31 de julio de 2011

Lo no percibido en política

Si pensamos que cada formación política se rige por una cierta sensibilidad, actúa de acuerdo a una percepción del contexto social que le permite ver algunos factores con nitidez, mientras que otros quedan para ella inadvertidos, ¿qué consideramos que hoy la mirada política no percibe?

La idea es que hay una complejidad de planos que componen lo social, que desde ninguna posición pueden ser vistos por completo. Lo propio de la acción es el estar situada y la situación abre un campo visual determinado. Esto no quiere decir que quien contempla la sociedad pueda ver más que quien actúa en ella, ya que es en el movimiento donde se supera la mirada estática y los procesos que componen lo social se hacen comprensibles.

El libro en el que está trabajando actualmente, el historiador Pablo Hupert describe cómo, desde el regreso de la democracia en Argentina, los gobiernos que se sucedieron tomaron como problema aquello que había puesto en crisis al gobierno anterior y, en cada caso, fue algo que no había sido advertido como riesgo lo que definió su final. En el ´83, Alfonsín asume con la certeza de que era necesario generar un armado democrático que evitara un golpe de estado, a través del fortalecimiento de las instituciones y la contención del poder de las corporaciones. Su derrota, sin embargo, vino de la mano del poder económico y las fuerzas del mercado.

En la década siguiente, Menem organiza su gobierno en función de las exigencias del poder financiero, con un discurso centrado en la idea de estabilidad económica. Había una percepción clara del peso político que tenían los elementos de la economía. Ese modelo, continuado por la Alianza, llega a su límite con la insurrección de la sociedad y la acción de los movimientos sociales que se expresa en los acontecimientos del 2001. Néstor Kirchner, luego, asume su mandato con la gente en la calle y con la certeza de que su gobierno sólo sería posible si incorporaba esos actores sociales al funcionamiento del estado.

Esta constante puede ser pensada como consecuencia de un error de perspectiva, por el cual –como dice Maquiavelo- los ejércitos se preparan para enfrentar al enemigo de la batalla anterior. También es factible que para cada gobierno fuera necesario interpelar a las fuerzas que habían desestabilizado al armado político que lo precedía. Lo sintomático es que –cada vez- los nuevos factores que arriesgan la gobernabilidad quedan desapercibidos.
  
En este sentido, nos preguntamos ¿qué es lo que el kirchnerismo no puede ver? Qué es lo que no ve este gobierno, que tiene en el centro de su mirada la potencia política de lo social. Para la gestión de las fuerzas de la sociedad, desde 2003 se dispuso todo un aparato estatal como dispositivo de escucha, de recepción de las demandas de los movimientos sociales. La gobernabilidad se construyó a partir de la articulación con las organizaciones, lo cual involucra una cierta destinación de los recursos públicos, a la vez que requiere una apertura al diálogo y una negociación permanente en los territorios.

Para el gobierno, el factor de riesgo es menos el poder económico o el poder de una corporación en particular (las fuerzas armadas, la iglesia, los sindicatos) y más lo es el clima social, la opinión pública, la voluntad popular. Por su incidencia en ese ánimo colectivo es que le obsesiona el tema de los medios de comunicación y no por los medios mismos en tanto corporación. Esa visión se evidencia en momentos como en 2008, durante el conflicto con el campo, cuando Cristina deja enseguida de referirse a la figura de golpe de estado para hablar de “clima destituyente”, donde el peligro no es que un grupo tome el poder sino que la gente desconozca la legitimidad de los políticos, que se quiebre la relación de representación.

Ahora, ¿cuáles son las limitaciones de esta mirada? ¿Cuál es su punto ciego? Las peripecias de la última elección en la Ciudad de Buenos Aires, ¿dejan advertir algo de lo que el kirchnerismo no ve? ¿Qué pasa cuando un espacio que cuenta con un apoyo indiscutido de las mayorías a nivel nacional no logra imponer su candidato a nivel local (y ni siquiera puede disputar una porción de los votos al partido opositor)? ¿Algo en la victoria del macrismo señala la insuficiencia de la mirada kirchnerista?

Una vez conocidas las cifras de la elección, Daniel Filmus dijo en su discurso que la campaña del FPV no había contado con el apoyo de los grandes medios de comunicación. Más allá de lo poco atinado del balance, ¿puede interpretarse que el triunfo de Mauricio Macri es, simplemente, el producto de una campaña mediática eficiente? ¿Puede reducirse el fenómeno del PRO a una imagen bien elaborada? ¿Dónde se juega la eficacia del macrismo? ¿Cuál es su construcción política?

