28 de septiembre de 2010

¿Y si dejáramos de ser ciudadanos?

¿Y si dejáramos de ser ciudadanos?
Manifiesto por la desocupación del orden


Santiago López Petit

Nos interpelan como ciudadanos

Hoy el ciudadano ya no es un hombre libre. El ciudadano ha dejado de ser el hombre libre que quiere vivir en una comunidad libre. La conciencia política que no se enseña sino que se conquista, ha desaparecido paulatinamente. No podía ser de otra manera. El espacio público se ha convertido en una calle llena de tiendas abiertas a todas horas, en un programa de televisión en el que un imbécil nos cuenta detalladamente por qué se separó de su mujer. La escuela, por su parte,  no tiene que promover conciencia crítica alguna sino el mero aprendizaje de conductas ciudadanas “correctas”, variaciones de una pretendida “educación para la ciudadanía”. Las luchas políticas parecen asimismo haber desaparecido de un mundo en el que ya sólo hay víctimas de catástrofes diversas (económicas, ambientales, naturales…). Y, sin embargo, cuando los políticos se dirigen a nosotros, cuando se llenan la boca con sus llamadas a la participación, siguen llamándonos ciudadanos. ¿Por qué? ¿Por qué se mantiene una palabra que, poco a poco, se ha vaciado de toda fuerza política?
    Antes que nada porque la identidad “ciudadano” nos clava en lo que somos. Nos hace prisioneros de nosotros mismos. Somos ciudadanos cada vez que nos comportamos como tales, es decir,  cada vez que hacemos lo que  nos corresponde y se espera de nosotros: trabajar, consumir, divertirnos… Votar cada cuatro años en verdad no es tan importante. Es mediante nuestro comportamiento, y en el día a día,  como realmente  insuflamos vida a la figura  moribunda del ciudadano.  Y, entonces,  se nos concede una vida. El ciudadano es aquel que tiene su vida en propiedad, más exactamente, aquel que sabe gestionar su vida y hacerla rentable. En última instancia, un fracasado social no es un auténtico ciudadano,  es un ciudadano de segunda clase. Ya no digamos un inmigrante sin papeles que sólo puede una sombra estigmatizada a nuestro servicio. Decir ciudadano significa decir creer. El ciudadano no es el que piensa, es el que cree. Cree lo que el poder le dice. Por ejemplo, que el terrorismo es nuestro principal enemigo. O que la vida está hecha para trabajar. En definitiva, es el que cree que la realidad es la realidad, y que a ella hay que adaptarse. Pero es complicado creer en una realidad que se disuelve por momentos: tenemos que ser trabajadores y no hay puestos de trabajo; tenemos que ser consumidores y las mercancías son gadgets vacíos; tenemos que ser ciudadanos y no hay espacio público. Por eso el ciudadano ha entendido perfectamente que para moverse con éxito tiene que guiarse por la antigua consigna publicitaria: “busque, compare, y si encuentra algo mejor… cómprelo”. No es cínico, es una figura triste que no tiene fuego dentro. Para ser un buen ciudadano hay que ser sobre todo comedido. Abominar de los excesos. Condenar todo tipo de violencia. De aquí que cuando nuestros representantes políticos hablen del ciudadano siempre destaquen su madurez y en eso extrañamente todos coinciden. Porque el ciudadano, en definitiva, es la pieza fundamental de “lo democrátrico”, y “lo democrático” es en la actualidad, la forma de control y de dominio más importante.

De la democracia a “lo democrático”

Para entender el papel central que juega la figura del ciudadano ya no podemos quedarnos simplemente en el marco de lo que siempre se ha denominado democracia. La democracia, en la medida que se hacía forma Estado y dejaba de ser “la menos mala de las formas de gobierno” como tantas veces se nos decía, experimenta necesariamente una transformación total. Para dar cuenta de esta mutación proponemos el desplazamiento desde “la democracia” a “lo democrático”. De la misma manera que  C. Schmitt en un momento propuso pasar de la política a “lo político” y  así abrió una nueva manera de abordar la cuestión de la política, nosotros creemos que hoy es factible hacer algo semejante respecto a la democracia. Si los mismos defensores de la “verdadera” democracia tienen que añadirle adjetivos para poder caracterizarla (participativa, inclusiva, absoluta…) es que la situación ya está madura para plantear su crítica.
La democracia, como hemos adelantado, ya  no es una forma de gobierno en el sentido tradicional sino el formalismo que posibilita la movilización global. La movilización global sería el proyecto inscrito en la globalización neoliberal, y como tal consistiría en la movilización de nuestras vidas para (re)producir – simplemente viviendo – esta realidad plenamente capitalista que se nos impone como plural y única, como abierta y cerrada, y sobre todo, con la fuerza irrefutable de la obviedad. Una realidad que nos aplasta porque en ella se realiza,  (casi) en todo lugar y (casi) en todo momento, un mismo acontecimiento: el desbocamiento del capital. Pues bien, la función de “lo democrático” es permitir que esta movilización global que se confunde con nuestro propio vivir, se despliegue con éxito. Con éxito significa que gracias a “lo democrático” se pueden efectivamente gestionar los conflictos que el desbocamiento del capital genera, encauzar las expresiones de malestar social, y todo ello, porque “lo democrático” permite arrancar la dimensión política de la propia realidad y neutralizar así cualquier intento de transformación social.
    De aquí que  no sea fácil definir qué es “lo democrático”. El núcleo central del formalismo está constituido por la articulación entre Estado-guerra y fascismo postmoderno:  entre heteronomía y autonomía,  entre control y autocontrol. Veámoslo de más cerca. “Lo democrático” se construye sobre una doble premisa: 1) El diálogo y la tolerancia que remiten a una pretendida horizontalidad, ya que reconducen toda diferencia a una cuestión de mera opinión personal, de opción cultural. 2) La política entendida como guerra lo que supone declarar un enemigo interior/exterior y que remite a una dimensión vertical. “Lo democrático” realizaría el milagro - aparente se entiende - de conjuntar en un continuum lo que normalmente se presenta como opuesto: paz y guerra, pluralismo y represión, libertad y cárcel. En este sentido “lo democrático” va más allá de esa articulación y se dispersa constituyendo un auténtico formalismo de sujeción y de abandono. “Lo democrático”, en tanto que formalismo  posibilitador de la movilización global, no se deja organizar en torno a la dualidad represión/no represión que siempre es demasiado simple. En “lo democrático” caben desde las normativas cívicas promulgadas en tantas ciudades a las leyes de extranjería, pasando por la policía de cercanía que invita a delatar. O el nuevo código penal español, el más represivo de Europa, que sigue apostando por la cárcel pura y dura. La eficacia de “lo democrático reside en  que configura el espacio público – y en último término nuestra relación con la realidad - como un espacio de posibles, es decir, de elecciones personales. Más libertad significa multiplicación de la posibilidades de elección, pero no puede emerger ninguna opción a causa de la cual valga la pena renunciar a todas las demás. Esta opción que pondría en duda el propio espacio de posibles, está prohibida. “Lo democrático” es el aire que respiramos. Se puede mejorar, limpiar, regenerar y los términos no son para nada casuales. Pero nada más. En este punto ya podemos adelantar un aspecto esencial. “Lo democrático” actúa, sobre todo, como modo de sujeción – de sujeción  nuestra a la realidad – ya que establece la partición entre lo  pensable y lo impensable. “Lo democrático” define directamente el marco de lo que se puede pensar, de lo que se puede hacer, y de lo que se puede vivir… Más exactamente: de lo que se debe pensar, hacer y vivir en tanto que hombres y mujeres que se dicen libres a sí mismos.


