¿Qué podemos decir acerca de la relación entre democracia y representación? Nos proponemos, en principio, salirnos del debate en torno a la distinción entre democracia formal e informal. A su vez, creemos que el problema de la representación no se agota en la mayor o menor burocratización de los representantes o en cuál sea su distancia con los representados. Más allá de esas variables, nos preguntamos qué potencial democrático logra desarrollar la representación, qué momentos de democracia hace posibles.
La representación es un mecanismo por el cual se delega en otro/s la decisión acerca de los modos de organización de la propia vida. Si nos centramos en este elemento de delegación, podemos sostener que el gobierno se constituye a través de una suma de desplazamientos de capacidades. Por el tipo de movimiento que lo conforma, un sistema político representativo tendería siempre hacia un centro.
En cambio, cuando pensamos en una construcción de hegemonía desde el gobierno hacia la sociedad, dejamos de ver el centro como efecto de una condensación. El poder se presenta, más bien, como su propio sustento, como una instancia (auto)productiva, y el problema de la representación pasa a leerse en términos de gobernabilidad, de generación de apoyos políticos.
En nuestra coyuntura actual estas dos variables –representación y gobernabilidad- no parecen muy equivalentes. Podemos ver una empatía con las conducciones políticas y un sentido de la delegación de las decisiones bastante aceitado en la sociedad, que, sin embargo, no producen una sensación de estabilidad social y política. A pesar de la legitimidad del sistema representativo, vivimos con la impresión de que las fuerzas sociales pueden desatarse en cualquier momento. ¿Eso quiere decir que la fortaleza de la representación ante la que estamos es aparente? ¿O expresa, más precisamente, una composición compleja, con varios niveles?
Puede que el problema de la representación sea su carácter abstracto, frente a una democracia que siempre tiene una raigambre material, concreta. La democracia nunca puede excluir a la economía, en ella se juegan las formas de vivir, las condiciones de vida, las afecciones más inmediatas. La representación se asienta en la ley, en los contratos formales, en los derechos y deberes, relaciona ciudadanos, produce ciudadanía. Discurre en ese nivel donde se puede hablar de igualdad en medio de la desigualdad más evidente.
Tenemos, entonces, un orden de la representación que no se vincula directamente con lo económico, que funciona en tanto se despega de ese plano. Cuando esa distancia se interrumpe, aquel orden entra en crisis. En el momento en que una convulsión en la instancia material deshace esa distancia, las fuerzas democráticas toman protagonismo, produciendo una reconfiguración del entramado político. ¿Cómo se vincula la democracia con lo económico? ¿Qué indicadores pueden servir para medir la democracia?
Siguiendo al socialismo clásico, la medida de la democracia depende de la relación que guardan los grupos sociales con los medios de producción: no se podría hablar de libertad o igualdad dentro de un esquema social basado en la distinción entre propietarios y desposeídos. Hoy, donde la sociedad es un complejo productivo y donde la creación de valor no se restringe al tiempo/espacio laboral, ¿qué ocurre con el consumo? ¿le podemos reconocer un potencial político?
Si la democracia depende de la relación con los bienes materiales y es inseparable de las condiciones de vida de las personas, un aumento del consumo podría abrir las posibilidades para mayor democracia. Sin embargo, el consumo puede ser, también, un dispositivo para contener la participación política de las mayorías. La apertura democrática se daría cuando un aumento del consumo terminara por cuestionar las formas de propiedad.
Cuando el consumo se alía con la lógica representativa, su potencial creativo de formas políticas se ve aplacado. En una alianza de ese tipo se sustentan fenómenos de liderazgo como el actual en nuestro país, a los que algunos intelectuales denominan populismo. En el armado político actual del gobierno el consumo funciona como la válvula que regula los ánimos populares. Tan así es pensado desde el kirchnerismo, que en los discursos más recientes de la presidenta insiste la idea de que una disminución del consumo implicaría una crisis de gobernabilidad.
En este sentido, podemos preguntarnos si no estamos aún en una política de sustrato liberal, donde la economía se separa de lo político. En vez de generar condiciones para el encuentro con otros y la creación colectiva de nuevas formas de vida, el bienestar económico se muestra como un inhibidor de la actividad política. Los populismos en América Latina guardarían, así, una continuidad con los neoliberalismos de los que se presentan como disruptivos.
Se trata de formas liberales de hegemonía, donde el riesgo mayor que los gobernantes perciben es el de la insurrección: la reacción de quienes están quedando afuera, la expresión de la desigualdad material. Una forma no-liberal de hegemonía sería aquella en la cual aumento del consumo y cuestionamiento de la propiedad privada no estuvieran disociados. La pregunta política hoy quizás sea qué procesos tienden a destrabar esa disociación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario