28 de octubre de 2010

Los 80 como problema que vuelve

Nos proponemos reflexionar acerca de lo político en la década del 80. La década de la salida de la dictadura militar en Argentina y en muchos de los países de América Latina. La década de la primavera democrática y que, sin embargo, ha quedado signada por un sentimiento de frustración. Una época considerada mundialmente como época de fracaso, a la que se denominó la década perdida.

En la actualidad, a la par de una inscripción ideológica en las militancias de izquierdas de la década del 70, por debajo de una inscripción que se da a viva voz, hay un reanudar de los valores de la política instaurada en los 80. Los desafíos, los dilemas, los propósitos, los criterios políticos que caracterizaron a aquél período permanecen, con una presencia sorda, en la política de hoy.  

Los 80, en tanto época que se abre a partir de la derrota de los proyectos de sociedad que expresaban los movimientos políticos y sociales de los 70, parecen ser el límite de lo que la política actual puede retomar del pasado. Como si los 80 fueran una pared infranqueable, más atrás de la cual no se puede ir. Los intentos setentistas chocan irremediablemente con ese límite, rebotan contra la memoria de los 70 y caen en los 80. Por eso, podemos decir que nuestra era está fundada en 1983 y no antes de esa fecha.

En primer lugar, nos preguntamos ¿cuándo empieza y cuándo termina el período que nos proponemos pensar? Como hipótesis, situamos el inicio en la Guerra de Malvinas, el 2 de abril de 1982. La guerra manifiesta el agotamiento de un período político. En el momento en que se declaró la guerra, Carlos Menem estaba participando de un encuentro en Libia y, cuando se enteró de la noticia, le dijo al resto: “me vuelvo ya para Argentina, acaba de empezar mi carrera política”. Menem percibió que lo que se venía era el fin de la dictadura y la apertura de un escenario en el cual él tenía mucho por hacer. Podemos preguntarnos ¿qué es lo que Menem vio aflorar en el año 82? y ¿cuándo termina el ciclo de expectativas que él intuyó en ese momento?

Con la derrota de Malvinas hay un cambio en la sensibilidad política. La misma sociedad que en 1982 había apoyado masivamente la participación en la guerra, tres años más tarde votó en contra del enfrentamiento armado con Chile por el Conflicto del Canal de Beagle. Se pasó de una posición pro-bélica a una actitud pacifista. Cuando hablamos de los 80 nos referimos a ese período en que ya no era legítimo resolver un desacuerdo a través de la guerra. Ese tono antibelicista en la política argentina está muy vinculado al proceso que expresó el alfonsinismo.

La conciencia política de los 80 se monta sobre una crítica a las formas violentas de procesar los conflictos dominantes en la década anterior. Hay un balance de los 70, que los ve como un tiempo sitiado por una guerra que tenía dos bandos, dos demonios. La idea de que esos dos bandos en guerra eran responsables de la imposibilidad de un sistema político moderno es una idea central para el alfonsinismo. De ella se deriva la necesidad de un nuevo sistema político, basado en la exclusión de la violencia y la creación de canales institucionales de expresión y de diálogo.

La democracia era el sistema que permitiría erradicar de la sociedad a la guerra, la violencia y la muerte, encarnadas en el terrorismo militar. La construcción política de Raúl Alfonsín partía de la observación de que la dictadura era una forma de pensar y actuar que, restituido el funcionamiento de las instituciones, pervivía en las corporaciones, instancias de lo social que no habían sido democratizadas. Los discursos de Alfonsín durante su gobierno tienen un objetivo dominante: las corporaciones, capaces de desestabilizar la democracia.

Alfonsin se enfrenta con la iglesia, con los sindicatos, con Regan y con las fuerzas armadas, pero de ninguno de esos lugares surge el poder que lo voltea. No lo voltean los cara pintada, no lo voltea la iglesia, no lo voltean los enemigos declarados. La caída de Alfonsín no tiene que ver con el método sistemático que el poder económico utilizaba en toda la región para mantener el poder político, que era el golpe de estado. Podemos pensar que el fin de la década del 80 sobreviene cuando se descubre que el poder que atacó al proyecto alfonsinista era un poder que el alfonsinismo no conocía: el poder económico-financiero.

Puede que el último acto político que se dio en los términos de esa construcción haya sido el asalto al cuartel de La Tablada, el 23 de enero de 1989, que buscó defender con las armas un gobierno democrático que se veía amenazado por las fuerzas militares. El Movimiento Todos por la Patria (MTP) era una fuerza civil preparada para hacer frente a un golpe militar. En este sentido, el MTP fue el mas consecuente proyecto alfonsinista, la encarnación más radical de la preocupación política de los diferentes actores de la democracia en esa coyuntura.