La crisis ha venido…

Esta rejilla de conceptos, valores y objetivos, que como ciudadanos hacemos nuestra – ser ciudadanos es  pensar y actuar mediante estas pautas de pacto con la realidad -  es la que aplicamos a la crisis. La crisis que se inicia simbólicamente  el 23 de octubre del 2008 con la caída del Lehman Brothers se presenta como la segunda gran crisis, como una especie de  prueba apocalíptica que, o bien conseguimos superar, o bien nos hunde colectivamente en la miseria. Machaconamente se nos repite que los países que hagan las reformas necesarias superarán el actual envite, y que los que no, quedarán al margen de la historia en una especie de callejón sin salida. La lectura de los informes económicos, por su parte, es farragosa y detrás de una aparente gran complejidad  lo que buscan es sencillamente colocar al ciudadano en una posición de espectador que no entiende muy bien lo que pasa, si bien colabora ya que no le queda otra remedio. Porque lo curioso del asunto de la crisis es la simplicidad analítica cuando se deja a un lado el lenguaje técnico. La crisis hace de la realidad una especie de videojuego en el que todos estaríamos participando. Que se hable de economía casino no es casualidad. En el videojuego hay un guión con sus buenos, sus malos… y sabemos que, finalmente, habrá vencedores y perdedores. Cuando la canciller alemana Merkel, por ejemplo, nos asegura que existe “una batalla de los políticos contra los mercados” dirigida a restablecer la primacía de lo político sobre la economía, está dibujando claramente algunos de los personajes principales: políticos y Estado (los buenos) son obligados por los mercados y los especuladores (los malos) a introducir reformas imprescindibles en el juego. De fondo existiría, y es un argumento esencial del guión, una especie de culpabilidad generalizada: “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades”. Todos nosotros también somos un poco malos…
No deja de ser sorprendente que la metáfora central explicativa sea la crisis entendida como una especie de enfermedad de la que se puede salir hacia adelante, o por el contrario, perecer. Es una vieja metáfora que se remonta a la medicina griega antigua como es sabido, y que luego fue incorporada a diversos saberes, hasta llegar a la economía. ¿Cómo querer aplicarla a un capitalismo globalizado cuyo fundamento no puede estar enfermo, porque justamente, no tiene fundamento? No tiene fundamento quiere decir que el capitalismo global funciona como un desbocamiento del capital, como una fuga hacia adelante hecha posible porque entre poder y capital existe un mutuo empujarse más allá de sí. No tiene sentido seguir entonces acusando a los especuladores de ser los responsables de la enfermedad. Un profesor de futuros especuladores, concretamente profesor de ética en IESE, lo decía con claridad: “La especulación es esencial al capitalismo. Los especuladores son los buitres negros que cumplen la sana tarea de eliminar a los animales moribundos”. (El País 23 de mayo del 2010).Tampoco tiene mucho sentido pretender salvar al Estado. El Estado no está separado en una especie de autonomía relativa angelical sino directamente involucrado en la globalización neoliberal. No hay abdicación del Estado sino implicación total. La copertenencia entre capital y poder va mucho más allá de las ayudas millonarias a las instituciones bancarias en quiebra.


La crisis como operación política

Podríamos ensayar diferentes explicaciones que, teniendo en cuenta lo anterior, arrojen algunos elementos de verdad. El capital financiero  ha creído que el espacio-tiempo global generaba dinero simplemente con el movimiento de capital. Pero no es así. No existe un mercado financiero mundial capaz de  expandirse de modo integrado y flexible gracias al crecimiento del gasto público y de las innovaciones financieras. El resultado final es siempre el mismo: el incendio de capital ficticio, el estallido de la burbuja. Más concretamente. La crisis financiera se sitúa esta vez a nivel de Estados. Grecia ha sido el primer país atacado. El funcionamiento es sencillo. Los bancos y grupos financieros internacionales prestan nuevamente dinero a los Estados en quiebra – como antes lo hicieron con el sector bancario y las empresas privadas – se aseguran el cobro mediante planes de austeridad impuestos y vigilados por los organismos internacionales, y pueden además permitirse impulsar otra burbuja ganancial mediante la especulación con los bonos que el Estado debe necesariamente emitir en el mercado internacional para hacer frente a su quiebra. La crisis en sus diversas etapas y resumimos mucho (burbuja hipotecaria, burbuja financiera…) va adoptando la forma de un verdadero saqueo gestionado por auténticos criminales de “cuello blanco”. Esta  crisis que nos ha tocado vivir, no es tanto sinónimo de reestructuración como de verdadero saqueo. Saqueo, primero, de la gente que no puede pagar la hipoteca ni tampoco vender su casa, y que sólo puede huir de ella como va siendo ya habitual en USA. A continuación, saqueo de los salarios, de los fondos de pensiones… e incluso de la economía entera de todo un país. La conclusión a la llegamos no puede ser más clara: la crisis, paradójicamente, no es el momento de fracaso del capitalismo sino su momento de mayor éxito. En cuanto empezamos a desocupar la figura del ciudadano y dejamos de creer en el discurso de la crisis, la crisis en sí misma se nos muestra como un proceso de pura y simple expropiación de la riqueza colectiva.


El nuevo contrato personal y la guerra

La crisis consiste, pues, en una situación desfavorable para la mayoría que ha sido políticamente construida, y que sin embargo, se autopresenta como naturalizada. Describirla como una forma de acumulación primitiva de capital es en gran parte verdad si bien insuficiente. Si la crisis, o mejor dicho, esta crisis global tiene importancia es porque en ella  - y gracias a ella – se pone además en marcha un nuevo contrato social. Este nuevo contrato social es el que da derecho a participar en la movilización global que produce el mundo, más precisamente, esta realidad plenamente capitalista y sin afuera que es nuestro mundo. El contrato social que el movimiento obrero oficial  aceptó y que estuvo en funcionamiento hasta finales de los setenta era muy claro: “paz social a cambio de dinero”. Después de la derrota obrera a finales de setenta, el nuevo contrato social se individualiza completamente puesto que ahora se dirige a cada uno de nosotros. El contrato social se convierte en un contrato personal. Su formulación es también muy clara: “la vida a cambio de la empleabilidad absoluta”. En la época global sólo se puede vivir, y vivir es tener una vida, si esa vida que se tiene es el soporte de un nuevo modo de ser: la empleabilidad más absoluta. La precariedad se hace existencial.  En última instancia, el nuevo contrato personal te reconoce en lo que eres y sólo puedes ser: (un) capital humano. La supresión de los convenios y la reforma del mercado de trabajo hacia la flexiseguridad y el contrato único apunta en este sentido. Pero es algo que va mucho más allá de la antigua esfera laboral. El nuevo contrato personal ratifica el hecho de que la vida es el campo de batalla porque el mercado ha desbordado al propio mercado. Ahora bien, la empleabilidad absoluta no es un fin en sí mismo es el medio para alcanzar la maximización de la competencia. Y la competencia se da ciertamente entre todos aunque también respecto a uno mismo. Competitividad significa,  entonces, autoevaluación cuantitativa para gestionar el propio esfuerzo y así poder maximizar los beneficios.  Realidad y capitalismo se acercan como nunca lo habían hecho, y la vida constituye el lugar de su entera fusión. ¡Cuán parcial y tranquilizador es seguir hablando únicamente de mercantilización o de privatización ante un fenómeno que cambia tanto la subjetividad como la misma realidad!
El proyecto de la modernidad implicaba, por encima de todo, pensar la autoinstitución de una sociedad que ya no tiene a su disposición instancias trascendentes capaces de legitimar el orden. Esta autoinstitución se teorizó desde la política (Hobbes y su contrato social) y desde la economía (A. Smith y el mercado). Esos ámbitos eran los únicos desde los cuales – dada la crisis de los modelos absolutistas - parecía posible defender el orden. El contrato social de Hobbes obligaba a la sumisión ciertamente, encerraba la conciencia moral en la esfera privada, pero salvaba la vida puesto que el Estado - que con nuestra renuncia a la autodeterminación hacíamos posible - exorcizaba la guerra. El miedo a la muerte y la razón empujaban a aceptar el pacto. El mercado por su parte, era según A. Smith no sólo la verdadera representación de la sociedad sino también  el principio organizador de una sociedad pacificada que ya no tenía necesidad alguna de la política. El mercado libre basado en el egoísmo personal era capaz de generar bienestar general. El nuevo contrato personal que se instituye en la época global  combinaría ambos modelos de una manera original. “Lo democrático” y el mercado, la política y el apoliticismo se unirían en la nueva figura de ese ciudadano que es su vida en propiedad, y que así se inscribe en la movilización global. Sin embargo, el nuevo contrato personal aparentemente niega el objetivo que, tanto en Hobbes como en Smith, era el mismo: instaurar un fundamento para el orden. Porque la empleabilidad absoluta como modo de ser, la vida entendida como maximización de su rentabilidad, el yo concebido como un Yo marca, implica una humillación permanente detrás de la cual sólo puede haber la pura arbitrariedad de la violencia. Pero, cuidado, no hemos vuelto al estado de naturaleza, no se trata de la guerra de todos contra todos. Ahora se puede aclarar mejor el estatuto del nuevo contrato. El nuevo contrato personal es la consagración de la arbitrariedad en su sentido más pleno. ¿Qué es sino la empleabilidad absoluta convertida en condición de la propia existencia? Con lo que se muestra que la arbitrariedad ejercida bajo la forma de violencia (monetaria, militar…), el poder en su pura arbitrariedad, sigue teniendo paradójicamente un fundamento perfectamente definido. Dicho de otra manera. El fundamento o principio del orden (global) es  la guerra. La movilización global es la guerra contra nosotros y esa guerra organiza el mundo.
El ciudadano como unidad de movilización