El macrismo ganó en la zona sur de la ciudad, donde, días atrás, el gobierno nacional había intervenido con el plan de seguridad “cinturón sur”. En esos barrios hay una presencia importante del estado local, tanto por el andamiaje de los punteros políticos como por los planes de obra pública. Sobre esa estructura se montó la campaña electoral, con  inauguración de locales del PRO, volanteo, timbreo a “los vecinos”. Si, en contra de la idea de que Macri es pura producción espectacular, notamos que el trabajo en los barrios puede ser una variable central de su gobierno y una variable que no fue descuidada en su campaña, ¿podemos suponer que el poder territorial es algo tan determinante hoy en política que, allí donde no gobierna, el kirchnerismo no puede ganar las elecciones?

¿Será que no sólo el kirchnerismo puede hacer kirchnerismo? El macrismo en la ciudad está demostrando que el modelo de presencia territorial del estado y desarrollo de planes sociales puede perder su signo político. ¿Es posible que el modo de gobierno basado en la imbricación entre aparato estatal y organizaciones sociales forjado por el kirchnerismo sea neutralizado políticamente y absorbido como puro mecanismo de control de los territorios?

Quizás sea que hoy no se puede gobernar sin utilizar las formas políticas que creó el kirchnerismo. Como si a partir de 2003 se hubiese ido instalando un piso mínimo aceptable para la acción política. Ese piso responde a la conflictividad siempre emergente de lo social, que es la marca de esta época. En esta articulación entre lo social y lo estatal se revitaliza la noción de lo público, que aparece como el espacio que se crea, amplía y dirime en esa relación. Lo público se reinstala en el discurso político, como un tópico necesario de cualquier fuerza que se proponga manejar el estado.  

Macri, que llega a la política desde el mundo empresario, amparado en una idea positiva de lo privado, sin embargo, repite en su discurso las fórmulas educación pública, salud pública, espacio público. Por su parte, antes de las elecciones, Filmus dijo que sus hijos no van a la escuela pública. Los hijos del ministro de educación más importante del periodo kirchnerista van a la escuela privada. Dos posiciones: un empresario en el gobierno que apela a la importancia de lo público y un político con trayectoria de promoción/gestión de lo público que se reconoce no-usuario de aquello que provee el estado. 

Se da la particularidad de que aquellos que defienden lo público no son los que lo usan. Se crea así una ideología de lo público, que –en tanto dispositivo enunciativo- puede ser usado del mismo modo por un candidato que por otro. En ese plano, se vuelve inocua la denuncia del kirchnerismo a Macri por privatista. Cuando la defensa de lo público no es más que una retórica, esa es una denuncia que no tiene sustento.

Podemos entrever que la política actual se enfrenta al riesgo de confundir el discurso de lo público con la producción de bienes y espacios de uso público. En este punto, el desafío sería crear lo público no abstracto, que mejore concretamente la vida de las personas. De otro modo, los significantes políticos más propios pueden ser vaciados de sentido, fetichizados, utilizados sin que su uso implique ningún compromiso material o ético, ninguna consecuencia en el plano de las acciones. 

Asimismo, el hecho de que la política de presencia territorial pueda ser neutralizada, depurada de connotación ideológica, puede estar señalando un tratamiento despolitizador de las cuestiones sociales. Si se agota el diálogo/la negociación y en los territorios queda pura transacción económica, las políticas del gobierno no tienen por qué guardar un compromiso con las voces de los movimientos sociales. Si la articulación con los movimientos se basa en un intercambio económico sin interpelación política, el andamiaje social del gobierno se puede volver un mero dispositivo de control, que anula lo político antes que producirlo y que vuelve indistinto quién es el que lo aplique.

En estas instancias donde los modos de gobierno del kirchenrismo pueden ser utilizados por sectores de derecha sin perder eficacia política es donde quizás podemos empezar a identificar los puntos ciegos de su mirada.