El sistema político organizado en aquellos años se estructuró en torno a la hipótesis de que la herramienta del poder contra un movimiento democrático eran las fuerzas armadas. Se dice que los ejércitos se preparan para las guerras ya pasadas. El poder desestabilizador de la democracia, que en los 80 no se alcanzaba a identificar, fue visto por Menem cuando llegó al poder y, con ello, se dio comienzo una nueva etapa en la política del país.  
 
Menem, cuando asumió, aniquiló a los militares y pactó con ese poder cuya irrupción había sorprendido al sentido común alfonsinista de la época. El nuevo presidente entendió que no hacía falta lidiar con las corporaciones, que el poder estaba en un sector económico-financiero en plena expansión. Inició un gobierno que no sólo fue amistoso con el poder económico o funcional a él, sino que incorporó al poder económico como parte misma del manejo de lo público.

Así dispuesto el Estado, la propia significación de la democracia se ve modificada. Menem no tuvo el problema de defender las instituciones, ese era un problema de los 80. En los 90 la democracia nunca estuvo en riesgo, el sistema político dejó de ser lo que se oponía o contrarrestaba los poderes, para constituir la plataforma que los articulaba. Integrado por las fuerzas que lo desafiarían, el gobierno no era sujeto de conflictos, su estabilidad no podía estar en riesgo.

Después de la crisis de 2001, el problema de la confrontación entre lo sectores de la sociedad y la preocupación por la continuidad de los gobiernos retornan a la conciencia política. La lectura de que un proyecto político puede contrapesar el poder de las corporaciones entraña para el alfonsinismo una frustración que no le permite a los sectores afines volver a articular ese discurso. Quien lo retoma es el kirchenrismo.  

Mientras los alfonsinistas critican a este gobierno por violento, las confrontaciones del kirchnerismo bien pueden verse como herederas del habitus político forjado por Alfonsin. Los Kirchner pertenecen a una generación fuertemente impactada por la lucha de Alfonsín contra el poder de las corporaciones. Tanto el gobierno de Néstor como el de Cristina tienen un discurso estructurado en torno a la pelea contra las corporaciones: los medios de comunicación, la iglesia, el campo.

En el conflicto de 2008 el campo fue concebido por el gobierno como una corporación. No se trató de una disputa económica, fue una disputa política. En el orden económico, el gobierno le dio al campo todo lo que quería, pero, a nivel político, intervino para evitar que se conformara el bloque de derecha que el aquél buscaba aglutinar en torno suyo.

La categoría de lo destituyente, que tomó fuerza por esos días, recupera la herencia de la política de los 80. El discurso de Carta Abierta tiene como eje la defensa de la democracia y de la institucionalidad. Cristina, cuando hoy dice “los que nos vienen a hacer un golpe no son los generales militares, son los generales mediáticos” está apelando a la memoria de lo 80. Advierte que el espíritu antidemocrático que antes representó la dictadura hoy lo encarnan las corporaciones.

La diferencia que marca al hablar de generales mediáticos evidencia la mediación de los 90, subraya la presencia de ese poder que aparecía solapado en la década alfonsinista y que terminó con el gobierno de Alfonsín. La política kirchnerista es de ruptura con una indistinción entre poder político y poder económico, destapa el conflicto. Sólo después de discernir los actores, planteará articulaciones y distancias con cada uno de ellos. Por eso, si bien los K retoman de los 80 el discurso anticorporativista, deben dejar de lado el elemento de pacificación. Si hoy Cristina saliera a decir “la casa está en orden”, se acabaría esta época de la política.   

6 de octubre de 2010

¿Qué autoriza en política?

Partimos de la pregunta ¿qué autoriza en política? Es decir: ¿en qué condiciones queda alguien autorizado/a a participar en un proceso político? No nos referimos simplemente a identificar a una autoridad jurídica para acceder formalmente al juego político, sino a qué tipo autorización habilita esos procesos. ¿Quién tiene derecho a tomar la palabra sobre un tema y qué es lo que produce/otorga ese derecho?

No partimos de una idea predeterminada de “autoridad”. Solemos pensar la autoridad como un poder vertical e impositivo de unos sobre otros, puro poder de mando. No es necesariamente así. La autoridad puede adquirir diversos modos de legitimidad. Un gesto, una voz puede habilitar determinados recorridos en un cierto espacio. Vamos a intentar  corrernos del discurso antiautoritarismo, que podría limitar el análisis a una zona más conocida por nosotros. Podemos concebir a la autoridad presentándose bajo formas siniestras o sublimes, y en el medio, como siempre, percibir una infinidad de matices.