Se puede decir que si la lucha de clases – el antagonismo obrero gestionado por los sindicatos de clase – constituía el motor, y a la vez, el elemento cohesionador de la sociedad industrial, ahora es la guerra gestionada desde “lo democrático”  la que realiza las mismas funciones. Se trata de una guerra jamás declarada y que nunca aparece directamente como tal. La guerra social que se nos hace se presenta bajo la forma de medidas económicas, reformas políticas, e incluso intervenciones humanitarias… siempre necesarias y siempre para nuestro bien. La guerra es, en definitiva, el nombre de esa movilización global de nuestras vidas que lentamente nos destruye. En verdad, ya no hay economía, ni política, por eso es equivocado pretender salvar la política para poder controlar la economía. La movilización global, como la realidad que produce, es un fenómeno total que no se deja reducir. “Lo democrático” – que junto al poder terapéutico encauza la movilización global – no puede situarse, por tanto, únicamente en el plano de la política. De aquí que la figura del ciudadano que sigue siendo el interlocutor del discurso político democrático, quede también redimensionada. El ciudadano, empujado por la crisis, firma el contrato personal que le inserta en la movilización global, pero esa inserción le transforma profundamente. El (buen) ciudadano ya no es sólo el que es cívico y vota, sino el que está dispuesto a hacer de su vida una  continua inversión capitalista en el pleno sentido de la palabra. “Tener una vida” significa invertir dinero, esfuerzo y tiempo, en gestionar la propia vida. Reconvertirse permanentemente, no proteger al inmigrante sin papeles, llamar la atención al que se cuela en el metro… Ciudadano, en última instancia, es  el que se adapta a las exigencias de la realidad y sabe convertirse en una auténtica pieza de ella. No es exagerado afirmar que, ciudadano es aquel que no es dueño de su propia vida, sino su esclavo. Evidentemente, esta conversión en unidad de movilización acaba con cualquier atisbo de nosotros. El nosotros del antagonismo obrero y el nosotros de las luchas por el reconocimiento, si bien no han desaparecido, han sido completamente vaciados de futuro. Pero su no-futuro no es liberador, al contrario, es repetición de lo ya conocido.
Y, sin embargo, el capital en la medida que  nos hace la guerra – y hacernos la guerra es convertirnos íntimamente en capitalismo – reconstruye forzosamente un nosotros. Un nosotros que ya no puede emplear a su favor para reconstruir el orden. Porque el nosotros que nace del malestar escapa a una lógica de la visibilización, irrumpe súbitamente y a la vez, se esconde. Si desde el 11S del 2001 la violencia ha sido esencialmente de matriz  terrorista, la violencia está adquiriendo día a día un carácter cada vez más social. Hasta ahora la violencia global era filtrada sobre todo por un Estado-guerra que había señalado al terrorista como el enemigo a combatir. Con la actual crisis, como ya hemos afirmado, el capitalismo triunfa aunque en el mismo momento construye su enemigo interno. El conflicto que servía de función de orden se convierte, a su pesar, en un rumor de fondo. El rumor de fondo, el hombre anónimo y su malestar, es el nuevo gran peligro. Enemigos son, pues, todos aquellos que no soportan que sus vidas sean aplastadas por la movilización global. Enemigos, en última instancia,  somos todos. Con razón el oráculo de Davos reunido en su guarida suiza alertó hace poco: “la severa crisis económica podría crear reacciones sociales violentas”. Ese es su gran miedo. Que ese rumor de fondo acalle el hilo musical, que la desesperación se convierta en cólera. Que ese nosotros, en silencio y en la noche, acabe por socavar definitivamente la figura del diurna del ciudadano. Ellos tienen el día, nosotros tenemos la noche. El ciudadano al que interpelan los políticos para que se apriete el cinturón frente a la crisis, ya no existe como tal. Es una entelequia, un recurso retórico para vehicular un discurso de sometimiento que permita prolongar el desbocamiento del capital. El ciudadano ha sido redimensionado como la pieza esencial de la movilización global. Nos interpelan como ciudadanos cuando en verdad, nos quieren verdaderas unidades movilizadas. Ya es hora de desocupar esa cáscara vacía, esa figura retórica por cuya boca sólo puede hablar la voz del poder. Como ciudadanos, actuando en tanto que ciudadanos, ya hemos perdido de antemano la guerra ¿Y si dejáramos, entonces, de ser ciudadanos?


La inutilidad de argumentar

Llegados a este punto el abismo se abre bajo nuestros pies y un demonio nos susurra en el oído “¿Te atreverías a abandonar tu propia cárcel?”. Dejar de ser ciudadanos  es una locura puesto que, de llevarse a cabo, toda la sociedad se vendría abajo, dice alguien. Es absurdo, e incluso reaccionario, se oye a lo lejos. Tú lo puedes decir porque no te juegas nada. Hay mucha gente en el mundo que quisiera ser ciudadano y no puede serlo. Defender el ciudadano es defender el Estado del bienestar. Bla bla bla…
Podríamos oponer muchos argumentos. ¿En estas palabras no se esconde el impasse en el que estamos metidos y la inoperancia de la misma idea de intervención política en un sentido de transformación social? Quizás habría que empezar por reconocer que el discurso de la izquierda  ha perdido toda credibilidad, y que por esa razón, en el fondo de este tipo de frases anida la impotencia.  No es casualidad que cuando la izquierda tiene poco que aportar – antes que nada porque no sabe ir más allá de las categorías de la política moderna hoy en plena crisis - sienta la necesidad de recubrirse con el manto de la moralización: desde una cierta refundación ética del capitalismo hasta la ideología del decrecimiento. Y así podríamos seguir… Pero la cuestión sigue planteada. En verdad, todas las argumentaciones que pudiéramos argüir servirían de muy poco. Porque  ¿cómo rebatir una posición que está dentro de los límites de lo que se puede/debe pensar? Discutirla es quedar encerrado también en las prisiones de lo posible, quedar clavado como una mosca muerta en el cristal de la realidad. Hay únicamente una vía: salir. Salir de todo. Salir de las seguridades mediocres que nos atenazan, de las verdades simples, de las dudas. Salir del autoengaño  y de la propagación del engaño. Salir de ese mundo. Yo no sé si podré salir.
Pero sé quien sale. Sé que hay gente que sale. "No tenemos nada que perder, ¿qué importa lo que queramos?" es lo que le contestó un manifestante griego que acababa de tirar una piedra a la policía al periodista que le interrogaba. La respuesta recuerda la conocida frase del Manifiesto Comunista de Marx “los proletarios no tienen nada que perder como no sea sus cadenas”.  El cambio es, sin embargo, esencial. Ahora no hay ningún horizonte emancipador, sólo la voluntad de hundir esta realidad que se ha hecho una con el capitalismo. La lucha es ya directamente liberación. Sale también de esta realidad quien, al querer hacer de su querer vivir un desafío, rompe su vida y ve como el insomnio se apodera de él. Salen de esta realidad los compañeros que viven con lo justo para poder sostener una editorial que es un puñal clavado en el corazón de esta realidad estúpida. Como salen asimismo los que intentan consumir menos colectivamente. O aquellos que se encuentran para ponerse, un día tras otro, frente al abismo del no saber. Salen los que no quieren engañarse y la verdad quema poco a poco.

Dos modos de desocupar la figura del ciudadano

Y con todo ¿hay verdaderamente alguna salida? ¿Es posible jugar contra el gran juego de la máquina? Si para desarmar el poder de la maquina tengo que jugar contra ella aceptando sus reglas y el espacio por ella diseñado ¿puedo realmente ganar y evitar que mi victoria sirva a los fines de la propia máquina de movilización? En el mayo del 68 los situacionistas extendieron la idea de que el poder lo recupera todo. Posteriormente aprendimos especialmente gracias a Foucault, que el poder no sólo recupera en el sentido de utilizar, sino que es capaz de producir cosas tan curiosas como verdades. En estas condiciones que la historia no hace más que confirmar ¿puede aún defenderse la idea de una salida? O más bien esa idea sería una especie de ideal regulativo que nos permite subsistir con una mínimo de dignidad. Todos los ejemplos anteriores y muchísimos más que podríamos traer a colación, no constituyen propiamente ninguna salida ya que no existe ningún afuera.  Son modos  diferentes de hacer frente a esta realidad. Hemos dicho que no queríamos autoengañarnos. Ahora bien, que rechacemos la idea de salida en su forma más abstracta y general - porque nos obliga a entrar en el camino impotente de las propuestas alternativas - no implica que no sean salidas concretas.
No sabemos si una alternativa global a esa sociedad será un día factible, lo que sí sabemos es que rechazamos esa sociedad en su totalidad. Y también sabemos que ese rechazo tiene que ser concreto puesto que una fuerza no materializada se apaga necesariamente. Luchar es inventar salidas concretas, y a poder ser, de modo colectivo. Ciertamente en esa invención nos podemos perder, ya que ese peligro es inherente tanto al acercamiento a lo concreto como a la misma autoorganización de “lo social”. Pero perderse, no tiene porque significar perder, sino justamente lo contrario. Sólo se puede atravesar la impotencia si uno está dispuesto a perderse. Perderse quiere decir abandonar la seguridad que ofrece ser un ciudadano, es decir, ser alguien protegido por el sistema de creencias y valores que construye la realidad como tautología. Perderse es por tanto salir fuera de la figura del ciudadano. Pero perderse también es saber que, en esta salida de la unidad de movilización - si deseamos evitar la muerte, la locura o la cárcel - tiene que haber algo de negociación con la propia realidad. Perderse implica sustraerse, aunque también comporta muchas veces, ensuciarse hundiéndose en esta realidad asquerosa. Manejar a nuestro favor las mismas lógicas de funcionamiento de la realidad. Si no existe un afuera, tampoco puede existir pureza ni coherencia. Sólo el poder puede ser puro poder en su máxima coherencia.
Salen, pues,  aquellos que desocupan la figura del ciudadano, y eso como ya hemos apuntado se puede hacer de dos maneras distintas. La primera consiste en construir otro mundo que se oponga a este mundo: nuestra editorial, nuestra cooperativa de softwart libre, mi enfermedad… contra ese mundo. En la oposición entre mundos, ya no cuenta en absoluto la correlación de fuerzas, sino la potencia del desafío. Un desafío que puede pasar extrañamente por oponer el mercado al propio mercado o la enfermedad a la salud. La segunda manera implica la destrucción. Dejar de ser ciudadano es, entonces, socavar los límites impuestos por una responsabilidad impuesta. “La economía está en crisis: ¡que reviente!”. Pedir e imponer derechos imposibles. La irresponsabilidad entendida como el modo de desembarazarse del miedo que se nos quiere interiorizar. La irresponsabilidad que siempre hay en todo gesto radical cuando interrumpe la movilización global, y abre un espacio del anonimato. Los espacios del anonimato no se organizan en torno a los pronombres (yo, tú, él…), por eso cortan cualquier vía política dirigida hacia un contrato social. Los espacios del anonimato son aquellos espacios en los que la gente toma la palabra y pierde el miedo. En ellos el ritmo ha venido a sustituir la relaciones basadas en los pronombres aunque no hay fusión alguna.  En la medida que son la expresión del querer vivir, el ritmo es lo que pasa a organizar el espacio. El ritmo que es lo más propio de la vida puesto que vivir es, justamente, la continua expansión del querer vivir. Cuando arden los pronombres y la noche se enciende, queda el ritmo que interrumpe la movilización global. La cuchara golpeando a la cacerola, el fuego que una y otra vez se enciende, el grito de rabia que nunca termina… El ritmo que los códigos intentan reconducir. Los espacios del anonimato se abren frente y contra de un espacio público reducido a simple vitrina de la ciudad.


