Partimos de la pregunta ¿qué autoriza en política? Es decir: ¿en qué condiciones queda alguien autorizado/a a participar en un proceso político? No nos referimos simplemente a identificar a una autoridad jurídica para acceder formalmente al juego político, sino a qué tipo autorización habilita esos procesos. ¿Quién tiene derecho a tomar la palabra sobre un tema y qué es lo que produce/otorga ese derecho?
No partimos de una idea predeterminada de “autoridad”. Solemos pensar la autoridad como un poder vertical e impositivo de unos sobre otros, puro poder de mando. No es necesariamente así. La autoridad puede adquirir diversos modos de legitimidad. Un gesto, una voz puede habilitar determinados recorridos en un cierto espacio. Vamos a intentar corrernos del discurso antiautoritarismo, que podría limitar el análisis a una zona más conocida por nosotros. Podemos concebir a la autoridad presentándose bajo formas siniestras o sublimes, y en el medio, como siempre, percibir una infinidad de matices.
El proceso del que partimos tiene que ver con la presencia actual del discurso referido a los años setentas como parte de la atmósfera política. En el contexto actual, ¿qué autoriza a hablar de dicha época? ¿cualquiera puede hablar de los 70? ¿qué autoriza a revisar la memoria, a estructurar o revisar esos relatos? El mecanismo autorizador más evidente es el que remite a la vivencia en primera persona. Como si se tratase de una pirámide jerárquica a la hora de tomar la palabra referida a aquella coyuntura y sus efectos actuales. En el vértice superior se encuentran quienes presenciaron aquellos acontecimientos. Quienes protagonizaron militancias, quienes fueron testigos, quienes padecieron el horror. En la cúspide, entonces, quienes participaron de militancias en las izquierdas, quienes fueron perseguidos o secuestrados por la dictadura (la pirámide de lugares incluye también, a partir de los años 80 y 90 a familiares).
La autorización parece provenir, en primera instancia, entonces de la voz de quienes vivieron aquellos años. Esa autoridad, creciente los últimos años, tiene una cara orientada a desautorizar otras legitimidades a la hora de construir narraciones. Discursos que cuestionan la relación directa y de por sí auténtica que emanaría de aquellas prácticas y que enfatizan la perspectiva del paso de los años como condición de reelaboración más abierta.
Otra cara de aquella autoridad consiste en fundir las historias de lucha con la sacralidad que deriva de la magnitud del horror que acompañó la derrota política de aquel proyecto. Esa sacralidad obtura la posibilidad de que cualquiera hable de ellas, profanándola. El discurso de muchos de aquellos protagonistas encarna una operación redentora. Cuando esa pretendida redención cierra en lugar de abrir surge un discurso “viudo”, relacionado con el pasado siempre desde una fijación doliente.
Ese principio de autoridad fue desplazado con mucha sutileza por el personaje Bombita Rodríguez (“el Palito Ortega Montonero”) compuesto por Diego Capusotto. Bombita se saltea esa sacralidad discursiva del sobreviviente. Ese desplazamiento no contiene el desprecio ni el resentimiento con que muchas veces se responde al tipo de autoridad setentista. El personaje está compuesto desde un tipo muy especial de cercanía, comprensión y afecto que permite una profanación indolora capaz de habilitar (autorizar) otras miradas. Se trata de un acto que habilita nuevos tonos, que abre el campo de la discursividad, haciendo que toda una generación (las generaciones posteriores) sienta nuevos derechos respecto de la historia reciente.
No se trata tanto de un caso de un discurso autorizado, como de una perforación de la pirámide de lugares de autorización que regulaba el discurso sobre aquellos años, y sobre el meta-discurso (revolucionario) que la caracterizó. Abre posibilidades a nuevas legitimidades. En este caso, no se trata sólo de tener una voz autorizada, sino de asistir a la emergencia de un nuevo principio de autorización, que destraba otros discursos. Las voces que surgen pueden tener improntas diversas (tanto siniestras como interesantes). El principio de autoridad instaurado por las Madres de Plaza de Mayo (familiares que quieren saber, que buscan justicia), por ejemplo, fue retomado y trastocado, pervirtiéndolo en una deriva entonces impensada por la figura de Juan Carlos Blumberg. En el medio hay mil matices, que van desde la madre de El Frente Vital, a las víctimas de Cromañón, pasando por las habituales escenas en que vecinos, familiares y amigos de las víctimas de casos de “inseguridad” toman la palabra pública investidos por ese carácter de proximidad.
A la par de la pregunta por quién está autorizado hoy a hablar de los 70, surge la pregunta por qué cosa de los 70 autoriza la palabra actual. Como si una imagen de la militancia de aquella década pesase sobre la imaginación actual como modo privilegiado de la voz política. ¿Qué había en la militancia en los 70 que añora la participación política de hoy? ¿la juventud de los 70 fue la última juventud, la última generación que se dio los medios (políticos) de una experiencia y un proyecto político colectivo? ¿la generación de los 70 fue la última generación política, la última que produjo imágenes sobre qué cosa es y qué no es político?
Puede que haya sido la última generación que construyó una definición de política. O bien la última que usufructuó las definiciones que venían del siglo de la revolución. Las generaciones posteriores se ven forzadas a discutir esa definición, o a olvidarla. A actuar de acuerdo a ella y rendirle culto, o bien a profanarla según fines diversos.
Forjada en esa definición homenajeada, un segmento muy visible de jóvenes militantes afines al gobierno actual retoman esa imagen como modelo. Vemos en ellos/as una politicidad que busca reconocimiento en la generación de los 70. Una juventud que parece inscribirse en un aquel orden de autorización piramidal que describíamos al inicio. Una juventud que intenta constituirse por cercanía o por imitación a quienes fueron/son “los” protagonistas.
No deja de incomodarnos la visión incomprensiva de esas prácticas como mera repetición. La repetición habla tanto de quienes repiten como de aquellos que, huyendo de la repetición, no logran evadirse de ella proponiendo una nueva diferencia. Cuando hay herencia se activa la pregunta por los herederos, por las acciones que se dan en torno a la herencia. No hay definiciones inmutables. Lo que se hereda demanda de los herederos una permanente reelaboración. ¿Puede nacer allí una nueva definición de la política? ¿En qué espacios puede verse hoy una forma de pensar lo político que no sea la de la generación de los 70?
Mas aún: si la lengua de la política permanece aún bajo la esfera de significaciones de sentido exacerbada durante aquellos años: ¿no haría falta cambiar la pregunta misma en torno a la política y las generaciones para ayudar a alumbrar nuevas legitimidades públicas?
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