgidos del movimiento ecológico o, por lo menos,
política y culturalmente cercanos a éste, pero también para los
ambientes conservadores, los temas ecológicos se han vuelto
importantes. Sin embargo, los estudios demuestran que en materia de
asuntos sociales y ecológicos, la conciencia y acción no
necesariamente van de la mano. Especialmente las personas de alto
nivel educativo, de ingresos relativamente altos y una fuerte
conciencia ecológica tienen el consumo de recursos per cápita más
alto; mientras que las clases o ambientes de poca conciencia
ecológica, pero también con un menor nivel de ingresos, consumen
menos recursos (Wuppertal Institut 2008: 144-154). Las visiones
diferenciadas, aunque más o menos problemáticas desde el punto de
vista social y ecológico del buen vivir al cual se aspira ―
acopladas a estrategias empresariales y aseguradas por el Estado –
explican desde la teoría hegemónica por qué en la crisis múltiple
“se hace tan poco” desde una perspectiva emancipatoria.
Esto aplica también
a la crisis ecológica en el sentido más estricto.
Aquí, el modo de vida imperial tiene un efecto agudizante a la vez
que convierte la crisis en algo que, dentro de cierto límite
espacial y social, se vuelve procesable. La normalidad del modo de
vida imperial actúa como un filtro de la percepción de la crisis y
hace de corredor en el manejo de la misma. Por lo menos en el Norte,
la crisis ecológica es considerada en primer lugar como un problema
de medio ambiente y no como una crisis social general. Esto favorece
una determinada forma de politización pública, tendencialmente
catastrófica, y una gestión que en el mejor de los casos puede ser
caracterizado como incremental: la crisis ecológica es una
catástrofe que se debe a que “el hombre“ o la ”civilización
humana” hayan irrespetado sus “límites naturales”; las
“intervenciones” humanas perturbaron el equilibrio natural. Lo
que se omite es el hecho de que las intervenciones del hombre en la
naturaleza siempre se han caracterizado por su socialización. Con
este artificio se logra prácticamente naturalizar las
socializaciones predominantes, de modo que no pueda haber lugar para
las alternativas o en caso de que sí, únicamente dentro de un marco
establecido. El resultado es el predominio de patrones de manejo de
crisis basados en el mercado (por ejemplo el comercio de certificados
de carbono en la política climática) que tampoco son cuestionados
en sus principios por las/los defensoras/es de una modernización
ecológica más amplia y/o un Green New Deal. Es decir que el
discurso sobre la crisis predominante en el Norte reconoce la
existencia de una crisis ecológica, pero la politiza y maneja de una
manera que no cuestiona sus patrones de producción y consumo, sino
que termina por consolidarlos, no por último mediante una selectiva
modernización ecológica.
Esto se facilita
porque muchos aspectos de la crisis ecológica son relativamente
indirectos. El cambio climático no se manifiesta en forma directa
como el aire contaminado y los ríos sucios. Apenas se percibe
puntualmente y en forma indirecta en la vida cotidiana,
por ejemplo, en forma de tempestades o lluvias diluviales que según
los/las climatólogas/as se deben al incremento de la temperatura
promedio global. Además, al menos vistas desde el norte, estas
catástrofes parecen afectar a todos por igual, independientemente de
su posición social. El cambio climático es sobre todo imaginado
como una catástrofe futura y global. El hecho de que, por lo menos
en el norte global, la crisis ecológica sólo suele ser
experimentada a través de descripciones científicas que se
presentan al público como inseguras hasta cierto grado, abre un
campo de interpretación disputado en el cual se trata de hacer
coincidir las percepciones de crisis con las condiciones sociales
fundamentales.