12 de julio de 2011

La hegemonía como problema político


Nos preguntamos por la hegemonía como problema político. Hay una acepción, con gran presencia en el debate político, de hegemonía como dominio autoritario de un sector sobre otros. Esta perspectiva nos interesa menos que otra, propia de la teoría política actual, que relaciona hegemonía con democracia y tiene entre sus exponentes al politólogo argentino Ernesto Laclau. La vez anterior hablamos de la corrupción de las formas políticas, de la cual la hegemonía podría ser la contracara: un momento creativo, de producción/composición de esas formas.

La noción de hegemonía tiene una historia que atraviesa, por lo menos, dos estaciones: una marxista y una posmarxista. En la primera, planteada por Lenin y retomada por Antonio Gramsci, la hegemonía tiene una condición de clase. Para Lenin, la situación revolucionaria requería que el campesinado integrara un bloque bajo hegemonía proletaria. Gramsci sostiene que la hegemonía es la dominación de clase cuando no es puramente militar, cuando es producto de acciones de coerción combinadas con acciones de construcción de consenso; está ligada a la cultura, al lenguaje, a la religión, y al factor nacional: a fenómenos que el marxismo tradicional colocaba en la superestructura.

Luego, hay una estación posmarxista, dentro de que se encuentra Ernesto Laclau. Él hace una lectura de Gramsci en la que deja caer la idea de que la hegemonía es de una clase social. Sostiene que la hegemonía no tiene una relación orgánica con la economía, sino que su carácter es puramente discursivo. Llama populismo a una cierta configuración semiótica, donde pueblo es el significante central. En una entrevista que le hicieron hace unos años, Laclau dice que los argentinos pudimos pensar en términos posestructuralistas antes del posestructuralismo porque vivimos el peronismo, con una composición que evidencia la falta de relación natural entre clase e ideología.

En Argentina, en efecto, podemos situar una genealogía rica y propia de la hegemonía. Sobre todo a partir de los textos de John William Cooke. A partir de la década del 60, Cooke planteaba que el peronismo era un movimiento policlasista, atravesado por una ideológica clasista. “Hay movimientos policlasistas, pero no hay ideologías policlasistas”, decía. Un movimiento puede ser policlasista, afirmaba. Pero nunca puede serlo una ideología. Las ideologías son de clase: expresan siempre una experiencia y unos intereses que se proyectan sobre el conjunto. El peronismo de los años sesentas era, entonces, para Cooke, un movimiento dentro del cual se desarrollaba un disputa entre una ideología burguesa y una ideología proletaria. La producción de hegemonía es la difusión de la ideología de una clase sobre otras, es el hecho por el cual el punto de vista de las clases subordinadas se articula en torno a la preeminencia de la ideología de una de las clases fundamentales.

De Cooke a Laclau, los pensadores que piensan la centralidad histórica y política del peronismo se esfuerzan en el reconocimiento de una enorme complejidad de lo social. Cada quien a su modo, se trata de la relación no lineal entre clase e identidad política. Mientras Cooke mantiene un criterio clasista de última instancia, Laclau prioriza una tendencia radical a la fragmentación de lo social y a la disolución de las clases. Así, para Laclau existe una relación esencial entre producción de hegemonías y posibilidad de considerar lo social mismo fragmentado. La social complejo está constituido por fragmentos incapaces de organizarse por sí solos. De allí el carácter estratégico de la intervención hegemónica.

Para Laclau, en efecto, la hegemonía es el acto por el cual la dinámica política produce lo social mismo. En un esquema simple burguesía-proletariado es más fácil pensar la política como expresión de una dinámica de la economía, pero cuando la composición social es tan diversa, sólo la hegemonía produce un efecto (simbólico e imaginario) de sociedad. Laclau no cree que la producción de hegemonía esté determinada por alguna base previa (material o económica) sino que la sociedad es un efecto producido política y discursivamente.

Si tomamos del posestructuralismo el distanciamiento respecto de una dicotomía entre base económica y superestructura política/ideológica/discursiva (del marxismo clásico), entonces podemos llamar hegemonía a la lógica estructurante que produce sociedad, que es transversal a los niveles económico, político, cultural, jurídico; siendo siempre un fenómeno de naturaleza discursiva. Hasta acá Laclau.

El desafío de este pensamiento consiste en articular una idea de la hegemonía sin articularlo con idea alguna de clase social. De allí que podamos hacernos algunas preguntas para nuestra situación ¿Es realmente útil entre nosotros un pensamiento de la hegemonía que prescinda de la clase?, ¿cuáles son los elementos de la actual construcción de hegemonía? ¿estamos en un momento de producción de hegemonía o, más bien, en lo que Gramsci llamaba “crisis hegemónica”?