La fuerza del anonimato

¿Y si dejáramos de ser ciudadanos? En verdad, no hay dos maneras de desocupar la figura del ciudadano. Construcción y destrucción no se oponen. En todo intento de construcción hay destrucción, y a la inversa. Sólo desde el poder se distingue siempre entre los violentos y los no-violentos. Dejar de ser ciudadanos es poner en marcha una potencia de vaciamiento como táctica y operar según una estrategia de transversalidad. Dejar de ser lo que la realidad nos obliga a ser, es decir, dejar de ser ese ciudadano – ciudadano, no hace falta recordarlo, es ahora el auténtico nombre de la unidad de movilización – consiste en trazar una demarcación entre lo que uno quiere vivir y lo que no está dispuesto a vivir. Transversalidad, por su parte,  significa que no hay un frente de lucha privilegiado (por ejemplo: la esfera del trabajo), sino que el combate se dirige contra la propia realidad entendida como un continuum de frentes de lucha. Cuando la vida es el campo de batalla ya no sirve de mucho seguir pensando en aproximaciones parciales. El objetivo debe ser siempre el mismo: agujerear la realidad para poder respirar. Y para ello hay que empezar a abrir tierras de nadie. Las tierras de nadie que, clavadas en el frente de guerra, son el lugar en el que reponerse para volver a atacar este maldito videojuego en el que estamos metidos. Desocupar la figura del ciudadano para que pueda emerger la fuerza del anonimato que vive en cada uno de nosotros. Esa fuerza que escapa porque nadie conoce su verdadera fuerza. Esa fuerza que es irreductible porque es la del querer vivir. Salir. Salir de todo construyendo ya un mundo entre nosotros. Salir de todo aunque sin matarse. Salir incluso de la misma idea de desocupación que este manifiesto defiende. ¿Y si dejáramos ya de ser ciudadanos?

Tatián sobre el kirchnerismo

“La capacidad de este gobierno de producir política ha sido vertiginosa”
Entrevista a Diego Tatián por Tomás Forster

Especialista en filosofía política, es uno de los fundadores de Carta Abierta Córdoba. Oxigena su producción teórica con una militancia a favor del actual proceso de cambio, sin eludir el cuestionamiento ni la búsqueda de nuevas alternativas de lucha.
 
El compromiso fundado sobre la crítica constructiva y no en el oportunismo arribista o en la obsesión por el mero prestigio individual. La reflexión activa como aporte sustancial de aquel que vislumbra los riesgos que conlleva caer en el automatismo y la repetición. La búsqueda persistente y el esfuerzo conceptual por encontrar un lenguaje novedoso que, sin anclarse y en constante tensión, parta de las tradiciones políticas de la emancipación y la igualdad para llamar con novedosas palabras a esta época latinoamericana que exige realizar el mismo esfuerzo teórico de los espíritus lúcidos que formaron parte de otros momentos históricos de transformación en la región.
Por estos vericuetos del debate político actual se mueve Diego Tatián, filósofo cordobés que intuye que hay ciertas consignas y definiciones contundentes, con un peso histórico y simbólico innegable, que por la fuerza de la reiteración están perdiendo fuerza. Descreído de la nociones clásicas de una izquierda a la que busca revitalizar, y con la evidencia del tipo de militancia que se viene movilizando a favor de logros colectivos fundamentales, como son la nueva Ley de Medios o el matrimonio igualitario, Tatián sostiene que el “sujeto político puede ser una multitud contingente, inesencial y provisoria en su deseo más que un pueblo en sentido sustantivo”.
Uno de los fundadores del espacio Carta Abierta Córdoba, que recuperó el impulso últimamente, dialoga con la convicción de que para llevar a cabo la batalla cultural hay que evitar el camino de la autocomplacencia y la pereza argumentativa, confrontando desde el reconocimiento mutuo con los que transitan, incluso, veredas opuestas al campo popular.