Las/los
representantes de los subalternos que ante la crisis económica sí
argumentan en forma más radical cuando se trata de la política
social y del mercado laboral y desarrollan ideas que van más allá
(vgl. Candeias/Röttger 2009) juegan un rol
importante. Si los sindicatos alemanes estuvieron a favor y
negociaron con el Gobierno alemán sobre la introducción del bono de
chatarra, o si Klaus Ernst, dueño orgulloso de un Porsche y a la vez
presidente del partido alemán “Die Linke” reflexiona en un
artículo programático del semanal “Freitag” sobre cómo la
oposición puede salir de su posición defensiva sin mencionar una
sola palabra del tema de ecología, estamos hablando de estrategias
y/ omisiones que dan continuación a la lógica de la definición de
crisis predominante. 8
Es decir que la interrelación entre crisis ecológica y patrones
fosilistas de producción y consumo y, con ello también, el carácter
de la crisis ecológica como cuestión global y social de
distribución, son tratados como un no-tema también por
representantes de los asalariados y defensoras/es de una política de
redistribución. El modo de vida imperial implica que la crisis
ecológica sea tratada ya sea como un fenómeno secundario a los
temas sociales o presentada como una catástrofe inminente. En ambos
casos, su carácter social (su relación con las relaciones sociales
de poder y dominación, así como sus efectos sociales y globales
desiguales) es invisibilizado. De esta manera se favorecen las
estrategias de solución de mercado y tecnológicas, desde el
comercio de los certificados de carbono, pasando por la fabricación
de autos energéticamente más eficientes hasta la geoingeniería.9
En el fondo se trata de eternizar, mediante su transformación, las
relaciones ecológicas capitalistas presentándolas justamente no
como tales sino como necesidades inevitables y sin alternativa a la
apropiación de la naturaleza por el ser humano.
6. Conclusiones
El término
modo de vida imperial tiene una visión teórica y una dimensión
diagnóstica referida al tiempo. Desde que se inició el desarrollo
del mercado mundial capitalista, las condiciones de vida en los
centros capitalistas se basan en los recursos y la fuerza laboral de
otras regiones. El carácter hegemónico de las condiciones de
producción y de vida capitalistas no puede ser explicado de otra
manera. A pesar de ello, desde mediados del siglo XX, muchas
sociedades experimentaron una generalización social hacia este modo
de vida; especialmente las del Norte y cada vez más también y en
forma dinámica, desde los años 1990, las del Sur.
El arraigo profundo
del modo de vida imperial contiene la reproducción cotidiana de
estructuras que contribuyen a la crisis de las relaciones sociales
y ecológicas sin que esta crisis – y aquí está la diferencia con
la crisis económica – haya hasta el momento justificado el
planteamiento de una “ruptura“. Dicho de otra manera, el modo de
vida imperial crea la simultaneidad de la continuidad y crisis de las
relaciones sociales y ecológicas. Es imperial porque presupone,
desde un principio, la apropiación ilimitada de los recursos y la
capacidad laboral del Norte y Sur, al igual que el uso
sobreproporcionado de los sumideros globales. Su expansión en los
países emergentes llevó el mismo manejo estatal de la crisis
ecológica a una crisis. El enorme impacto del modo de vida imperial
puede explicarse, por un lado, con la reducción de los gastos de
producción de la fuerza laboral; por otro lado, se reproduce
hegemónicamente no sólo a través de las instituciones sociales,
sino también en las microestructuras de la vida cotidiana; el modo
de vida imperial favorece una politización del cambio climático
(pero también de la pérdida de la biodiversidad) de una manera que
vuelve invisible su socialización específica y que hace aparecer
los principios estructurales del modo de producción capitalista ya
no como causantes de la crisis, sino como mecanismo de solución sin
alternativa.10
En nuestra opinión,
la plusvalía política y científica del concepto del modo de vida
imperial se refleja en los siguientes puntos: en
primer lugar su diagnóstico en el tiempo permite explicar que la
“reestructuración ecológica“ muchas veces considerada como
necesaria, no sólo es frenada por poderosos grupos económicos y
políticos, sino que se enfrenta también al hecho de que los
factores determinantes de la crisis ecológica están ancladas en las
estructuras políticas, económicas y culturales cotidianas (el
mercado global es una relación que organiza el modo de vida
cotidiano). Por ello, el concepto del modo de vida imperial nos
protege de tener expectativas exageradas con respecto a las políticas
estatales e intergubernamentales de transformación fundamental de
las relaciones ecológicas, porque son las relaciones (de fuerza)
sociales y orientaciones predominantes las que conforman la base de
las relaciones ecológicas, y no pueden ser superadas únicamente por
las políticas estatales. Podemos, por ejemplo, observarlo en los
gobiernos progresistas de América Latina que hasta la fecha
prácticamente no han desarrollado alternativas al extractivismo, es
decir a la extracción incondicional de materias primas y el cultivo
de productos agrícolas orientado hacia el mercado global (Gudynas
2009, 2011; www.otrodesarollo.org). Como resultado de las luchas
sociales, estos países quieren un pedazo más grande de la torta del
mercado global, pero no cuestionan la torta misma y las condiciones
de su elaboración.