Si observamos los discursos políticos en la actualidad con el lente de la hegemonía, vemos que se discuten formas de gestión, leyes, derechos. ¿Podemos decir que estas discusiones involucran una nueva forma de producción de lo social en general?. ¿Y es relevante, para responder a esta pregunta, cuestionar la pervivencia y las mutaciones del modo de producción capitalista (vidas mediadas por la propiedad, por la relación mercantil?. Para completar el arco de las preguntas: durante la reunión pasada hablábamos de una hegemonía del mercado. ¿Qué puede querer decir que el mercado sea hegemónico?

En un contexto latinoamericano de mayor activación política de los grupos sociales, donde la fórmula de intervención estatal y mayor participación de los movimientos sociales en los aparatos de gobierno se presenta como alternativa al paradigma liberal, ¿estamos ante una reconfiguración del capital o se trata, en cambio, de un momento de avance contrahegemónico? Podemos decir que ambos procesos están presentes por igual e, incluso, que se implican mutuamente; pero eso nos disuadiría de pensar el modo en que se compone la situación actual. ¿Cuál sería la diferencia entre una reconfiguración capitalista y un momento contrahegemónico? Sería, creemos, una diferencia de relación de fuerzas. Veamos.

En primer lugar, si hablamos de hegemonía capitalista es porque no hay, estrictamente, un modelo capitalista: el capital no se reproduce siguiendo un esquema, sino que va actualizando el modo en que logra hacer primar una forma sobre otras en la producción de lo social, de asegurar la primacía de la relación de propiedad o monetaria sobre otros tipos de relación social. Hay hegemonía, a su vez, porque hay elementos que no se reconocen como esencialmente capitalistas, pero que el capital articula, funcionaliza y resignifica. Así pensada, la hegemonía no responde a un modelo político, sino que es una práctica, un modo de reorganizar de modo incesante siempre los términos en función de un cierto dominio.

Dentro de ese juego, se podría llamar reconfiguración capitalista a una nueva composición de los elementos que constituyen lo social en función de la máxima rentabilidad para el capital. Es decir, estaríamos ante una fuerza directriz, capaz de organizar los elementos de acuerdo a una lógica que le es propia. Se podría sostener, en cambio, que estamos en un momento contrahegemónico si la acción del capital está siempre a la retaguardia de fuerzas a sociales de otro signo, que lo desafían y le exigen una continua renovación, que será nuevamente desbordada.

Si nos centramos en los discursos del gobierno actual, podemos entrever una distinción entre un nivel general donde se siguen sosteniendo premisas capitalistas y otro donde se dan pequeñas disputas en torno a esos significantes. ¿Se trata de dos niveles de una misma construcción hegemónica o de una disputa de hegemonía al interior del kirchnerismo? Suele decirse que el kirchenrismo está tensionado entre progresismo –intelectuales, organizaciones de derechos humanos, movimientos sociales- y pejotismo –sindicalismo, punteros políticos, articulación con el empresariado. ¿Puede hablarse del kirchnerismo como un espacio de disputa entre ideologías? Si reactivamos la pregunta de Cooke en relación al peronismo, ¿deberíamos seguir planteándola en términos de clase?

¿Y en qué sentido valdría la pena hablar hoy de política clasista? Mas que la distinción en términos de clases, se habla hoy en términos de modos de organización política nuevos y viejos. Sin embargo, intuimos que si hegemonía es un concepto que permite entender lo procesos políticos actuales como producción de sociedad, producción de los modos en que la sociedad se produce es porque también hay actualidad en la noción de clase social. Desprendida de esa categoría, hegemonía podría aplicarse a cualquier fenómeno de jerarquización o dominio de algo sobre otra cosa.

En la complejidad económico-simbólica propia del capitalismo tardío ya no podemos hablar de dos clases sociales sino de una pluralidad de sectores. De todos modos, en esa pluralidad pueden identificarse configuraciones de dominio, relaciones de mando. Podemos sostener que hay un problema de clase en la medida en que hay disputas, por ejemplo, en torno a la renta inmobiliaria, la salud privada, la cuestión étnica. Es decir, problemas de poder ligados a la explotación. La producción de vida subordinada, de tiempos y espacios dispuestos por mecanismos de poder fuertes nos dan una idea de la explotación en términos puramente políticos. Hay grupos sociales que son dominados bajo esos procedimientos: viven en guetos, o no acceden a la salud, no acceden a la vivienda, o son superexplotados en el trabajo servil, o producen servicios subordinados a un mando exterior, o son desplazados de la tierra, etc.
  
