Hoy en Argentina circula la idea (y la sensación) de que la crisis es algo que pasa en otro lado. La crisis económica –cada vez mayor en los países del primer mundo- pero también la crisis política, que avanza al ritmo de las movilizaciones estudiantiles en Chile, las insurrecciones callejeras en Londres, el malestar social como clima imperante en Europa y en más sitios como en Egipto o Israel. ¿Qué pasa en nuestro país en relación con este contexto? ¿Qué forma va tomando entre nosotros el conflicto político? ¿Qué distancias y continuidades encontramos con el resto del mundo?
Mientras que los conflictos en Gran Bretaña y en Chile involucran a las clases medias y bajas urbanas y ocurren en las capitales, en Argentina una conflictividad creciente en torno a la tierra aparece desplazada, difuminada en el territorio. La toma de tierras en el ingenio Ledesma en la provincia de Jujuy y su saldo de represión y muerte es la expresión de un tipo de conflictividad social latente, que se genera en torno al problema de la vivienda y la propiedad de la tierra.
Al igual que en Europa, se trata de casos de desborde social, formas más o menos espontáneas (lo que no quita la preexistencia de organizaciones, redes punteriles y militancias varias), donde la acción prevalece sobre la organización. No hay puntos consensuados de antemano: una consigna, una dirección. Hay una especie de disponibilidad compartida que se expresa en la acción. Dicho esto, ¿pueden asociarse los conflictos sociales locales a la situación europea o, más próxima, a la chilena?
A modo de hipótesis provisoria, vamos a sostener que en Europa la crisis es producto del recorte/la escasez de los recursos, y del desarme de las estructuras de bienestar social, mientras que en Argentina los conflictos se explican en un contexto de abundancia, al interior de un ciclo de alza económica y de un consenso antineoliberal muchos más desplegado que en Europa o Chile. En los países europeos, al igual que acá en el 2001, hay un contexto de limitación del empleo, del gasto y del consumo. En Argentina, si diez años atrás se cerraban las empresas, hoy aumenta la producción. Empresas millonarias, como la azucarera Ledesma (que está en el foco material y simbólico de las tomas de Jujuy), se ecuentran en el centro de esta dinámica.
No se trata –claramente- de un contexto en el que no hay pobreza, sino de una constitución diferente de esos sectores que se mantienen en la pobreza. Podemos decir que hay “abundancia en la pobreza”. Antes había pobreza en la pobreza, el problema era el hambre, las condiciones de vida más inmediatas. Las clases llamadas “bajas” eran consideradas un excedente absoluto: no había trabajo, dinero ni espacio suficiente para ellas. Hoy, en cambio, esta franja social no es ajena, incluso en su pobreza (niveles paupérrimos de vivienda, carencia de tierras) a las dinámicas de la economía.
Un hábito del pensamiento obstaculiza la comprensión de estos procesos cuando no podemos concebir la acción colectiva de los de abajo por fuera de un contexto de exclusión y miseria sistemática como la que se vivió, con sus oscilaciones, entre el año 76 y 2001. No afirmamos que la tendencia se haya revertido decididamente, pero sí que a diferencia de otros levantamientos de estos tiempos, los conflictos por la tierra son contemporáneos a un contexto de mayor monetarización, a partir del dinamismo extraordinario de una economía esencialmente sojera. Al no profundizarse una transformación estructural, lo más seguro es que si este ciclo se detuviese la situación sería igual o peor que antaño.
Si en 2001 había una disminución de la participación de la gente en la economía, en la actualidad se vive una inserción cada vez mayor; incluso si esa inserción es subordinada, precaria o innoble. La rueda de la producción y el consumo gira al ritmo de las grandes pero también de las pequeñas transacciones. Uno de los grandes mecanismos que así funcionan es el mercado inmobiliario. Las tierras y las casas son objeto de transacción y especulación en todos los estratos sociales. Por eso, ¿podría separarse la toma de tierras de la especulación inmobiliaria?