El proceso del que partimos tiene que ver con la presencia actual del discurso referido a los años setentas como parte de la atmósfera política. En el contexto actual, ¿qué autoriza a hablar de dicha época? ¿cualquiera puede hablar de los 70? ¿qué autoriza a revisar la memoria, a estructurar o revisar esos relatos? El mecanismo autorizador más evidente es el que remite a la vivencia en primera persona. Como si se tratase de una pirámide jerárquica a la hora de tomar la palabra referida a aquella coyuntura y sus efectos actuales. En el vértice superior se encuentran quienes presenciaron aquellos acontecimientos. Quienes protagonizaron militancias, quienes fueron testigos, quienes padecieron el horror. En la cúspide, entonces, quienes participaron de militancias en las izquierdas, quienes fueron perseguidos o secuestrados por la dictadura  (la pirámide de lugares incluye también, a partir de los años 80 y 90 a familiares).

La autorización parece provenir, en primera instancia, entonces de la voz de quienes vivieron aquellos años. Esa autoridad, creciente los últimos años, tiene una cara orientada a desautorizar otras legitimidades a la hora de construir narraciones. Discursos que cuestionan la relación directa y de por sí auténtica que emanaría de aquellas prácticas y que enfatizan la perspectiva del paso de los años como condición de reelaboración más abierta. 

Otra cara de aquella autoridad consiste en fundir las historias de lucha con la sacralidad que deriva de la magnitud del horror que acompañó la derrota política de aquel proyecto. Esa sacralidad obtura la posibilidad de que cualquiera hable de ellas, profanándola. El discurso de muchos de aquellos protagonistas encarna una operación redentora. Cuando esa pretendida redención cierra en lugar de abrir surge un discurso “viudo”, relacionado con el pasado siempre desde una fijación doliente.  

Ese principio de autoridad fue desplazado con mucha sutileza por el personaje Bombita Rodríguez (“el Palito Ortega Montonero”) compuesto por Diego Capusotto. Bombita se saltea esa sacralidad discursiva del sobreviviente. Ese desplazamiento no contiene el desprecio ni el resentimiento con que muchas veces se responde al tipo de autoridad setentista. El personaje está compuesto desde un tipo muy especial de cercanía, comprensión y afecto que permite una profanación indolora capaz de habilitar (autorizar) otras miradas. Se trata de un acto que habilita nuevos tonos, que abre el campo de la discursividad, haciendo que toda una generación (las generaciones posteriores) sienta nuevos derechos respecto de la historia reciente.

No se trata tanto de un caso de un discurso autorizado, como de una perforación de la pirámide de lugares de autorización que regulaba el discurso sobre aquellos años, y sobre el meta-discurso (revolucionario) que la caracterizó. Abre posibilidades a nuevas legitimidades. En este caso, no se trata sólo de tener una voz autorizada, sino de asistir a la emergencia de un nuevo principio de autorización, que destraba otros discursos. Las voces que surgen pueden tener improntas diversas (tanto siniestras como interesantes). El principio de autoridad instaurado por las Madres de Plaza de Mayo (familiares que quieren saber, que buscan justicia), por ejemplo, fue retomado y trastocado, pervirtiéndolo en una deriva entonces impensada por la figura de Juan Carlos Blumberg. En el medio hay mil matices, que van desde la madre de El Frente Vital, a las víctimas de Cromañón, pasando por las habituales escenas en que vecinos, familiares y amigos de las víctimas de casos de “inseguridad” toman la palabra pública investidos por ese carácter de proximidad. 

A la par de la pregunta por quién está autorizado hoy a hablar de los 70, surge la pregunta por qué cosa de los 70 autoriza la palabra actual. Como si una imagen de la militancia de aquella década pesase sobre la imaginación actual como modo privilegiado de la voz política. ¿Qué había en la militancia en los 70 que añora la participación política de hoy? ¿la juventud de los 70 fue la última juventud, la última generación que se dio los medios (políticos) de una experiencia y un proyecto político colectivo? ¿la generación de los 70 fue la última generación política, la última que produjo imágenes sobre qué cosa es y qué no es político?