Para hablar de clase como categoría política –una vez derruida la distinción entre producción económica y producción simbólica/discursiva como dos planos- es preciso darnos una noción de explotación como realidad de mando o de dominio, que no es exclusivamente la de burgués-trabajador, que constituye sujetos trabajadores del mismo modo que constituye otras subjetividades. De la idea marxista (económica-objetiva) de que la clase subordinada en el capitalismo es aquella que está obligada a vender su fuerza de trabajo, acentuamos el elemento de obligación. El capital es el que obliga, ya sea a vender o a comprar. El capital es que el fija el intercambio mercantil como forma-motivo de la relación social.

Ante este panorama, los teóricos de la hegemonía tienden a colocar la producción de formas sociales dentro de la política entendida en términos tradicionales: con el estado como actor central y la nación como circunscripción espacial. Nosotrxs veníamos pensando en términos de una hegemonía del capital y a ese respecto nos preguntamos: ¿puede esa primacía de lo global como espacio y del mercado como centro ser pensada desde esta teoría política?

La interpretación que parece prevalecer en la actualidad es la que advierte que hay un resurgimiento de una centralidad estatal, del debate como práctica de producción política, y su figura central: la del intelectual como productor de hegemonía (Gramsci), es decir, que estamos ante lo hoy denominado “revitalización de la política”. En este contexto, hegemonía se vuelve un concepto ligado a la conciencia de un dominio del estado, que nos resulta insuficiente para pensar lo que veníamos llamando hegemonía del mercado, que ya no es la producción de subjetividad nacional ni es el capital produciendo consenso cultural a través de los agentes del estado. Se trata de una experiencia de reorganización de la producción, del consumo, de las imágenes, de las ciudades; que ya no depende del factor estado-nación.

Contra la idea de que vuelve la política como fenómeno nacional, puede pensarse al peronismo como traductor a nivel nacional de las tendencias de época a nivel regional. Lo cual se aplicaría tanto a la figura del estado de bienestar en el período 1946-1955, como a los movimientos guerrilleros durante las dictaduras, el neoliberalismo en la década del 90 y el neointervencionismo estatal en la actualidad. Aún sosteniendo esta hipótesis, cabe la pregunta por cómo se construye o disputa la hegemonía en cada caso, por cuáles son las clases activas en cada proceso.

¿El kirchnerismo es una reelaboración de una hegemonía de clase o la construcción de una contrahegemonia? La pregunta no es si al interior del kirchnerismo existen sectores que cuestionan la continuación de tendencias neoliberales, ya que eso evidentemente ocurre. En tanto un armado hegemónico es un sistema de sumisiones, directamente no podría hablarse de hegemonía si no hubieran esos antagonismos. La pregunta por el carácter progresista o conservador del kirchnerismo apunta a vislumbrar cuál es la fuerza imperante. Es decir, cuando Laclau dice que en el populismo el pueblo es hegemónico ¿quién es ese pueblo? ¿domina sobre qué otra cosa?

5 de julio de 2011

El compromiso político de los intelectuales


Por Raul Cerdeiras
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Con ese título se organizan innumerables debates. Es un título revelador de una concepción de la política que debemos mandar decididamente a los museos. Que descanse tranquila en los museos la idea de que la política es esencialmente una acción práctica, a lo sumo guiada por una teoría que ella tendría la misión de realizar. En cambio, y para decirlo de entrada, si afirmamos que la política es ella esencialmente un pensamiento, entonces su vínculo con la “clase” intelectual, con el intelectual “crítico”, pierde todo sustento.

La idea que la política es un pensamiento conlleva el de su autonomía (como el arte, la ciencia, etc.) e impide que haya un sector especial (los intelectuales, la “cultura”) distinto al de cualquier habitante de este planeta al que se lo tenga que hacer depositario de un vínculo especial con ella. Sería irrisorio plantear el tema de la relación de los intelectuales con el arte, la ciencia o la filosofía, porque va de suyo que en el horizonte de nuestra civilización esas especificidades caen en el área de lo pensante. Y aunque la política en la experiencia marxista-leninista haya inscripto en su seno la palabra “teoría” esta tenía esencialmente un sentido ligado a conocimiento, que no le impidió jamás ser precisamente ella la que atormentó a más de un “intelectual” con el tema de su compromiso político.