–¿Cuáles fueron los principales avances y cuáles son las cuentas pendientes del modelo kirchnerista?
–La mayor contribución del proceso político iniciado en 2003, y radicalizado a partir de 2007, es la experiencia de que la democracia concebida como conjunto de procedimientos e instituciones puede ser transformadora, enfrentar poderes, liberar contenidos populares, producir escenarios de igualdad que antes no existían, implementar reparaciones y desnaturalizar la evidencia de la dominación. Lo principal no es tanto el conjunto de medidas populares que lograron prosperar a través de los procedimientos que la república prevé (inigualables en cantidad y calidad con ningún otro período democrático en la historia argentina reciente), sino sobre todo la resignificación de la democracia misma, en tanto una forma de vida colectiva que mantiene abierta la cuestión de la justicia, en la doble acepción de redistribución y reconocimiento. Queda pendiente una integración con fuerzas populares de otro signo (parte del radicalismo, el socialismo, Proyecto Sur) para sostener decisiones osadas que requieren una red de contención popular e intelectual mucho más vasta. Creo que se cometieron errores  por los cuales fuerzas que debieran estar acompañando este proceso (por historia, por ideología, por haber participado en mil combates similares a los que se libran hoy) están, contra natura, integrando  la oposición.
–¿Cuál considera que fue el punto de inflexión en la mejoría que se palpa en la relación del gobierno con la sociedad?
–Me parece que el gobierno está transitando un buen momento. Un punto de inflexión fue la derrota de la oposición en el Parlamento cuando se atrincheró para rechazar el pliego que designaba a Mercedes Marcó del Pont al frente del Banco Central. Quedó tan en evidencia la miseria argumentativa de sus principales referentes que en buena parte de la opinión pública hubo un cambio de sensibilidad muy notorio. También vale decir que, desde el 28 de junio, la capacidad de producir política del gobierno ha sido vertiginosa y ha sumido a la oposición en una suerte de impotencia e inverosimilitud, siempre retardada respecto de lo que ocurre.
–¿Qué escenario abren la presentación oficial del informe de Papel Prensa y el decreto de reglamentación de la ley antimonopólica?
–Las medidas concretas que anunció la presidenta crean sin duda las condiciones para una democratización de la palabra pública. Lo principal, sin embargo, es la contribución del informe presidencial a la verdad histórica de la que muchos sectores (la clase empresaria, la justicia y los medios sobre todo) se hallan aún sustraídos. El pasado es necesariamente objeto de disputa y es natural que exista un conflicto de interpretaciones  y opiniones acerca de él. Pero esa contienda debe presuponer la salvaguarda de los hechos tal y como ocurrieron. Que hubo una complicidad entre los grandes medios y la dictadura es simplemente un hecho que se prueba leyendo las portadas de esos mismos medios en aquellos tiempos. Convertir los hechos del pasado en una opinión entre otras es una de forma de negacionismo. Con su opinión de que Clarín es la última muralla de la libertad de la Argentina, Elisa Carrió hace del negacionismo la proa de su relato político.
–¿Cómo ves a la centroizquierda opositora que encabeza Proyecto Sur?
–Puede constituirse en un espacio necesario si sus bases desbordan el narcisismo en que está envuelto Pino, quien ha adoptado posiciones irresponsables, celebradas por la derecha más rancia. No hay por qué compartir la ruta con el actual gobierno, pero ser funcional a los poderes que siempre se había denunciado como antidemocráticos es una forma penosa de dilapidar una trayectoria de compromiso y de lucha. Pienso que fue un error de su parte –y con ello arrastró a todo Proyecto Sur– no recoger el ramito de olivo que le arrojó la presidenta en la conferencia de prensa tras las elecciones de junio.
–¿Es posible la consolidación de un frente popular que sostenga este proceso?
–La “batalla cultural” que se está librando en la Argentina tiene necesariamente una relación tensa con el propio legado. Hay un sintagma que insiste y que, tal vez, sea necesario abandonar, porque hoy es más lo que bloquea que lo que abre. La expresión a la que me refiero es la de “nacional y popular”, que Antonio Gramsci acuñó en la cárcel durante los años ’20, y luego tuvo una profusa deriva política en la historia argentina. Pensar el concepto de nación y la cultura popular, a mi modo de ver, requiere prescindir de la expresión “nacional y popular”, que no ha salido indemne de su propia historia. Esa importante batalla cultural tiene más posibilidades de prosperar en la medida en que su capacidad inventiva sea mayor y el trabajo sobre el lenguaje que seamos capaces de hacer se sustraiga a la fuerza de la repetición. Hay un campo popular, pero creo que es irrepresentable. No obstante, la necesidad de construir un sujeto político que apoye activamente las decisiones que afectan intereses económicos muy acendrados resulta imprescindible. Tiendo a creer que ese sujeto puede ser una multitud contingente, inesencial y provisoria en su deseo, más que un pueblo en sentido sustantivo. Pero en cualquier caso, se trata de categorías políticas que requieren de una militancia y una estrategia.
–¿Qué supuso y supone la existencia de Carta Abierta?
–El surgimiento de Carta Abierta fue una rareza y un soplo de aire fresco en la escena intelectual argentina, que había sido ganada por un academicismo aséptico, quizá producto de la retracción de las ideas que implicó la devastación cultural de los años noventa. Como laboratorio político y pronunciamiento comprometido, la intervención pública de Carta Abierta fue decisiva en su oportunidad y contribuyó a impedir que todo se derrumbara en el momento más crítico, cuando la embestida de las patronales agrarias y mediáticas habían logrado imponer una hegemonía de lenguaje. Si esa hegemonía ya no es tal, se debe en parte a la emisión de significados contrarios que produjo Carta Abierta cuando prácticamente nadie lo hacía. Quizás hoy esté frente a la necesidad de redefinirse y dar un salto hacia otra parte, porque el país es otro con respecto al de hace dos años.
–Se suele hablar del retorno de la discusión política y del debate de modelos de país cuando se señala un rasgo novedoso del proceso que se abre el 25 de mayo de 2003, ¿cuál es la situación de la sociedad cordobesa en ese sentido?
–Córdoba nunca estuvo tan lejos de su propia historia. Es extraño, porque se trata de una ciudad con una gran intensidad cultural, atestada de movimientos sociales, artistas, intelectuales, con una universidad política y académicamente viva, todo lo cual no tiene correlato electoral de ningún tipo. Córdoba ostenta el radicalismo más conservador y el peronismo más retardatario del país, además del Partido Nuevo que ha tenido posiciones reaccionarias tanto en el campo de la política como de la cultura. En mi opinión, los organismos de Derechos Humanos, algunos sindicatos históricos como Luz y Fuerza o la UEPC, los movimientos sociales y la universidad, entre otros actores que se hallan dispersos, deberían trabajar en conjunto para crear las condiciones que permitan la irrupción de nuevos referentes políticos. Hay un deseo social importante de que algo así prospere y exprese una Córdoba que hoy está en el desamparo. En ese contexto, una alianza del kirchnerismo con De la Sota o Juez significaría volver diez o veinte pasos atrás, e implicaría un golpe para quienes proponen articular esa “otra Córdoba”. Carta Abierta Córdoba y el Instituto Político de Pensamiento y Acción llevan adelante un trabajo en esa dirección.
–¿Cuál es tu perspectiva respecto del rol del intelectual en el momento actual?
–Las principales tareas son impedir la imposición de una lengua única y contribuir a mantener abierta la cuestión democrática que la sociedad argentina afortunadamente ha adoptado sin temor, y escrutar con prudencia cuánta democracia una sociedad está dispuesta a sostener y defender, aunque la respuesta a este interrogante nunca es ni puede ser taxativa. También pensar cuestiones como la igualdad, la memoria o la ética en los procesos de transformación social efectiva. En cuanto a aquellos que hemos adoptado un compromiso público en favor del proceso político abierto en 2003, la tarea no debería ser la de formar un aparato justificatorio de todas las medidas de gobierno. La mayor contribución es precisamente la crítica sin concesiones de todo lo que no responda al interés público. Además, considero fundamental salir de la trinchera en la que los medios han colocado a la palabra pública, y crear espacios de conversación y debate honesto con intelectuales que no comulgan con el actual gobierno.

Rozitchner sobre el kirchnerismo

Logros y cuentas pendientes del kirchnerismo

Entrevista a León Rozitchner, por Tomás Forster.

