En
los últimos días sonó mucho la palabra “democracia”: por la
huelga de gendarmería y prefectura, por la desaparición del testigo
Alfonso Severo, por la disputa en torno a la Ley de Medios, por las
elecciones presidenciales en Venezuela. En todos los casos, la
democracia aparece como aquello puesto en peligro, como algo que
podría perderse y es necesario defender. ¿Qué es la democracia
para nosotros? ¿Qué quiere decir hoy “defender la democracia”?
Los
actores históricamente considerados sus “guardianes”, los
partidos políticos, esos que los golpes de estado prohibían y que
se habían formado a la luz de la constitución de los
estados-nación, hoy se encuentran en etapa de disolución. La
politología es una ciencia encargada de lamentarse: ya no hay
sistema de partidos. ¿Quién defiende, entonces, a la democracia?
¿Qué actores colectivos la constituyen?
Hagamos
un recuento de los colectivos que actúan en el escenario político:
organizaciones sociales, clubes de fútbol, grupos empresarios,
sindicatos, iglesia, policía, grupos de vecinos. ¿Qué tipo de
democracia vemos que se arma? El panorama no es claro, pero es fácil
darnos cuenta que no estamos ante aquel sistema que se restauró en
1983, con el gobierno de Raúl Alfonsín.
Hoy
las corporaciones y los grupos actúan más como colectivo unificado
que los partidos políticos. La formación de los “cuadros”
políticos y la gestación de las políticas de gobierno se dan
mayormente en esos espacios. Podemos pensar, a modo de hipótesis,
que hay operando en lo social un neoliberalismo popular de masas que
repele a los partidos políticos como generadores de identidades
compartidas y dispone formas de subjetivación más móviles y no ya
exclusivamente políticas.
Puede
que dentro de este ethos
neoliberal el criterio de acción política sea la posibilidad de
consumo. Economía y política no se pueden pensar por separado,
ahora esa ligazón es evidente aún en los niveles más capilares.
Los movimientos que se van dando en ese plano –civil y de las
decisiones cotidianas- pueden dar lugar a efectos como lo que Horacio
González llamó en estos días “golpismo sin sujeto”, para
nombrar al hilo conductor que enlazaría los eventos locales que
enumeramos al principio.
Los
sectores que en 2008, durante el conflicto con el campo, percibían
una voluntad destituyente, hoy alertan respecto de un “clima
golpista” en la sociedad. Ahora, ¿creemos que estamos ante un
momento de riesgo de golpe de estado? Si la desaparición de Severo,
la huelga de las fuerzas de seguridad o las implicancias de la Ley de
Medios ocultaran una vocación golpista, ¿no estaríamos ya todos en
las calles? ¿Cómo leemos, si no es bajo la fórmula de democracia
en riesgo, nuestra actualidad política?
Gendarmería
se transformó en el último tiempo en la fuerza de contención
social del gobierno, por eso, la forma corporativa que tomó su
reacción ante la disminución de los salarios implica una afección
a la gobernabilidad. El secuestro de Severo también expresa un
conflicto entre las fuerzas de seguridad y el gobierno, sindicatos y
clubes de fútbol de por medio. Puede que haya un intento de afectar
al poder de Cristina, pero se vuelve intangible cuando intentamos
expresarlo bajo la figura de “golpe de estado”. Quizás la misma
idea de “clima golpista” esté señalando la insuficiencia de
nuestro lenguaje, que no alcanza a nombrar el debilitamiento de un
gobierno cuando el caudal de la fuerza política ya no se distribuye
en partidos.
¿Cómo
se expresa el disenso es un escenario político pospartidario?
¿Cuáles son las vías democráticas de construcción de poderes
alternativos? Si las corporaciones son los actores colectivos más
significativos, ¿cómo se expresan políticamente? ¿Cómo
interpelan al gobierno? Si observamos el caso de la Ley de Medios, el
más explícitamente político de los sucesos recientes, vemos que en
la movida cacerolera y en la defensa del Grupo Clarín los argumentos
también se agolpan en una idea de protección de la democracia, que
el mismo gobierno es acusado de estar arriesgando.
Podemos
leer este contexto como un momento de fortaleza del gobierno, donde
las oposiciones no pueden más que intentar disputar el rumbo de las
decisiones, aceptando que la capacidad de gobernar está en manos de
la dirigencia. Podemos, por lo contrario, percibir un riesgo de
desgobierno y de dispersión que corroe permanentemente la
gobernabilidad. ¿Estamos, entonces ante una sociedad nunca antes tan
disciplinada? ¿O ante la evidencia de un riesgo radical de
desgobierno, que los liderazgos sólo pueden contener ocasionalmente?
En
el marco de aquel neoliberalismo popular que mencionamos, podemos
situar un juego entre disciplina e insubordinación donde éstos no
aparecen como términos excluyentes. Así como un cacerolero vuelve
en un minuto a su vida cotidiana y un gendarme, a sus tareas; en un
minuto un funcionario del gobierno puede convertirse en ejecutivo del
Grupo Clarín. Creemos que no se trata de un individuo como el de los
`90 -cerrado aislado microempresarial- sino, más bien, de un
individuo que hace grupo todo el tiempo. ¿Hiperpoliticidad que no se
fija en identidades durables? ¿Muerte de las ideologías? Depende
mucho de a qué llamemos “politicidad” y a qué llamemos
“ideología” en esta democracia que se está armando.