Puede que haya sido la última generación que construyó una definición de política. O bien la última que usufructuó las definiciones que venían del siglo de la revolución. Las generaciones posteriores se ven forzadas a discutir esa definición, o a olvidarla. A actuar de acuerdo a ella y rendirle culto, o bien a profanarla según fines diversos.

Forjada en esa definición homenajeada, un segmento muy visible de jóvenes militantes afines al gobierno actual retoman esa imagen como modelo. Vemos en ellos/as una politicidad que busca reconocimiento en la generación de los 70. Una juventud que parece inscribirse en un aquel orden de autorización piramidal que describíamos al inicio. Una juventud que intenta constituirse por cercanía o por imitación a quienes fueron/son “los” protagonistas.

No deja de incomodarnos la visión incomprensiva de esas prácticas como mera repetición. La repetición habla tanto de quienes repiten como de aquellos que, huyendo de la repetición,   no logran evadirse de ella proponiendo una nueva diferencia. Cuando hay herencia se activa la pregunta por los herederos, por las acciones que se dan en torno a la herencia. No hay definiciones inmutables. Lo que se hereda demanda de los herederos una permanente reelaboración. ¿Puede nacer allí una nueva definición de la política? ¿En qué espacios puede verse hoy una forma de pensar lo político que no sea la de la generación de los 70?

Mas aún: si la lengua de la política permanece aún bajo la esfera de significaciones de sentido exacerbada durante aquellos años: ¿no haría falta cambiar la pregunta misma en torno a la política y las generaciones para ayudar a alumbrar nuevas legitimidades públicas?

5 de octubre de 2010

Tomarse las tomas en serio

El humor como máximo nivel de elaboración política*

Lo más interesante del conflicto que estamos protagonizando es cómo éste logró alterar los lugares de cada quien, los roles que estaban legitimados. Nosotros, los chicos, conseguimos mayor capacidad de entendimiento del mundo escolar en el que nos movemos. Nos sirvió, además, para comprender muchas cosas de los adultos, de las instituciones, de los medios, pero también cosas sobre el funcionamiento de los jóvenes militantes y de su hacer política.

Hacer política

Por política no entendemos afiliarse a un partido o tener ciertos discursos generales. El “Fuera Macri” es coherente en sí, pero también es bastante obvio. Hay otras maneras. La toma es, sin duda, una forma importante de apriete al gobierno, una medida de lucha. Pero, al mismo tiempo, es una medida totalmente trillada y que rápidamente remite a otras épocas de este país, lo que genera en los estudiantes un sentimiento vinculado a un modo de hacer política muy tradicional: el de los compañeros.

Pero estamos, también, los que participamos de este movimiento de tomas de manera más ajena, más distante; los que nos damos cuenta de que algo anda mal cuando todos estamos reclamando y cuando esta forma basada en el reclamo no deja lugar a otros modos de involucrarnos que no sea el tradicional militante. O más puntualmente: nos involucramos cuando nos enteramos de que se iniciaba la toma, pero generamos una idea propia de la toma con nuestra actividad permanente. Y eso nos parece lo más interesante.

Lo que tenemos que buscar durante las tomas son nuevos discursos, no solamente sobre Macri, sino sobre cualquier otra cosa. Y eso no se logra fácilmente. Se consiguió hasta ahora un nivel de elaboración (¿política? ¿discursiva?) muy básico: se consiguió exigirle algunas cuestiones al gobierno (cuestiones que, hasta el momento, sólo se concedieron en algunos colegios), se consiguió hacerle saber a los estudiantes que está todo mal con Macri. Son cosas que están bien. Pero es lo máximo a lo que hemos llegado. El desafío sigue siendo llegar a otros niveles de la propia experiencia y del lenguaje con el que se la cuenta. Por ejemplo: contar la elaboración de pensamiento en los chicos. Agarrar y ponerte a hablar de cualquier cosa. A nosotros nos entretiene más hablar sobre lo que puede generar una película o discutir sobre lo que la tele está diciendo en torno a la inseguridad, y lograr diálogos interesantes. Eso nos parece mucho mejor (más divertido, más profundo) que quedarse en la confrontación con Macri.

Sobre los medios

En los medios aparece siempre el mismo tipo de pibe o piba, que dice siempre más o menos lo mismo. Pero la toma es mucho más heterogénea. Y pasan muchas más cosas que lo que los medios logran captar, muchas más cosas que las que este tipo de pibe o piba logran ver.

Nos parece interesante que se vea al adolescente haciendo algo. Nos parece mal que sólo se lo vea como el pibe toma-colegio con un discurso armado. Y eso fue lo que lograron los medios. Nos gustaría que discutan los pibes que tienen otro punto de vista, que se pueden quedar callados ante una respuesta o decirte no lo entiendo, en lugar del gesto militante de todo el tiempo responder buscando en sus archivos.