La generalidad que acarrea el término intelectual sirve para que se encargue de ocupar el lugar de pensamiento. De un pensamiento que se emite bajo la forma de un juicio que juzga a la política (a favor o en contra de sus actos y contenidos reales). Esa posición se emparienta con una decisión de orden moral acerca del Bien y del Mal y termina entrelazándose con principios filosóficos. Y esto es determinante para ratificar que el mentado tema del compromiso parte del presupuesto de considerar a la política como una práctica, esencialmente una acción que se vale de recursos técnicos propios (lucha, violencia, organizaciones) para lograr sus objetivos. Las complejas relaciones entre la filosofía y la política, cuya tensión más explícita quizás esté en la obra de Platón, terminó finalmente encadenando a la segunda a la primera. Muchas veces las Tesis sobre Feuerbach de Marx fueron considerados textos tanto filosóficos como políticos deslizándose en una zona gris que se nombra “filosofía política”. Este campo confuso da nacimiento a la visión, dentro de la cual hoy se sigue planteando el tema del compromiso, de que la política no podía pensarse a sí misma, que era una simple práctica cuyo sentido final debía ser prodigado por la filosofía, la Historia o la moral. Será en función de esas ideas que el intelectual juzgará finalmente una política. A la inversa, cuando desde una política se le exige un compromiso al intelectual, en el fondo lo que se le está pidiendo no es que participe con su cuerpo en las tareas “prácticas”, sino que juzgue de tal manera que declare que esa política se ajusta a los grandes ideales que los pensadores están encargados de producir y velar por ellos.

Pero debemos extirpar a la política de su tutela filosófica y dejar que ella se de sus propios principios, sus ideas y que abra los lugares propios para una acción consecuente con ellos, que experimente y juzgue en interioridad los efectos de su práctica, que invente sus formas materiales de organizarse, etc. En ese sentido hay que deshacerse de la filosofía-política que es la vieja pretensión de la filosofía de mantener en su orbita a los fundamentos de la política, de la misma manera que el arte se independiza de la estética y la ciencia de la epistemología, que son otros tantos dispositivos con los que la filosofía intenta mantener su hegemonía por medio de un supuesto saber universal que ella encarnaría.

Tomemos un intelectual “populista” o un intelectual orgánico de un partido marxista-leninista,    en este tema no hay una  diferencia esencial. Es casi seguro que en su corazón y en su mente está convencido de la justeza de un viejo dicho popular, que incluso se usa en algunas propagandas para enaltecer a ciertas tarjetas de crédito, que dice: “lo más importante en la vida no se compra con dinero”. Ahora bien ¿cómo ser un intelectual populista y sostener este mismo principio frente a pueblos hambrientos? O dicho de otra manera ¿cómo sostener este principio (que es una herida mortal que destroza el corazón mismo de la vida regida por el capitalismo) del que se desprende una política de emancipación frente a “su” pueblo que clama por dinero para satisfacer sus necesidades básicas? Es en ese instante que el intelectual escinde violentamente la política del pensamiento y la pone como una simple práctica al servicio de las necesidades. Pero lo hace pagando un precio (valga la paradoja) muy alto: separarse del pueblo, poniendo una distancia ente ellos (pobres víctimas) y nosotros (intelectuales bien alimentados), en definitiva, consagrando una desigualdad que, dicen, quiere combatir. Pero inmediatamente se justifica diciendo que él lucha para que todos se alimenten, estudien, etc. y así el pueblo también tendrá la posibilidad de pensar en “esas cosas”. Pero esa lucha de entrada está perdida porque el intelectual (¿será esta la cuestión central en la que se anida la idea de representación en política?) no trata a la gente como portadora de la capacidad de pensar, querer y rebelarse por las cosas importantes que no se compran con dinero, y eso fatalmente lo lleva a ocupar  el lugar del redentor (es decir un Amo…bueno, por supuesto) del que “ayuda” al desvalido,  y para decirlo con la palabra que habilita toda dominación silenciosa, transforma al pueblo en víctima, al sistema en el verdugo y a ellos en liberadores. Todo esto encierra una profunda desconfianza en el pueblo.