En segundo lugar, el
concepto del modo de vida imperial relativiza las expectativas
exigentes de argumentos buenos, discursos públicos
racionales o intereses propios iluminados de la “humanidad” o
hasta de las fuerzas dominantes. Esto es así porque muchas veces no
son percibidas por las orientaciones profundamente arraigadas o
integradas selectivamente. Como resultado, determinados patrones de
consumo y producción son consolidados precisamente porque son
parcialmente modernizados. Algo similar aplica a muchos enfoques
(aparentemente) alternativos en los cuales los problemas hegemónicos
casi no son tomados en cuenta como sucede en el proyecto de un Green
New Deal. Hasta los años 1990, en Alemania ésta era entendida como
una estrategia de alianza social en cuyo marco se podrían juntar el
asunto social y el asunto ecológico, así como sus protagonistas
sociales: sindicatos y la democracia social, por un lado, los
partidos verdes y nuevos movimientos sociales, por el otro (Brüggen
2001). En la actualidad, el proyecto carece de esta orientación
política de alianza y/o se limita a empresas verdes de tinte
neoliberal y empresas con conciencia ecológica deseosas de lograr
una modernización en vez de superar los patrones de producción y
consumo que constituyen la base del modo de vida hegemónica (véase
Brand 2009; Candeias/Kuhn 2008). Parece que la reciente
re-politizicación de la crisis medioambiental que se articula con la
crisis económica da emergencia a la orientación hacia un
“capitalismo verde” (véase algunos documentos claves: UNEP/PNUMA
2009, 2011, DESA 2011, OECD 2011, críticas en Lander 2011,
Arkonada/Santillana 2011, Kaufmann/Müller 2009).
En tercer lugar, al
considerar nuestra argumentación, se debería incidir en otros
análisis de crisis que se dedican a las
dimensiones económicas en un sentido más estricto. Esto no se
refiere únicamente a los mecanismos de manejo de crisis que dan más
valor a la naturaleza (pensemos en términos de la apropiación de
tierras, cultivos offshore o grandes proyectos de infraestructura
como requisito de la valorización de la naturaleza), sino también
al carácter hegemónico del modo de vida imperial descrito por
nosotros.
En cuarto lugar, el
concepto del modo de vida imperial esclarece los requisitos, enfoques
y formas de una politización emancipatoria de la crisis ecológica.
Nos parece importante oponerse al catastrofismo ecológico que es,
como hemos visto, un instrumento propio de la consolidación de las
relaciones que son las mismas causantes de la catástrofe imaginada.
Esto no significa que debamos cerrar los ojos ante los escenarios
bien argumentados del IPCCC. Pero aún si hay premura, no por último
por la inminencia de los llamados “tipping points” o puntos
críticos climáticos (como el deshielo de los suelos permahielo que
liberaría enormes cantidades del agresivo gas invernadero metano),
lo importante es mantenerse firmes con el proyecto de la emancipación
y oponerse a las formas autoritarias y tecnocráticas del manejo de
las crisis.
Un aspecto central
en este contexto es la superación de la dicotomía
entre la sociedad y naturaleza, ampliamente difundida también en las
fuerzas sociales y políticas progresivas. Políticamente, esta
dicotomía se refleja, entre otras cosas, para servirse de la
cuestión ecológica en contraposición a la cuestión social. La
tendencia de declarar a la ecología como contradicción secundaria,
se manifiesta precisamente en la actual crisis económica en la cual
el catastrofismo ecológico (“Nos queda muy poco tiempo“) y la
ignorancia (“Ahora no hay tiempo para eso“) están formando una
alianza peligrosa. Sin embargo, hay al mismo tiempo indicios claros
de que la cuestión ecológica es politizada como cuestión social (y
viceversa). Esto aplica al concepto de la justicia climática,
promovido antes y después de la Conferencia sobre el Clima de
Copenhague por los movimientos sociales. Se trata de un concepto que
concibe el cambio climático no como una futura catástrofe
socialmente neutra, sino como una cuestión social y global de
distribución.11
Esto incluye también una discusión sobre el término suficiencia y
las propuestas y prácticas relacionadas.