En una economía de explotación agrícola sojera a cargo de grandes propietarios la tierra es la mercancía estrella. Las políticas de redistribución de la riqueza compensan (si bien de un modo mínimo) la concentración de las ganancias que genera un modelo de producción concentrado. Ante esta situación se pueden desarrollar líneas diversas para la lucha social. Una vía es por aumento de la redistribución, que se da sobre todo a nivel sindical y que tiene, por ahora, como límite el incremento salarial. Otra línea es la de la reapropiación de las condiciones de vivienda y de producción de la propia vida individual y colectiva. La toma de tierras puede ser una forma forzar la redistribución, de plantear una distribución más profunda, de apropiarse de estas condiciones productivas. Pero, en los hechos, pude ser también un lubricante para el mercado de venta de tierras por medio de la reventa, cuando la toma es ocasión para negociar con el gobierno.
La necesidad de tierra para vivir y producir, convive con la tierra como cálculo mercantil. Más que contradicción, lo que hay es ambigüedad: una valencia múltiple, que desafía las categorías políticas clásicas. Nos preguntamos, por ejemplo, si leer la toma en términos de “lucha por el derecho a la vivienda” no es aplanar esa complejidad, un intento de traducirla al lenguaje político que ya entendemos.
Del mismo modo queda inadecuada la idea de organización política. El supuesto de que hay una organización entre quienes participan de la toma conduce a una lectura dislocada de lo que pasa en ella. La toma no se planifica, se hace. Y se la hace menos a partir de una coordinación de tipo comunitaria que de una sensibilidad común, donde la ocupación de un terreno es una acción posible, una posibilidad. También un oportunismo. Tampoco la toma provoca necesariamente el surgimiento de una organización con una fuerza y un discurso unívocos, del tipo de las organizaciones sociales autónomas del 2001.
Desde el principio y nacido al calor de las insurrecciones sociales, el kirchnerismo se caracterizó por una actitud de diálogo con los movimientos sociales y una política de no represión de las manifestaciones y los reclamos. Sus interlocutores son las organizaciones y los discursos que sabe escuchar son aquellos formulados en términos de derechos. ¿Será que cuando una expresión política no cumple con esa forma puede volver a aflorar la represión? Puede ser que el gobierno esté preparado para no reprimir movimientos organizados, ¿qué pasa cuando esa fórmula (movimientos sociales organizados) no se cumple, y aparece más bien un mixto ambivalente de punteros, militancias varias y espontaneismo popular?
En una nota publicada recientemente, Horacio Verbitsky dice que no es que en este último tiempo el gobierno no haya reprimido, sino que actúa bien (con intervenciones políticas, judiciales o de asistencia social) ante los casos de represión, que es cosa diferente. A su vez, las imágenes de los conflictos en Londres y en Chile en estos días hacen visible la distancia que nos separa de los países en los cuales la coerción estatal puede darse en el centro del escenario político. ¿Podría hoy en Argentina el estado actuar visiblemente con esa violencia? ¿La sociedad legitimaría la represión? ¿Cuál sería el costo social?
Chile tiene una historia de gran contundencia de la lucha social, muy atacada desde un estado que tiene una raigambre de agresividad y de dureza que no tiene el estado argentino. La mayor permeabilidad y la tendencia a la contención de los desbordes sociales suponen el desarrollo de un aparato estatal coercitivo más complejo, menos lineal. En nuestro país, el estado puede ser interpelado desde la sociedad, y cuando esa escucha se cierra, la gente sale a la calle (ahí están las historias de la “puebladas” del Cordobazo al 2001 para nombrar solo las últimas décadas).
No es que la lógica estatal no incluya la racionalidad mercantil, está claro que el estado contiene y garantiza las transacciones capitalistas, pero se enraíza, además, en un cierto horizonte de proyecto compartido. Es lo segundo lo que está desintegrado y lo que hoy los proyectos políticos no alcanzan a reparar. Esa descomunión hace que cualquier factor que se presente como integrador goce de cierta legitimidad política. El trabajo, la familia, la educación; instituciones fuertemente cuestionadas por la juventud de los ´60/70, hoy son los mojones del imaginario político. Esto permite que se presentan como herederas de la política setentista unas luchas que pugnan por restituir la sociedad que aquella quería transformar/destruir.