Que la política es un pensamiento es algo difícil de admitir por los intelectuales formados al amparo de la antigua política, porque los deja sin trabajo. Frente a los sucesos de Marruecos, Egipto y ahora en España, en donde los pueblos, la gente, mezclados sin ser portadores de ninguna “entidad” sociológica, se rebelan y la rebelón está entre esas cosas “importantes de la vida que no se compran con dinero”,  estos viejos intelectuales miran con alegría y admiración esta acción, pero dejan siempre en un cono de sombras la capacidad que tendrán estos pueblos para encontrar un rumbo correcto con miras al futuro y expresan su miedo de que el sistema se los trague y todo quede en definitiva en la nada. En el fondo para esta raza de intelectuales sobra entusiasmo y acción pero falta programa y orientación, desconfían. Desconfían que el mismo pueblo invente, en el lugar mismo en que se manifiesta, su propio camino.

La política es un pensamiento autónomo porque, entre otras cosas, no es un programa para la acción. El Estado es el que entiende a la política como un programa de acción y los partidos son los encargados de suministrar esos programas. Pero como esos programas deben realizarse en la práctica tienen que ser posibles, es decir, estar en consonancia con las condiciones reales, objetivas, de una situación. Es el posibilismo más rastrero que hoy experimentamos.

La política es un pensamiento autónomo porque ha renunciado al objetivo central de tomar el Estado y, en consecuencia, ya no dirige su estrategia teniendo como objetivo destruir globalmente al capitalismo y desactivar de raíz de una vez y para siempre el rol represivo del Estado en un acto único y monumental llamado “revolución”. Al renunciar al Estado decidió que su acción emancipadora no debe subordinarse al pensamiento del todo sino más bien declarar que la política sucede en situaciones locales, particulares.

La política es un pensamiento autónomo porque no parte de un programa sino de los acontecimientos que no encajan en el modo ordinario de entender la política, de lo que la gente piensa y declara sobre ellos y de las nuevas posibilidades que abre.

La política es un pensamiento autónomo porque enuncia los principios que la sostienen y no busca “aplicarlos” a una realidad exterior, como en la vieja pareja de teoría y práctica, sino que sus ideas deben abrir un espacio inmanente, interno, en el interior del cual experimenta las consecuencias de su acción que se desarrolla bajo la regla de la fidelidad a las mismas. Acá nunca se sabe con certeza si lo que se hace es consecuente con la idea y tampoco se saben de antemano las consecuencias que se producen.

La política es un pensamiento autónomo porque afirma que los seres humanos, todos sin excepción, piensan. Pero piensan con una libertad y creatividad insospechada toda vez que se resquebrajan las estructuras y estereotipos en los que el Estado y la sociedad nos incluyen y atornillan en todo momento y nos regla un comportamiento adecuado a ese lugar.

Somos contemporáneos de un fenómeno de consecuencias incalculables: entre aquellas cosas “que no se compran con dinero” el capitalismo mundial logró comprar a las políticas que levantan la idea de la emancipación. El sometimiento de la política a la lógica del capital es tal que hasta hay países que marchan aceleradamente hacia el capitalismo bajo banderas que lucen una hoz y un martillo o bajo la consigna del Socialismo del Siglo XXI. Pero los primeros gestos emancipativos de los pueblos que manifiestan que ellos no se incluyen en esa compra que se está dando en el mundo. Asumen la forma de un grito ¡que se vayan todos! ¡No nos representan! ¡Nosotros pensamos, deliberamos y decidimos en forma igualitaria! ¡Queremos Otra cosa que la que nos ofrecen!

Quizás los síntomas que portan las rebeliones que se dieron en América Latina, (zapatismo, 19/20 de diciembre 2001, lucha de los pueblos de Bolivia, las luchas de los Sin Tierra, etc.) así como en los países árabes, Europa, y recientemente España, etc., apunten a iniciar un nuevo ciclo de pensamiento y acción política emancipativa, y lo hacen rechazando toda ingerencia de la vieja política y sus partidos en el interior de las experiencias, organizaciones, ideas y pensamientos que van forjando. Estoy convencido que estas sacudidas son el campo real de la producción de Otras políticas emancipativas, sustraídas del Estado, los partidos y la economía. Y seguro que en el interior de esta novedad el tema de la relación de los intelectuales con la política perderá toda la significación que hoy se le da.

23 de junio de 2011