A través de los relatos de su abuelo rabino llegado a fines del siglo XIX, en las iniciáticas caminatas por el centro porteño, en la única afiliación partidaria al Club Infantil Socialista, en su particular vivencia durante los años del primer peronismo, en el arribo incierto a la París de la posguerra para estudiar en La Sorbona, y luego en la vuelta a estas pampas de la mano de la insoslayable experiencia de la revista Contorno, León Rozitchner encontraría los cimientos de su pensamiento y de su propia identidad.
Hombre de izquierda, abierto a múltiples influencias y referente de la articulación entre marxismo y psicoanálisis freudiano, Rozitchner rechaza las posturas congeladas que vociferan categorías anquilosadas y se ubica como un intelectual punzante con el que se puede seguramente disentir, pero jamás atribuirle posiciones oportunistas o autocomplacientes. Respaldado en sus cualidades de encendido y fértil polemista, pero, al mismo tiempo, poseedor de un inusitado espíritu reflexivo, este filósofo supera con holgura las ocho décadas pero no pierde las mañas. Y, como un reflejo de su vitalidad extraordinaria,  analiza con vehemencia y pasión el actual proceso político.
Partiendo del elogio mesurado a varias de las medidas impulsadas por ambos gobiernos kirchneristas, el autor de Las Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia y Perón: entre la sangre y el tiempo, se muestra escéptico frente a las nuevas formas de militancia que propició el oficialismo y afirma que “el peligro de caer nuevamente en manos de la derecha pasa por no apoyarse decididamente en las bases”. A su vez, como profesor de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, sienta su posición sobre el conflicto educativo y cuestiona a Ernesto Laclau.
–¿Cómo analiza la irrupción del kirch-nerismo?
–Al kirchnerismo hay que situarlo evidentemente en la derrota del pueblo argentino que viene desde el apoyo que le dio al golpe militar, a la Guerra de Malvinas y a Menem. Esto constituye un derrotero que marca un fracaso político monumental. Todavía estamos en la dificultad que conlleva salir de esa destrucción. Entonces, ¿sobre qué fondo el kirchnerismo puede hacer una política de transformación? Con los desechos de la derrota del campo popular, bienvenida sea la aparición de este gobierno. En ese sentido, se abre tenuemente una posibilidad distinta que es fundamental pensarla a partir del campo de la política de Derechos Humanos. Cuando Kirchner hizo bajar el cuadro de Videla al jefe del Ejército, la Argentina sintió un respiro de liberación. Algo cambió en la subjetividad de cada uno de nosotros, dicho de otra forma, nos sacamos el terror de adentro.
–¿Qué escenario habilitó aquel acto?  
–Se inauguró un escenario con otra subjetividad en lucha frente a la subjetividad derrotada, mezquina, que dejó el proceso militar y el neoliberalismo. Igualmente, hay que decir que habilitó, pero también cerró. Porque la idea de transversalidad política se dio siempre por arriba y nunca por abajo. Tendría que haber cambiado eso apoyado en una nueva construcción de poder popular. El peligro de caer nuevamente en manos de la derecha pasa por no apoyarse decididamente en las bases.
–¿Con la movilización por la Ley de Medios y el matrimonio igualitario, no se evidencia una mayor participación política de la sociedad civil para lograr medidas inclusivas que en muchos casos se traduce en algún tipo de militancia?
–La ley de matrimonio igualitario era importante promulgarla, porque era un reclamo de buena parte de la sociedad, pero me parece que es una medida que no va a conmover profundamente la conciencia aterrorizada de la gente que es necesario enfrentar y suscitar para movilizar a sujetos políticos. Sí es un dato interesante la derrota que sufrió la Iglesia con Bergoglio a la cabeza, que se tuvo que mandar a guardar. Y la Ley de Medios hasta que no se efectivice no puedo analizarla en profundidad y me trae más dudas que otra cosa. ¿Quién va a tener los medios? ¿Cómo hacés para que una comuna tenga un medio sabiendo que sin guita es muy difícil sostenerlo? Indudablemente, el debate que se está dando es muy interesante, pero me trae dudas lo que vaya a suceder cuando se ponga en vigencia. No obstante, la ley en sí la conozco y me parece adecuada. No es que uno se deshaga en críticas anticipadamente, sino que hay que poner el acento en cómo se va a llevar a cabo. Porque me podrá gustar o no el programa 6-7-8, pero no me gustaría una televisión 6-7-8. Tiene que haber una pluralidad de alternativas y, principalmente, tiene que quedar en claro que los que no tienen la palabra tienen que tomarla y no que suceda que otros hablen por ellos.
–¿Qué otros logros valora del proceso vigente y cuáles son las cuestiones pendientes?
–El haber recuperado las jubilaciones  era elemental, porque el capitalismo financiero se había llevado hasta los ahorros de los trabajadores. Pero, por ejemplo, lo que está pasando con la medicina no se ha encarado. Las prepagas hacen lo que quieren, todo se tercerizó. En las cosas de la vida cotidiana, y con esto me refiero a los precios de los alimentos, la salud, y la calidad educativa, no veo que estemos avanzando. Todas las cosas positivas que realizó este gobierno pueden quedar truncas si no se desarrolla un apoyo popular a través de medidas que apunten directamente a las mayorías postergadas.
–¿No coincide con los que sostienen que el kirchnerismo habilitó el retorno del debate político y generó una nueva mística militante?
–Tiene que surgir una militancia que rompa con aquella militancia setentista que llevó al fracaso al campo popular. Hay formas nuevas y grupos que no están incluidos en los lugares tradicionales y que están militando de otros modos. Pero eso no está integrado porque es como si hubiera un corte entre lo abajo-abajo y lo abajo creado por el arriba. Faltan más medidas que interpelen no por la palabra, sino por los hechos, incorporando concretamente a los excluidos.
–¿La Asignación Universal por Hijo no es una decisión que busca revertir la situación de los postergados?
–Es muy positiva, pero la inflación se la come. Es una medida tomada de arriba hacia abajo, pasiva, que no exige una presencia activa de los sectores populares. Y no por decir esto uno se convierte en antikirchnerista ni mucho menos.
–¿Teniendo en cuenta la importancia de la estructura del PJ en el armado kirchnerista, el oficialismo puede integrar y representar a los sectores no peronistas de cara a las próximas elecciones?
–No puedo afirmar nada de acá a un año, porque pueden pasar muchas cosas que cambien lo que está pasando. Lo que en este momento se percibe es un clima de creciente apoyo hacia el gobierno y una oposición que está perseguida y no sabe qué hacer para encontrar el punto que la unifique frente a la iniciativa  constante que muestra el oficialismo. La relación de la sociedad con el  gobierno se revitalizó, pero siguen faltando los pilares sólidos que hagan más resistente a este proceso. Uno lo que pide, finalmente, es que este gobierno profundice realmente sus políticas.  
–¿Cómo ve a la oposición de centroizquierda que lidera Proyecto Sur?
–Tengo simpatía por Pino Solanas. Pero su encono feroz contra los Kirchner no le resulta en lo más mínimo. Verlo en el programa de Grondona, riéndose, la verdad que me revolvió el estómago. Es lógico que Pino utilice los medios masivos para divulgar su mirada, pero no que se sonría ni festeje los chistes de sus peores ejemplares. No es contradictorio enlazarse con ciertas fuerzas que está movilizando el kirchnerismo. Es un error político tomar al oficialismo como principal adversario. A Sabbatella sí lo veo en esa senda, dentro de lo que puede y sin tener el alcance nacional que tiene la figura de Pino. Lo veo como un tipo que está luchando.
–¿En qué difieren y que tienen en común las movilizaciones de los estudiantes secundarios y los universitarios?
–La izquierda universitaria siempre desplazó las energías hacia fuera de la universidad, sobre un campo que no le correspondía, porque sacaba a la gente del ámbito universitario perdiendo su propia base de afirmación para hacer algo que les quedaba grande. Hoy, los pibes están haciendo su primera gran experiencia después de muchos años, luego de la lucha contra la Ley de Educación Superior que impulsaba el menemismo. El discurso de la izquierda dogmática ya no corre, es absolutamente ineficaz. Aun definiéndome como marxista, no estoy de acuerdo porque ese es un marxismo vulgar, puramente economicista. Achican todos los problemas. Las agrupaciones universitarias están en un lenguaje meramente partidista y no incluyen al actor estudiantil en su conjunto. En cambio, a los chicos del secundario, con toda su inexperiencia a cuestas, los veo más conscientes del lugar del estudiantado. Por algo son los que vienen impulsando esta ola de movilizaciones y tomas. Pero en la facultad veo indiferencia, y rechazo hacia las prácticas de buena parte de las agrupaciones dominantes y desinterés teórico por los problemas políticos y sociales. Obviamente que los docentes también tenemos que hacernos cargo de esa situación.   
–¿Es posible pensar en una nueva cultura política de izquierda en el momento político que vive Latinoamérica?
 –Van surgiendo formas atípicas y alternativas a las que imponen los centros del sistema, sobre todo en los países cuya cultura aborigen fue sojuzgada por el imperialismo cristiano, pero aún sigue siendo un actor con mucho peso en la actualidad. Bolivia, Ecuador, un poco Venezuela, son reflejo de eso. La izquierda perdió el rumbo cuando se olvidó el problema de nación. Ahí perdió el sentido del materialismo histórico, porque si hay algo que define la pertenencia de un ser humano a un colectivo es el espacio terrestre que ocupa como propio. Ellos se manejan todavía con categorías de derecha, como si el nacionalismo fuera algo simplemente etéreo y no tuviera nada que ver con su verificación en la terrenalidad que lo sostiene. No hay internacionalismo que no provenga de un lugar nacional. Vos no podés sostener una idea internacional si no tenés una base firme nacional de apoyo. Esta izquierda actual, poblada de sectas, sufre un idealismo absurdo.
–¿El concepto de populismo es un significante vacío en constante litigio, como asegura Ernesto Laclau, o es una categoría irrecuperable?
–Laclau es un fenómeno llamativo. Cae parado como el intelectual que le baja línea al gobierno pero no lo podés tomar en serio. El libro sobre el populismo (La razón populista) se basa en descripciones de momentos históricos a los que llama populismo, porque están caracterizados por fuerzas mayoritarias que acompañan un liderazgo fuerte. ¿Con eso hacés una teoría? No me interesa Laclau, que puede ser explicado como en el campo del espectáculo en el que aparecen Tinelli o Mirtha Legrand. El populismo se convirtió en una categoría despectiva, difícilmente recuperable. Al definir a las experiencias actuales latinoamericanas como populistas me parece que se las limita y quedan congeladas en sus posibilidades de desarrollo.
–¿Con qué intelectuales le interesa polemizar e intercambiar posturas?
–Y a esta altura… sólo con mis amigos. Con Horacio González, Eduardo Grüner, Ricardo Abduca, Alejandro Horowicz  y algunos amigos jóvenes que tengo –Cristian Sucksdorf, Diego Sztulwark–, con los que encontré una perspectiva de la realidad mucho más inteligente y libre. Me interesa la gente conmovible, con la que se puede discutir y que esté dispuesta a la charla de buena leche. Los inconmovibles, en general apóstoles de la derecha patética, allá ellos.

Publicado el 26 de Septiembre de 2010 en Tiempo Argentino.

27 de septiembre de 2010

infrapolítica

Intentaremos darnos un concepto que nos permita pensar la politicidad actual más allá de lo que vemos y leemos en los medios masivos de comunicación. Si asumimos que la política es eso de lo que habla la sección Política de los medios, ¿podemos suponer que existe un espacio que acompaña a la política desde abajo, una dinámica que podríamos llamar infrapolítica?

Hablamos de infrapolítica para nombrar un fenómeno actual y coyuntural, que no es fácilmente asimilable a las categorías con las que venimos pensando lo político. En una nota recientemente publicada en el diario Página 12 sobre las tomas en los colegios secundarios de la Ciudad de Buenos Aires, los/as chicos/as dicen “somos hijos de la crisis de 2001”. No se trata de chicos del 2001. Sino de hijos de aquellas jornadas. Hijos muy diferentes a los hijos de la política de los años 70. Explican: “nos interesa la política pero desconfiamos de lo políticos”. Y esa desconfianza, intuimos, puede convertirse en un central de la micropolítica.  

Se trata de expresiones que difieren de los movimientos del 2001, pero son herederas de ellos. En aquel entonces, las asambleas barriales, los centros de trueque, los movimientos piqueteros y los grupos anticorralito se organizaron en un contexto de estallido de la macropolítica. Hoy, en cambio, hay una revitalización de la política. La pregunta es si junto a este reverdecer de la política no surgen dinámicas nuevas, subterráneas tal vez, prácticas que tratamos de entrever. 

Hablamos de infra y no ya de micro-política. Si bien Delueze y Guattari nunca se referían a la micropolítica como algo chico (la micro tiene siempre la misma extensión que la macro) los últimos años hemos experimentado micropolíticas del refugio en lo pequeño, reducidas a lo local. Como las micropolíticas, la infra comparte con las micropoliticas la ligazón con las situaciones concretas. Pero elegimos el nombre de infra para remarcar el modo en que estas micropolíticas actuales se extienden en toda la dimensión de lo político. Más que una diferencia de escala, lo que distingue macro y micro, macro e infra es una diferencia de reglas de constitución, de modos de existencia.  