A nivel analítico
se trata de identificar, explicar y estimar,
con respecto a su potencial político, las selectividades
estructurales de la política estatal que privilegian determinados
intereses, así como formas de conocimiento acerca de la crisis
ecológica sobre otros/as. En lo político, consideramos que el
desafío central consiste en formular los objetivos y exigencias de
una manera que permita una intervención concreta, a la vez que
cuestionen las reglas del juego existentes. La mejor manera de
lograrlo es acoplar los conflictos sociales a las prácticas
cotidianas de la gente. En el caso de las cuestiones ecológicas
existen algunos enfoques posibles, por ejemplo en el ámbito de la
movilidad, la alimentación o del consumo de energía. En este
sentido, el concepto del modo de vida imperial sirve para la
sensibilización: si los factores determinantes centrales de la
crisis ecológica y sus patrones de manejo desde el poder y el
dominio están arraigados en las relaciones de fuerzas sociales y en
las prácticas cotidianas, entonces estas son un espacio importante
para las luchas anti-hegemónicas.
1
La
Conferencia de los Estados Signatarios de la Convención sobre el
Cambio Climático (UNFCCC) que tuvo lugar en diciembre de 2009.
2
Véase la crítica del enfoque de regulación de Thomas Barfuss
(2002: 30): “El concepto de regulación presupone, para su uso, un
nivel de abstracción que no permite tomar en cuenta fenómenos
singulares del cine, la publicidad, literatura o cultura cotidiana
sin relacionarles de una manera demasiado generalizada con un
determinado régimen de acumulación”.
3
Son llamados sumideros los ecosistemas capaces de absorber
emisiones; por ejemplo, en el caso del CO2
los sumideros son los bosques y océanos.
4
Lander
en este libro; recientemente Röckström et al. 2009, desde la
perspectiva histórica Haberl et al. 2011.
5
véase
Brand et al. 2009; Charkiewicz 2009, así como la edición especial
del Journal of Peasant Studies 37[4] [2010].
6
La “mochila ecológica” denomina el volumen total de recursos
usados para la fabricación de un producto, menos el volumen propio
del producto.
7
Se habla de una “intercambio ecológico desigual” si un país
“importa a la larga un volumen de energía, sustancias e –
indirectamente – superficies mayor al volumen que exporta”
(Wuppertal Institut für Klima, Umwelt, Energie 2005: 71)
8
Véase “Klingt das wirklich so verrückt? Schwarz-Gelb wird von
der Unfähigkeit der Opposition im Amt gehalten. Das muss sich
ändern. Ein Vorschlag“ (Aporte de Klaus Ernst en “Der Freitag“
del 20.08.2010,
http://www.freitag.de/politik/1033-klingt-das-wirklich-so-verr-ckt).
9
Se trata aquí de intervenciones técnicas (hasta la fecha aún poco
practicadas) en procesos geoquímicos como la fertilización de los
océanos con el fin de incrementar su capacidad de absorción de
CO2-,
o el envío de dióxido de azufre a la estratósfera para que los
rayos del sol se reflejen en dirección del universo.
10
Véase también Erik Swyngedouw (2010: 223): "While a proper
analysis and politics would endorse the view that CO2-as-crisis
stands as the pathological symptom of the normal, one that expresses
the excesses inscribed in the very normal functioning of the system
(i.e. capitalism), the policy architecture around climate change
insists that this ‘excessive’ state is not inscribed in the
functioning of the system itself, but is an aberration that can be
‘cured’ by mobilizing the very inner dynamics and logic of the
system (privatization of CO2, commodification
and
market exchange via carbon and carbon-offset trading)“.
11
En
referencia al sur global, Bettina Köhler (2008) constata que “cada
vez más, los conflictos sociales centrales se articulan en forma de
conflictos por el control y las condiciones de acceso a los recursos
naturales y/o de manera más generalizada, por la concepción de las
relaciones sociales y ecológicas".
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