Si sos un periodista y querés llevar a alguien para discutir con Feinman vas llevar al pibe que esté gritando canciones ahí afuera y no al que está a un costado porque esas canciones le parecen lo más boludo que hay y, sin embargo, participa de la toma. Aún así, ¿qué le interesa al periodista ese pibe que está ahí con gorra, ropa deportiva, con cara de culo, mientras ve a un pibe al lado con buzo hippie, tocando la guitarra y fumando? ¿A quién va a preferir entrevistar?

Al margen, nosotros no dejamos entrar a los medios al colegio. Vino CQC y decidimos que no pasara, porque nos parecía funcional al gobierno de la ciudad.

El humor como lucidez
 
Estuvimos en la asamblea general de la Coordinadora Unificada de Estudiantes Secundarios (CUES) que se hizo en nuestro colegio y fue una pérdida de tiempo. Entre los chicos que van a la CUES no vemos muchas diferencias. Es dudoso que un chico como nosotros se movilizaría para ir a la CUES, porque de verdad nos parece poco interesante. Quizás nos hubiera gustado estar el día que se decidió la toma general en los 24 colegios, para ver lo que puede mover de otras maneras y hace estallar esa situación más convencional.
 
Eso es exactamente lo que decimos que no se pudo elaborar: que ese chico agarre y se siente y piense de manera más abstracta por qué está ahí, que analice la situación. Lo que suele darse entre nosotros, con los amigos, es describir lo que pasa pero de manera más bien irónica, burda, tratando de desarmar los estereotipos que se imponen. Para nosotros ese tono de joda es pensamiento. Lo que pasa es que cuando te juntás con cuarenta personas ese modo ya es inaplicable. En la situación de asamblea hay que hablar de otra manera. Y lo hicimos porque nos tocó. Pero a nosotros nos hubiera encantado tener a 30 pibes jodiendo sobre lo que pasa y nos hubiera parecido increíble lograr eso en política. Porque la política, ya dijimos, es mucho menos afiliarse a un partido o tener ciertos discursos generales que que un grupo de pibes logre colectivamente problematizar una situación, encontrarle su lado grotesco, su lado estereotipado, sus lados agotados y sus posibilidades. No sabemos cómo hacerlo, pero si lográramos generar esos espacios se abriría otra manera de elaborar desde los pibes, con otro lenguaje. Que no sólo entiendan el estereotipo, sino que accedan a la situación en sí, a través de la burla y el absurdo. Porque ese tipo de humor es para nosotros entender la situación. Con ese humor podés diferenciar cada personaje, evaluar su papel. Y lograr ese reconocimiento junto a otras personas, a través de una situación de humor que es a la vez lúcida y entretenida. Creemos que llegar a hacer eso es lograr el máximo nivel de elaboración política posible. Ese tipo de humor te permite entender totalmente la situación y todo lo que interviene en ella. Estás totalmente lúcido de lo que pasa y podés bromear sobre cada cosa (¡sólo cuando comprendés de qué se trata cada cosa podés elaborar un buen chiste!).
 
Obviamente, también tenés que tener la capacidad de darte cuenta en qué situación la joda no debe hacerse. Por ejemplo, en los medios no podés bromear. Porque para que el chiste funcione tenés que tener cierta intimidad con el otro, necesitás haber compartido un tiempo con la persona y participar de la misma situación, estar sumergido en ella, comprenderla en el detalle. La lucidez depende también de la confianza.
 
¿Sería, entonces, como una Barcelona que se encarga de la situación de los colegios? No, porque ellos piensan todo el tiempo en las personas a quienes va ir dirigido el chiste y nosotros pensamos en las personas que estamos participando. Nos encantaría que hubiera más gente para integrar a esa relación, abrir la inteligencia que allí se crea a otros que estén en otros lados, pero no vemos forma de hacerlo.
 
El lenguaje de la ironía es selectivo, hay personas con las que no podés entenderte en estos términos. En cambio, la funcionalidad que tiene el discurso militante más clásico es que es un código fácilmente comprensible para todos, incluso para el que no está de acuerdo. Pero por eso mismo te encasilla. Pero por eso mismo muchas veces sospechamos que está agotado.

*Extracto de diálogo entre la agrupación Free (Frente Estudiantil) del Normal N° 4 y el Colectivo Situaciones / Buenos Aires, septiembre 2010.