Mientras que los conflictos en Gran Bretaña y en Chile involucran a las clases medias y bajas urbanas y ocurren en las capitales, en Argentina una conflictividad creciente en torno a la tierra aparece desplazada, difuminada en el territorio. La toma de tierras en el ingenio Ledesma en la provincia de Jujuy y su saldo de represión y muerte es la expresión de un tipo de conflictividad social latente, que se genera en torno al problema de la vivienda y la propiedad de la tierra.
Al igual que en Europa, se trata de casos de desborde social, formas más o menos espontáneas (lo que no quita la preexistencia de organizaciones, redes punteriles y militancias varias), donde la acción prevalece sobre la organización. No hay puntos consensuados de antemano: una consigna, una dirección. Hay una especie de disponibilidad compartida que se expresa en la acción. Dicho esto, ¿pueden asociarse los conflictos sociales locales a la situación europea o, más próxima, a la chilena?
A modo de hipótesis provisoria, vamos a sostener que en Europa la crisis es producto del recorte/la escasez de los recursos, y del desarme de las estructuras de bienestar social, mientras que en Argentina los conflictos se explican en un contexto de abundancia, al interior de un ciclo de alza económica y de un consenso antineoliberal muchos más desplegado que en Europa o Chile. En los países europeos, al igual que acá en el 2001, hay un contexto de limitación del empleo, del gasto y del consumo. En Argentina, si diez años atrás se cerraban las empresas, hoy aumenta la producción. Empresas millonarias, como la azucarera Ledesma (que está en el foco material y simbólico de las tomas de Jujuy), se ecuentran en el centro de esta dinámica.
No se trata –claramente- de un contexto en el que no hay pobreza, sino de una constitución diferente de esos sectores que se mantienen en la pobreza. Podemos decir que hay “abundancia en la pobreza”. Antes había pobreza en la pobreza, el problema era el hambre, las condiciones de vida más inmediatas. Las clases llamadas “bajas” eran consideradas un excedente absoluto: no había trabajo, dinero ni espacio suficiente para ellas. Hoy, en cambio, esta franja social no es ajena, incluso en su pobreza (niveles paupérrimos de vivienda, carencia de tierras) a las dinámicas de la economía.
Un hábito del pensamiento obstaculiza la comprensión de estos procesos cuando no podemos concebir la acción colectiva de los de abajo por fuera de un contexto de exclusión y miseria sistemática como la que se vivió, con sus oscilaciones, entre el año 76 y 2001. No afirmamos que la tendencia se haya revertido decididamente, pero sí que a diferencia de otros levantamientos de estos tiempos, los conflictos por la tierra son contemporáneos a un contexto de mayor monetarización, a partir del dinamismo extraordinario de una economía esencialmente sojera. Al no profundizarse una transformación estructural, lo más seguro es que si este ciclo se detuviese la situación sería igual o peor que antaño.
Si en 2001 había una disminución de la participación de la gente en la economía, en la actualidad se vive una inserción cada vez mayor; incluso si esa inserción es subordinada, precaria o innoble. La rueda de la producción y el consumo gira al ritmo de las grandes pero también de las pequeñas transacciones. Uno de los grandes mecanismos que así funcionan es el mercado inmobiliario. Las tierras y las casas son objeto de transacción y especulación en todos los estratos sociales. Por eso, ¿podría separarse la toma de tierras de la especulación inmobiliaria?
