3 de octubre de 2011

¿Qué es tener una idea?

¿Cuándo se dice algo nuevo? ¿Se puede decir lo nuevo con el lenguaje de lo viejo? Cuando un texto complejiza el vocabulario, ¿está buscando decir algo distinto o, simplemente, distinguirse vía estilización lingüística? Cuando una obra toma un tema que estaba ausente en las producciones de su época, ¿dice, por eso, algo nuevo? ¿está ampliando el lenguaje? A fin de cuentas, ¿qué es tener una idea (sea artística, sea para escribir en política)?
 
Sobre la emergencia de las ideas podemos situar, a modo esquemático, cuatro paradigmas. En la antigüedad se creía que las ideas eran entidades independientes de la mente humana, que se encontraban fuera del mundo físico/sensible, en el mundo inteligible. A ellas se accedía mediante la parte más excelsa del alma, que para Platón es la razón. El filósofo es el que se sale de la caverna, donde esta la gente, y se eleva hasta la idea. Luego, en la época medieval, las ideas eran adjudicadas a dios. El pensamiento era expresión de la voluntad divina.
 
En la modernidad, esa virtud de los cielos se traslada al hombre. La idea es idea de un sujeto, alguien tiene una idea. El hombre puede pensar porque tiene las ideas en su cabeza, y a partir de eso construye la realidad. Luego, una cuarta etapa del pensamiento se inicia con Nietzsche, para quien la idea no es algo dado -alojado en otro mundo, en otro ser o en la propia mente humana- que debe ser expresado. La idea no se adecua al mundo ni es natural, surge de un conflicto con el mundo.
 
En este contexto, no hay pensadores, en el sentido clásico del término, en tanto personas que tienen ideas. Las ideas están ahí donde se desarrolla la vida entre los hombres. Eso hace que una idea no sea fácilmente reconocible y nunca sea pacífica. Tener una idea exige que todas las ideas anteriores se reacomoden. En general, somos más tendientes a seguir pensando como ya pensábamos que a cambiar toda nuestra manera de pensar. El conjunto de los prejuicios contra las ideas responde a una tendencia conservadora a refugiarnos en lo consabido.

Cuando surge, una idea no es armoniosa respecto de su época, ejerce una violencia sobre las formas de vivir y de entender las cosas hasta el momento. Su lenguaje coetáneo siempre le es antiguo, dice menos, dice otra cosa que lo que la nueva idea quiere expresar. Situadas a ese nivel, las torsiones del lenguaje tienden a ampliarlo, a hacerle decir más. Por el contrario, en el nivel de la pura distinción retórica/estética puede que el lenguaje sólo se repliegue y se ensimisme.
 
El medio del pensamiento –así concebido- es un medio bélico. Si una idea que se dice nueva se adecua sin más a lo ya pensado, si nada estalla con su surgimiento, habría que desconfiar de su novedad. La idea que ya sabemos reconocer, que va bien con nosotrxs, que va bien con lo que somos, es una idea que nos confirma, a las que no llamaríamos nueva. Será, en todo caso, un nuevo modo de decir una idea ya existente.
 
En este sentido, nos preguntamos ¿qué dice una obra tan celebrada en estos días como El estudiante? La película, filmada en los pasillos de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, cuenta la historia de un pibe de provincia que llega a Buenos Aires para empezar sus estudios universitarios y –romance con una chica, militante y profesora, de por medio- se inicia en la militancia estudiantil. Hay una novedad en el tema, ya que la política universitaria no es un asunto muy frecuentado en el cine nacional.
 
Por una parte, en la película podemos encontrar una forma sincera de narrar los modos contemporáneos de subjetivación política: el amor, el sexo, las estrategias de socialización, como determinantes de la participación política. Por otra, a la par de esos elementos, la trama paree apoyarse en los prejuicios más cotidianos sobre la militancia estudiantil y la política en general: el militante que deja de estudiar, la práctica política como pura administración del poder, el dinero como motor de la acción política, el militante como puntero.
 
Hay una cierta complacencia de las clases medias ilustradas con El estudiante, que llama la atención sobre su anunciado carácter novedoso o disruptivo. Quizás, el hecho de que sea un tema que no había sido tratado antes en el cine con esta complejidad (vitalizada por la presencia de imágenes de asambleas, tomas y clases al estilo documental) no implica que necesariamente se esté diciendo algo nuevo. Si nos sentimos tan a gusto en su discurso, entonces puede que no sea más que una nueva manera de decir algo viejo.
 
Sin embargo, en la película pueden leerse cosas incomodantes, como la continuidad entre la Franja Morada, la agrupación radical hegemónica en la militancia universitaria de los 80/90, y las militancias jóvenes peronistas en la actualidad. Es que, seguramente, más allá del tono más o menos innovador que puede tener una obra, el lugar donde la idea surge es el del espectador. Espectadores inmutados para una lectura conservadora, espectadores incómodos para una lectura disruptiva.

Esto puede valer para El estudiante como para muchas producciones de Hollywood. Una película es tan buena como momentos de inteligencia genera. Hay un discurso general de que la televisión estupidiza, de que los géneros tradicionales de la industria cultural no hacen pensar, como si el pensamiento fuera algo que se trasmite. La idea no es algo –una cosa- que se trae de un lugar y se lleva a otro. La idea es algo que se produce y, cuando surge, busca su lugar. Quizás no haya buenas películas sino buenos públicos. Quizás ya no se puedan hacer películas que no “hagan pensar”.
 
Durante mucho tiempo se denunció a las producciones culturales del capitalismo como medio de sumisión al sistema. Del otro lado, había un grupo de vanguardias críticas que buscaban alterar ese orden y “despertar” al espectador. Entonces, hablar difícil, ver cine alternativo, era una forma de sentirse parte de ese sector más alejado de la ideología dominante. Esa división entre producción ortodoxa del capitalismo y alternatividades culturales es probable que haya entrado en decadencia desde hace 20 o 30 años.
 
En estos tiempos, para que una obra sea creada y difundida, necesita participar, en mayor o menor medida, de las reglas del mercado. Si esa participación, por sí misma, inhibe el discurso, entonces, no hay más que confirmación de lo ya dicho. Habría un sujeto, que es el capitalismo, expresándose sistemáticamente mediante lo que produce. La tesis que se desprende es que la experiencia está controlada: todo se produce dentro del sistema, todo interpela/performa una cierta subjetividad.

Ahora, si hoy el lugar para decir algo es dentro del mercado, eso puede que lo haya transformado en un espacio más polifónico. Actúa, claro, la tendencia homogeneizadora de la mercancía, pero no logra dar coherencia y controlar la totalidad de lo que se dice/lo que se lee. Si bien hay una victoria del capital, que logra reproducirse por todo medio, hay una pérdida en la dimensión del control. Como si la forma-mercancía no alcanzara para anular la experiencia.  

A nivel de la experiencia, podemos diferenciar las propuestas que violentan y desordenan nuestras ideas previas, dejando abierta cierta incertidumbre, de otras que abren un momento de desajuste para reordenado inmediatamente. La función de los géneros y los modelos narrativos en cine, por ejemplo, es la de normalizar esa alteración, reajustar, solapar la emergencia de la (en caso de que haya) idea. El desajuste dependerá, probablemente, de cuán disponibles estemos para la incertidumbre.

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