La infrapolítica va cerca de la política, pero a distancia. Hace política y, al mismo tiempo, desconfía de la política. En esa desconfianza radica su heterogeneidad, su forma singular de actuar. La política está regida por una racionalidad pragmática (en el sentido que su lógica es de uso, de fuerzas, de tácticas). Lógica de poder, en la cual resulta imprescindible coaligarse con otros por pura necesidad. La infrapolitica, en cambio, es una dimensión ética, en el sentido que su punto de partida consiste en declarar que un estado de cosas nos resulta intolerable. Todo empieza cuando decimos: “esto no lo quiero”, “esto no lo soporto más”, “esto no”.

Los estudiantes, para seguir con nuestro ejemplo privilegiado, se niegan a seguir cursando en las condiciones edilicias en las que lo hacían. Las tomas se sostienen en esa expresión de disconformidad, que convive con las demandas de las agrupaciones políticas, y al mismo tiempo a una cierta distancia de lo político como tal. En una entrevista (“Tomar la toma en serio”, dialogo entre agrupación Free y Colectivo Situaciones), pibes y pibas del Normal 4 que sostienen la toma del colegio comentan su incomodidad con el discurso de los militantes, dicen que no se sienten representados, que ellos no hablan así, no piensan así.

La toma es el espacio de otras experiencias, de otros lenguajes, donde lo infrapolítico se habla cuando se charla sobre una película o sobre lo que dice un diario y no simplemente cuando se critica a Macri. Donde lo infrapolítico se habla en otros tonos, donde el chiste o la ironía encarnan una crítica a las formas tradicionales de hacer política. Una ironía que no es cinismo, porque no se coloca por fuera de lo que expresa, no pasiviza. Por eso la infrapolítica no es (en ningún sentido) semejante a una “antipolítica”, el rechazo a los intereses constituidos no se traduce en desinterés. 

En el escenario de la política los actores están siempre ya-constituidos y se enfrentan por intereses (igualmente constituidos: estado, clases). En las politicidades que describimos (infra) los actores están en constitución y no responden a intereses establecidos previamente. Son espacios en los que: (a) se generan modos de vida y modos de percepción, mientras que la macropolítica (b) es el reino de la representación.

El principio de representación permite hablar por otros, callar a unos, hacer hablar a otros a partir del lenguaje ya estructurado de la política. Un lenguaje que es el mismo que el de los medios de comunicación. Así funciona la lógica de los medios, creando estereotipos: de la diversidad de quienes participan en las tomas los medios eligen entrevistar a los militantes, cuyos discursos caben en las gramáticas de la política. Las otras voces son más difíciles de asumir en la televisión. Al igual que un sonido incomprensible no se interpreta como música sino como ruido, no se reconoce esas voces como discurso político.

Cuando esos tonos disonantes se acompasan y la experiencia de la toma cristaliza en un lenguaje político, en un “lenguaje de la toma”, eso es más el límite de la infrapolítica que su potencial. Eso que a quienes tenemos una afinidad política nos suena bien, nos produce empatía, evidencia una captura de la política.

Contra ello, la infrapolítica insiste con su “ruido” (ya decíamos en la reunión pasada que en la política había una cuestión de oído) que quiere expresarse. No se contenta con lo micro, con ser el lenguaje que se crea entre dos, en los intersticios. La infrapolítica irrumpe, es algo que acontece. Cuando emerge ¿podemos decir que está colonizando la política? No sabemos si la coloniza, pero si la interpela, la obliga a responder y, en ese punto, altera la fijeza del lenguaje establecido.

Hay una cierta fluidez entre los dos órdenes, que nos lleva a considerar a la política y la infrapolítica más como dos polos de un continum que como una dicotomía. La infrapolítica podría ser el suelo donde surgen los elementos que luego retoma la macropolítica, un nivel embrionario. Pero consideramos, al mismo tiempo, que la infrapolítica también puede retomar por su cuenta elementos de la política. 

La infrapolítica supone siempre un exceso sobre los códigos de la política: una emergencia de la multiplicidad de relaciones, algo imposible de subsumir a la lógica de la representación. Lógica de la proliferación y la ambigüedad, allí donde fracasa la idea de un “pueblo” más o menos homogéneo,  para quien politización equivale a representación, cuerpo único y todo unificable, representable. La infrapolítica designaría (si finalmente adoptamos el concepto) aquello que nunca se puede traducir por completo al lenguaje de la política, aquello que siempre sigue resonando como una política a (cierta) distancia de la política.  

lo que resuena la política

Nos preguntamos por lo que escuchamos cuando nos proponemos pensar la coyuntura política. Así como resulta evidente que en música o en el psicoanálisis hay un asunto de oído, podemos partir de que también en política hay una dimensión de oído. También en la política hay mucho ruido, melodías gastadas y clichés que tienden a repetirse. Entonces: ¿qué es lo que escuchamos cuando escuchamos, dónde ponemos la oreja, que pliegues, qué registros priorizamos?

Por ejemplo, entre las sonoridades de este último tiempo tenemos un gobierno que nos hace oír ciertas cosas en relación con la última dictadura. El gobierno interpela al empresariado y denuncia a los empresarios vinculados con ella, distinguiendo entre capital cómplice y capital no cómplice (seguramente los Grobo entran en esta última posición). ¿Esta de complicidad con la dictadura, a propósito de la batalla con Clarín, la historia del Papel Prensa, se deja interpretar como superación del neoliberalismo? ¿Estamos en un momento posneoliberal? ¿y que sería el posneoliberalismo?

Ante todo: ¿qué cosa es el neoliberalismo? Es un problema de oído. Puede que la dictadura haya sido más la destrucción de cierto “estado social” construido a partir del peronismo que la construcción sistemática de un estado neoliberal. Una destrucción a partir de la cual, en los 90, se afianzó una política centrada en el individuo y una economía centrada en el capital privado.

Es interesante hablar de estado-neoliberal. Porque la cantata “neo” hablaba contra la intervención del estado. Y cuando hoy se habla contra la fase neoliberal de los años noventa se afirma que el estado tiene que intervenir más. Desde ambas posiciones se silencia (como el silencio en la música) la existencia de un estado neoliberal, de intervenciones propiamente neoliberales.  

¿El neoliberalismo es un intento de recuperar el liberalismo de antaño o apunta a una nueva forma de relación entre estado y mercado? Gustavo Grobocopatel, un ejemplo de “capital-no cómplice” tuvo un debate con Mempo Giardinelli y Aldo Ferrer en Pagina 12 (lo esencial ocurrió entre el 11 al 18 de agosto de 2010). Allí sostiene que “es fundamental tener políticas de incentivo a la inversión, al combate contra la evasión y un estado fuerte y dinámico”. El empresario sojero –cuyas ganancias provienen del mercado internacional y no del consumo interno- pide un “estado fuerte”.

Una posición similar expresa hace solo dos semanas Enrique Iglesias, ex director del Bid quien se considera al mismo tiempo neoliberal y neointervencionista. Desde su punto de vista la crisis actual extrema la identidad entre mercado competitivo y fuerte intervención estatal. 

Una postura liberal estaría orientada a que el estado dejara libradas al mercado crecientes porciones de la economía. En el neoliberalismo, en cambio, el empresariado pide un estado que regule. Pero no se trata de agentes excluyentes, se deshace la disyuntiva-excluyente entre estado y mercado. El estado no limita al mercado desde afuera, sino que participa de su trama, lo incita y lo constituye.

Esta es una poco la lección de Foucault en “El nacimiento de la biopolítica”: en el neoliberalismo el estado brega por las extremadamente complejas condiciones en las cuales los mercados pueden funcionar.  


En vez de limitarse a que las políticas públicas beneficien a su sector, el reclamo de Grobocopatel se centra en que haya una política integral de desarrollo económico para el país. El neoliberalismo no es un discurso antipolítico, es un discurso político. No se trata solamente de un argumento de los empresarios para ganar más dinero. Existe también un neoliberalismo popular, una forma de ver las cosas, una racionalidad que ha penetrado tramas populares.

El neoliberalismo no impone “un” modelo de acción o un modelo de vida, su lema es “hace lo que quieras, pero que produzca valor mercantil”. Se trata de una racionalidad que supone que el principio racional de toda relación social debe estar orientado a generar dinero. Lo que no produce ganancia no tiene sentido. La vida es un capital humano que tiene que valorizarse. Los pobres no pueden tener muchos hijos porque si estos se echan a perder sus hijos no van a ser suficientemente productivos.

Esta racionalidad es efectiva en áreas enteras de la sociedad, más allá de la tónica del gobierno. Hoy el discurso oficial no es un discurso neoliberal, y se han tomado medidas que no son neoliberales, como la asignación por hijo o la ley de movilidad jubilatoria.

¿Se puede pensar a los planes de asistencia social como oportunidad de modos no-neoliberales de producción de lazos sociales, en tanto entrañan acciones que no están orientadas a generar valor mercantil? Desde una racionalidad eminentemente neoliberal, el objetivo de estos planes puede ser el de evitar que una porción de la población que podría ser conflictiva interrumpa el circuito de valorización capitalista. El neoliberalismo, que tiene como imperativo que todo lo que es en la sociedad produzca valor en el mercado, para funcionar necesita exceptuar ciertos cuerpos de esa valorización.