En una economía de explotación agrícola sojera a cargo de grandes propietarios la tierra es la mercancía estrella. Las políticas de redistribución de la riqueza compensan (si bien de un modo mínimo) la concentración de las ganancias que genera un modelo de producción concentrado. Ante esta situación se pueden desarrollar líneas diversas para la lucha social. Una vía es por aumento de la redistribución, que se da sobre todo a nivel sindical y que tiene, por ahora, como límite el incremento salarial. Otra línea es la de la reapropiación de las condiciones de vivienda y de producción de la propia vida individual y colectiva. La toma de tierras puede ser una forma forzar la redistribución, de plantear una distribución más profunda, de apropiarse de estas condiciones productivas. Pero, en los hechos, pude ser también un lubricante para el mercado de venta de tierras por medio de la reventa, cuando la toma es ocasión para negociar con el gobierno.
La necesidad de tierra para vivir y producir, convive con la tierra como cálculo mercantil. Más que contradicción, lo que hay es ambigüedad: una valencia múltiple, que desafía las categorías políticas clásicas. Nos preguntamos, por ejemplo, si leer la toma en términos de “lucha por el derecho a la vivienda” no es aplanar esa complejidad, un intento de traducirla al lenguaje político que ya entendemos.
Del mismo modo queda inadecuada la idea de organización política. El supuesto de que hay una organización entre quienes participan de la toma conduce a una lectura dislocada de lo que pasa en ella. La toma no se planifica, se hace. Y se la hace menos a partir de una coordinación de tipo comunitaria que de una sensibilidad común, donde la ocupación de un terreno es una acción posible, una posibilidad. También un oportunismo. Tampoco la toma provoca necesariamente el surgimiento de una organización con una fuerza y un discurso unívocos, del tipo de las organizaciones sociales autónomas del 2001.
Desde el principio y nacido al calor de las insurrecciones sociales, el kirchnerismo se caracterizó por una actitud de diálogo con los movimientos sociales y una política de no represión de las manifestaciones y los reclamos. Sus interlocutores son las organizaciones y los discursos que sabe escuchar son aquellos formulados en términos de derechos. ¿Será que cuando una expresión política no cumple con esa forma puede volver a aflorar la represión? Puede ser que el gobierno esté preparado para no reprimir movimientos organizados, ¿qué pasa cuando esa fórmula (movimientos sociales organizados) no se cumple, y aparece más bien un mixto ambivalente de punteros, militancias varias y espontaneismo popular?
En una nota publicada recientemente, Horacio Verbitsky dice que no es que en este último tiempo el gobierno no haya reprimido, sino que actúa bien (con intervenciones políticas, judiciales o de asistencia social) ante los casos de represión, que es cosa diferente. A su vez, las imágenes de los conflictos en Londres y en Chile en estos días hacen visible la distancia que nos separa de los países en los cuales la coerción estatal puede darse en el centro del escenario político. ¿Podría hoy en Argentina el estado actuar visiblemente con esa violencia? ¿La sociedad legitimaría la represión? ¿Cuál sería el costo social?
Chile tiene una historia de gran contundencia de la lucha social, muy atacada desde un estado que tiene una raigambre de agresividad y de dureza que no tiene el estado argentino. La mayor permeabilidad y la tendencia a la contención de los desbordes sociales suponen el desarrollo de un aparato estatal coercitivo más complejo, menos lineal. En nuestro país, el estado puede ser interpelado desde la sociedad, y cuando esa escucha se cierra, la gente sale a la calle (ahí están las historias de la “puebladas” del Cordobazo al 2001 para nombrar solo las últimas décadas).
No es que la lógica estatal no incluya la racionalidad mercantil, está claro que el estado contiene y garantiza las transacciones capitalistas, pero se enraíza, además, en un cierto horizonte de proyecto compartido. Es lo segundo lo que está desintegrado y lo que hoy los proyectos políticos no alcanzan a reparar. Esa descomunión hace que cualquier factor que se presente como integrador goce de cierta legitimidad política. El trabajo, la familia, la educación; instituciones fuertemente cuestionadas por la juventud de los ´60/70, hoy son los mojones del imaginario político. Esto permite que se presentan como herederas de la política setentista unas luchas que pugnan por restituir la sociedad que aquella quería transformar/destruir.
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