La exceptuación que así se aplica puede abrir a experiencias diferentes de las que produce el capital: relaciones sociales por fuera del trabajo. Fuera del trabajo no quiere decir fuera de la producción de lo social. Fuera del trabajo puede ser fuera de las delimitaciones de valor trazadas por el mercado, puede ser el espacio para una racionalidad donde toda vida es necesaria.
 

taller de coyuntura

  1. Lo político
Una reflexión de Kant sobre la Revolución Francesa comentada muchas décadas después por Foucault señala cómo aquel gran acontecimiento obtuvo su valor y sentido más alto por la forma en que afectó los modos de sentir y pensar, la subjetividad, de las personas que asistieron como espectadores -y con simpatías- a los sucesos, y menos por la lógica con que se desenvolvieron en sí mismos los hechos empíricos (las refriegas, matanzas y decapitaciones). El “entusiasmo” con la revolución inaugura un plano de elaboración de lo político que no se agota con el “fracaso” o “éxito” de la revolución, sino que perdura justamente como acontecimiento que inscribe una posibilidad humana.

  1. La coyuntura
Podemos comprender lo político como el enlace entre acontecimientos empíricos y prolongaciones mentales, afectivas y pasionales en las cabezas (y en los modos de vida) de los “muchos”. La coyuntura, entonces, remite a un proceso en el cual lo que está en juego es el estado actual de las pasiones y las ideas que afectan de modo directo a lo colectivo, configurándolo; proceso que al mismo tiempo ensancha –otorgando un sentido- los hechos empíricos que, en sí mismos, carecen de nobleza o indignidad alguna. La coyuntura implica una “actualización” del proceso/acontecimiento y se nos presenta, con sus luminosidades y sombras, bajo el vértigo o la apatía.  El vértigo, podríamos decir, se corresponde con el hecho de que la coyuntura actualiza un acontecimiento (la inscripción de una posibilidad humana). Lo que Foucault y antes Kant llaman “revolución” (sin quedar fijados a una determinada imagen de revolución). La apatía enraíza en el sentimiento frustrante de su esterilización. ¿Hay realmente “coyuntura” en momentos de planicie tan definida?

  1. Argentina
Podemos presentar una serie de secuencias de la política argentina que, siendo ya “históricas”, determinan la imaginación (y por tanto la “coyuntura”) de nuestro presente. Bosquejo de periodización: I. La radicalización de masas. Con sus dos grandes secuencias: a. la radicalización del peronismo fuera del gobierno a partir del año 55, que se prolonga dramáticamente hasta la muerte de su líder; b. los años setentas (entendidos como convergencia de procesos de radicalización: el peronismo, el clasismo, las organizaciones armadas, la juventud, etc.). II. La fase neoliberal, que tiene dos grandes secuencias políticas: a. La  dictadura (fin de juego, la refundación); b. El juego del sistema de los partidos (1983-2001). III. La crisis, la aparición de “máquinas de guerra”: un nuevo protagonismo social capaz de destituir la legitimidad política neoliberal (2001/2003). Y nos detenemos aquí para preguntarnos: ¿constituye la era k un nuevo período de “restitución de lo político” entendido como reposición del estado, o se trata más bien un primer sub-período que se despliega al interior de un espacio-tiempo determinado por la irrupción de la crisis del 2001 y sus nuevos protagonismos?  

  1. Taller
¿Existe hoy una verdadera “coyuntura política” en la Argentina? ¿Qué es lo que se con-yunta en ella? El hecho de no responder a priori esta pregunta abre a la dinámica de taller. Un taller es el despliegue de esta y de otras preguntas, bajo el modo de interrogantes operativos: ¿cómo leer los hechos empíricos del acontecer colectivo? ¿Existe una unidad de sentido entre ellos? ¿Es posible encontrar en el flujo tumultuoso de los hechos algún criterio que habilite el procedimiento de la selección de aquello que es significativo respecto de todo aquello que no lo es? ¿Y es posible aunque sea soñar con un “método” apto para semejante trabajo de la inteligencia?

Algunas coordenadas a tener en cuenta.

a. –la determinación  del espacio-tiempo de la coyuntura. Durante décadas se ha pensado una identidad rigurosa entre coyuntura política y espacio-tiempo del estado nación, así como desde un ángulo crítico se dividían las categorías clásicas (estado, comunidad) a partir de la noción de clase. Durante ese período, lo nacional encontraba su complemento en lo inter-nacional, como el “afuera” con que el estado nación debía relacionarse, operando en sus asimetrías (colonialismos, imperialismos). Y la conflictividad era atribuida, desde las perspectivas críticas, a la noción de clase (y sus variantes: clase autónoma, clase internacional, clase-nación, clase-pueblo, etc.).  Las situaciones políticas que habitamos, en cambio, no refieren de modo fijo a un único espacio-tiempo dominante, y se caracterizan por: I. una realidad propiamente global (que no es sinónimo de internacional) en la que las realidades regionales y locales enriquecen y desmultiplican la dinámica estatal-nacional como instancia monopólica de organización del sentido en un territorio y en un lapso de tiempo determinado (actores transnacionales son tanto los capitales financieros como los flujos migrantes; las dinámicas mediáticas (y virtuales) de comunicación-información en tanto nuevas formas de protagonismo de sectores sub-alternos por fuera de las lógicas dominantes del partido y el sindicato, etc.). Y, a la vez, la política misma se presenta como dinámica compleja, con dimensiones “macro” (las fuerzas representadas, organizadas, establecidas y sus conflictos) y “micro” (dinámicas “irrepresentadas”, nacientes y aún fuera de código, eficaces sobre todo en tanto incomprensibles para las lógicas macropolíticas establecidas), interrelacionadas de modos variables.
 
b. -¿cómo se identifica a los actores de la coyuntura?, ¿se trata de los partidos políticos; del príncipe y sus consejeros; del la voz autorizada del analista-consultor, del empresariado y sus redes; del llamado “cuadro” político y su capacidad de crear estructuras de poder; del periodista “serio”/ “columnista” de los grandes medios que ofrece racionalidades para orientarse en el caos de las noticias; de los movimientos y organizaciones sociales que crean su propio mundo de valores y de representaciones; del puntero y su aptitud para crear sistemas de fidelidades territoriales; del militante social y sus formas del compromiso y de inmersión en las demandas colectivas insatisfechas; de los gestores de diferentes instancias que intentan articular acciones complejas; de las redes virtuales y de la llamada “gente activa”, que compite con las viejas estructuras; de las asambleas de todo tipo y color; de los sindicatos (y sus versiones más o menos empresarias, o combativas), de la(s) iglesia(s), de las llamadas “corporaciones” y sus sistemas más visibles o invisibles de presión, de los “intelectuales” y sus influencias sobre determinados actores, de sus pronunciamientos públicos (más o menos inclinados a las reglas de los medios); de los llamados “referentes” sociales “creíbles”, que organizan demandas ruidosas a partir del puro padecimiento; del “movilero” cuyo sentido común y lenguaje se generaliza como el aceite; de los agentes financieros que una y otra vez delimitan los poderes soberanos de los países, etc.?

c. -el problema de la información, necesaria para que el pensamiento trabaje, que se active (o se detenga). Una hipótesis: cada modo de protagonismo, cada tipo de activismo, produce un tipo de información y una trama interpretativa relativamente propia. Otra hipótesis: los medios de comunicación, juzgados en general a partir de los intereses de la empresa propietaria de la que dependen se rigen por una “razón mediática” –universalizada- que articula la capa visible mayoritaria (nunca exclusiva o excluyente: basta ver el mundo de internet, de las asambleas, de los territorios, las redes bancarias, las instituciones para encontrar otros planos determinantes de circulación de la información política) en la que circula la información colectiva. La dinámica mediática, que penetra hondo, creando un tipo determinado de espectador, y de percepción de la realidad, está ella misma inscripta en una lógica informativa más amplia, que pretende modular –con éxito variable- cada vez.

d. -el sentido. La mera suma de hechos no alcanza para pensar una situación. La situación constituye un territorio en el cual los hechos se refieren de manera significativa. La coyuntura, podemos suponer, implica un enlace de situaciones (o configuración de una situación propiamente política). Los sujetos, la información, el tiempo-espacio son dimensiones de la situación política, o del proceso político, cuyas caras o presentaciones llamamos “coyuntura”.

Lo dicho nos autoriza a enunciar que: I. No siempre hay coyuntura política; II. La coyuntura depende/habilita pensamiento político; III. La coyuntura expresa un proceso; IV. La premisa para habitar una coyuntura es “estar” en ella; V. pensar la coyuntura en inmanencia es un modo de estar en ella de modo activo, construyendo los criterios para interpretarla; VI. Que el acto político contiene de modo implícito una interpretación de este tipo que afecta los modos de ser de lo colectivo; VII. Que las mutaciones políticas de los últimos tiempos afectan de modo decisivo tal régimen de interpretación/acción y VIII. Que la información que brindan los medios es un elemento entre muchos otros, y no uno privilegiado, para organizar los sentidos colectivos.